13 horas: Los soldados secretos de Bengasi

Welcome to Zombieland Por Fernando Solla

“El patriotismo es el último refugio de los cobardes”Senderos de gloria (Paths of Glory, Stanley Kubrick, 1957)

Michael Bay es un realizador que ha construido una franquicia del mal llamado entretenimiento cinematográfico y entre entrega y entrega nos obsequia con algunos títulos que se convierten en auténticos y gratificantes ensayos sobre la posmodernidad y la manera de plasmarla en la gran pantalla. Tras la apabullante sátira que resultó Dolor y dinero (Pain & Gain, 2013), Bay se cargó cualquier connotación paradigmática sobre el formato que solemos atribuir a la reconstrucción de historias o personajes basados en hechos reales.

Es muy interesante (y 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi es el mejor ejemplo posible) constatar el marco de libertad creativa que Michael Bay ha consolidado a partir de los prejuicios y las etiquetas que le atribuyen sus detractores. Aprovechando el dominio en la combinación de acción real y digital que ha desarrollado hasta la extenuación en la saga Transformers (2007 – …), el realizador ha recreado en casi dos horas y media un peculiar episodio ocurrido tras la Guerra Civil de Libia, en 2012. Reduciendo (o amplificando) la gravedad del evento y los sacrificios humanos de los que vivieron y lucharon en Bengasi a una partida de videojuego. Minimizando la entidad dramática del discurso narrativo e ideológico hacia un estilo que anula nuestra capacidad virtual de distinguir a unos personajes u otros.

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Aquí no habrá sátira pero sí mucho escarnio, incluso menosprecio no tanto hacia sus personajes sino hacia lo que representan y lo que finalmente queda de ellos y el nulo fundamento de sus motivaciones estratégicas y disciplinarias. Cuando parece que la película se va a convertir en una oda a unos hombres que, más allá de la llamada del deber, perpetraron acciones heroicas con un coraje extraordinario, el realizador parece chillarnos en plena cara lo más parecido a un what the fuck a través de las imágenes y de la dirección de actores. Como en su largometraje anterior, Bay consigue unas interpretaciones apuradísimas de todos sus protagonistas masculinos, especialmente de John Krasinski. Su mirada nos trasmitirá (progresivamente durante el desarrollo de los acontecimientos) la infamia del intervencionismo político. La farsa del reconocimiento bélico.

Evidentemente, el filme no sería el mismo, sin la fotografía de Dion Beebe y el montaje de Pietro Scalia y Calvin Wimmer. El largometraje es un compendio infinito de planos que duran un solo segundo para componer escenas interminables y secuencias de acción trepidantes. En contraposición, la cámara se detendrá para enfocar al detalle las expresiones atónitas de los protagonistas, así como sus momentos de ocio y descanso. Este particularidad propiciará que la sensación de desconcierto y de desamparo que se muestra ante nuestros ojos la sintamos como propia. Los efectos especiales de Industrial Light & Magic permitirán que sigamos todo el recorrido de los misiles desde que salen disparados del mortero hasta que explotan, amputando miembros y destrozándolo todo a su paso. La violencia es explícita y la carnicería se muestra con un hiperrealismo que, en lugar de encogernos, nos hace reflexionar sobre nuestra apatía antes este tipo de situaciones cuando las conocemos a través de los medios de comunicación de masas. La pornografía visual, de la que en algún momento u otro hacemos uso, aquí la tenemos servida en bandeja de plata.

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El espacio sonoro, supervisado por Erik Aadahl, así como la banda sonora compuesta por Lorne Balfe consiguen transformar lo que podría haberse convertido en una migraña monumental en una experiencia única para el espectador, que se sentirá convertido en esa digresión existente entre la velocidad de la luz y el sonido, que se comprimirá y expandirá estruendosamente siempre unos segundos después del estallido visual provocado por las imágenes.

Finalmente, hay un motivo más de aplauso para la última película de Michael Bay y es su capacidad para trasladar y convertir en imágenes el punto de vista desarrollado en el libro en que se basa, ’13 Hours’. A partir de la colaboración de cinco de los supervivientes en el ataque, el periodista norteamericano Mitchell Zuckoff reconstruyo la dura jornada de estos hombres. En manos de Bay, y en un hiperbólico ejercicio de adecuación cinematográfica, las imágenes consiguen mostrar el desconcierto interior de todos los implicados, profundizando mucho más en la psicología de los personajes.

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Es increíble cómo ha conseguido tensar la cuerda de lo extraño y absurdo provocando la reflexión sobre la utilidad de las fuerzas armadas para el desarrollo individual y humano de los individuos que las conforman. 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi sería algo así como una buena canción. Letras claras y simples, palabras coloquiales y sencillas, cuyo significado se ve amplificado, enaltecido y exaltado al incluir la música. Las imágenes estupefacientes de Michael Bay (y sus cómplices Beebe, Scalia y Wimmer) son la música que, finalmente, consigue conferir a los protagonistas esa dignidad que buscaba el manuscrito, que se quedó finalmente en un patriótico y autoindulgente limpiador de conciencias. Lo próximo para Bay… ¿cine político? Si David O. Russell es un nuevo referente para la comedia dramática basada en hechos reales, bienvenido sea Bay en cualquier género que le plazca. Ahora sí, ya ha dinamitado cualquier frontera entre lo lícito y no, el hiperrealismo y la verosimilitud, la subjetividad y la equidad.

Una película mucho más coherente y con un discurso mucho más claro y unívoco, directo y sincero, que el que le suponemos a otros títulos de autores más ortodoxos. De nuevo, uno de los títulos a tener en cuenta este en este año cinematográfico.

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