13 minutos para matar a Hitler
Trascendencia histórica, pero… ¿y cinematográfica? Por Fernando Solla
“Con humanidad y democracia nunca han sido liberados los pueblos”
Es curioso observar el desarrollo de la cinematografía de Oliver Hirschbiegel. A medio camino entre su Alemania natal, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Siempre contenidos y personajes basados en hechos reales o acontecimientos históricos y otro que algún remake. En el caso que nos ocupa, entroncamos directamente con El hundimiento (Der Untergang, 2004), situándonos en el mismo contexto histórico pero en una lapsus temporal anterior. De abril de 1945, cuando la guerra mundial parecía casi finiquitada, retrocedemos al ocho de noviembre de 1939. La figura de Hitler será la que motivará las acciones de los personajes en lugar de protagonizar una primera persona, como en el caso anterior.
En 13 minutos para matar a Hitler el retrato se focalizará en la figura de George Esler, carpintero que planeó un atentado para terminar con la vida del dictador que no sobrevino por sólo trece minutos de tiempo.
La interpretación del protagonista que realiza Christian Friedel se filtra por las fisuras del guión de Fred y Leónie-Claire Breinersdorfer, que confía en que la figura del ebanista por sí sola ya justifica los tópicos y lugares comunes en la victimización cinematográfica del personaje. A medio camino entre la reconstrucción histórica más o menos fiel de una época y la digitalización más hiperrealista en el rodaje de las torturas y alucinaciones de Esler, Friedrel nunca encontrará un tono adecuado que le permita mostrar la evolución de su personaje, algo imprescindible para que un biopic trascienda la simple sucesión cronológica de los acontecimientos narrados. Lo mismo ocurrirá con los personajes secundarios. Salvo en algún momento puntual su función en el filme se diluirá ante los ojos de un espectador que se preguntará hasta bien avanzado el metraje qué historia quiere contar el realizador.
El tratamiento de la violencia es otro aspecto más que discutible de la película y el posicionamiento de Hirschbiegel tampoco quedará muy claro en este punto. Si la finalidad es provocar repulsión o aversión hacia lo que sucede en pantalla, de acuerdo. La lástima es que no nos moveremos del terreno del impacto visual efímero y algo torpe. Las escenas de tortura causan un efecto contradictorio en el espectador, ya que, lejos de empatizar con las víctimas, llegaremos a un sentimiento incómodo y extraño de animadversión hacia ellas que progresivamente provocará la desconexión argumental y la pérdida de nuestra curiosidad y comprensión.
El uso del flashback que se realiza durante los interrogatorios pierde todo su efecto por reiterativo, negándonos lo que resulta lo más interesante de la cinta, que es la preparación del atentado. Dicho episodio se saldará en dos escenas dispersas entre medio de una historia de amor desdibujada y que, por muy real que fuera, resulta de lo más inverosímil cinematográficamente hablando. A día de hoy resulta insuficiente en un largometraje que las motivaciones y la evolución de los personajes no sucedan ante nuestros ojos, fluyendo a través de las interpretaciones. No se puede pretender un giro argumental cambiando las líneas de diálogo sin que se muestre la evolución. La elipsis narrativa puede funcionar, pero no se puede confundir en la selección de los pocos datos objetivos que nos pueden ayudar a posicionarnos ante un acontecimiento de semejantes características. De nuevo topamos con la desproporción en las premisas argumentales. Apenas diez minutos para desarrollar la base que da título al largometraje y más de hora y media para interrogatorios y una historia de amor que ni se sabe de dónde viene ni hacia dónde va.
El principal problema del largometraje es la linealidad de las ideas que se exponen. Más allá de la trascendencia como figura histórica del personaje principal, no hay diálogo ni debate posible, sino una explicación unilateral de unos acontecimientos que cinematográficamente ya hemos visto en muchas ocasiones. Igualmente, una tendencia exagerada hacia el sentimentalismo termina trivializando la gravedad del conflicto interno e histórico. Paradójicamente, títulos tan distintos como Valkiria (Valkyrie, Bryan Singer, 2008) o Malditos bastardos (Inglorious Basterds, Quentin Tarantino, 2009) profundizaron mucho más en el sentimiento de venganza y las motivaciones de los personajes (ficticios o no) en sus dramatizaciones de los acontecimientos.
Finalmente, es interesante admirar cómo Hirschbiegel integra una narrativa visual parecida a la de su interesantísima ópera prima El experimento (Das Experiment, 2001) en un contexto temporal e histórico distinto. En ambos casos, el argumento está basado en casos reales pero lo que funcionaba como una bomba de relojería en el primer título no invita en este caso a la reflexión, sino que irrita por la gratuidad de algunas imágenes, en discordancia total con el resto del largometraje. Una oportunidad de conocer a un personaje cuya trascendencia histórica es innegable pero que pierde todo su vigor cinematográfico entre constantes cambios de tono y saltos en el tiempo efectistas y discordantes.