1917
La guerra y la nostalgia de los valientes Por Samuel Lagunas
En 1938 Johan Huizinga publicó una de las elegías más elocuentes sobre la guerra:
“Hasta hace poco la guerra podía ser considerada en el aspecto de una función cultural, puesto que una comunidad reconocía a otra como humana y con derechos y pretensiones a ser tratada humanamente […]. La teoría de la guerra total ha renunciado al último resto de lo lúdico en la guerra y, con ello, a la cultura, al derecho y a la humanidad en general” (Homo ludens, p. 118).
No sería errado aventurar que el historiador holandés tuviera en mente a la Gran Guerra, luego denominada Primera Guerra Mundial (28 de julio de 1914 – 11 de noviembre de 1918), como el ejemplo más radical de la renuncia a la cultura y a la humanidad. La nostalgia, sentimiento que empapa todas las páginas de Homo ludens, embriaga a Huizinga hasta el punto de describir los combates en la época helénica y romana como “leales”, “entre iguales”, “honorables”, para luego dotarlos con un alto grado de “belleza”. Mi hipótesis, al ver 1917 (Sam Mendes, 2019), es que en ella se despliega un sentimiento similar de doble añoranza: primero, de una forma específica de guerra y, paralelamente, de una forma de masculinidad.
La guerra que perdimos
El lamento de Huizinga por un modo de guerra que ya no existe se agrava con los años. La Segunda Guerra Mundial, con su innovación tecnológica, constituyó un ejercicio de aniquilación a distancia que complementaba las estrategias militares del combate cuerpo a cuerpo y a ras de suelo. La precisión en el cálculo (matemático y político) se convirtió en el rasgo más preciado de la lucha, incluso por encima de la destreza y fuerza física de los soldados. Simultáneamente, en la Segunda Guerra Mundial aparecieron nuevos sujetos: los científicos matemáticos, quienes desde las oficinas cargarían con todo el peso de las victorias y las derrotas. La Guerra Fría sería, en este sentido, un combate de inteligencias donde las y los sucesores de Alan Turing aparecerían como los principales protagonistas; y la materia prima más deseada ya no serían las vidas humanas ni los territorios, sino los datos. Éstos cobraron mayor importancia después de 1989, pero no fue sino hasta 2008, con la crisis económica, que nos dimos cuenta del poder que residía en ellos. Así, la figura del hacker, o el informático, se ha convertido desde su anonimato en uno de los símbolos más caros en los combates que hoy emprenden las naciones. Desde luego, hay guerras cuerpo a cuerpo en varios lugares del mundo, pero la cibernetización de la guerra ha enfatizado las desigualdades (económicas, políticas, militares: los países “poderosos” continúan con la estrategia de la Guerra Fría, luchando en territorios que no son suyos) y agravado la deshumanización de la que ya se lamentaba Huizinga: las vidas de las personas no tienen ya ningún valor, mientras los datos estén a salvo.
En este escenario, el clamor por una Tercera Guerra Mundial que sacudió las redes sociales después del ataque de las tropas norteamericanas al general iraní Suleimani a principios de 2020, provino de un imaginario anacrónico e imposible —el de un combate global y masivo, cuerpo a cuerpo— y quedó lejos de una mucho más plausible preocupación por actos de ciberterrorismo.
En 1917 la guerra es así: una arena de pruebas donde el cuerpo masculino es el principal actor. Dos jóvenes soldados reciben la misión de entregar una carta a otro batallón para prevenir que sea aniquilado por las fuerzas alemanas. Schofield (George MacKay) y Blake (Dean-Charles Chapman), en compañía de las y los espectadores, iniciarán así una peligrosa travesía a pie en medio de numerosos y atroces peligros. Desde el comienzo, vemos que no será fácil: hay minas que estallan y alambres de púas que rebanan manos. La sensación de muerte atiza la adrenalina de los cuerpos de los soldados y remueve su testosterona. De ahí en adelante, todo será para Schofield y Blake una tortuosa aventura plagada de bombardeos, explosiones nocturnas, disparos imprevistos, muertes, despedidas, camionetas atascadas, nados a contracorriente e incluso una mujer y un bebé pidiendo auxilio. Con mucha razón, la cinta de Sam Mendes ha sido comparada con un videojuego. La sucesión sin tregua de desafíos para los personajes genera esa impresión. No hay tiempo para desmenuzar su vida interior, de ahí que la cámara no detenga en ningún momento su impecable y rígida coreografía.
Deakins, el responsable de involucrar a las y los espectadores en tantas y onerosas pruebas encadenadas, consigue simultáneamente ponernos a lado de los soldados, pero lejos de ellos. El engaño y la farsa de lo virtual pocas veces había quedado tan explícito en una película de guerra. No hay momento en que el frenesí bélico rompa la distancia con el espectador, debido a la mirada blindada que Deakins construye. Un efecto contrario sucede en El hijo de Saúl (Saul fia, László Nemes, 2015), donde los planos poseen mayor dinamismo y, si bien son sucios, es en esa carencia de simetría que logran invadir el espacio del espectador y desestabilizarlo. La fotografía de Deakins aspira, en cambio, a la asepsia y, por consecuencia, al desdoble de la experiencia y al espectáculo.
1917 es, Mendes no quiere dejarlo de lado, una película-recuerdo. La evocación-reconstrucción que hace Sam Mendes de la historia que le contó su abuelo tiene todos los elementos de un video familiar: inmediatez, autorreferencialidad y clausura. No hay allí una voz que conduzca el relato y lo impregne de pasiones. Es como si alguien nos invitara a su casa, nos pusiera una grabación de la vida de su abuelo y saliera del cuarto dejándonos solos con las imágenes. Podríamos adivinar época y reaccionar ante lo obvio: —las acciones y los gestos, elementos iconográficos mínimos—, pero difícilmente conoceremos a los protagonistas y generaremos una auténtica empatía con ellos.
Este ejercicio de recreación para Mendes, sin embargo, adquiere una particularidad dado el momento histórico que rodea el estreno de 1917, convirtiéndose en un lamento análogo al de Huizinga por un modo de guerra que parece haber quedado en el pasado.

1917 y la nostalgia de los valientes
El segundo componente de la añoranza que Mendes ejecuta en 1917 tiene que ver con los hombres, específicamente con un modo de ser hombres. Está claro que la construcción de las masculinidades en Occidente se interconecta muy pronto con la guerra. Desde la infancia, el ser soldado se propicia fácilmente como un deseo en la subjetividad de los niños, y como una práctica común en muchos de sus juegos. La masculinidad implícita en la actividad de la guerra es una que se rige por el honor, la lealtad (ambos valores reforzadores de un status quo que pondera la agresividad sobre otras formas de ser hombre) y que se pone a prueba a través de acciones violentas representadas como actos de supervivencia, que van desde el golpe al cuerpo del enemigo hasta la violación sexual y el asesinato.
Si ampliamos un poco la mirada, nos daremos cuenta de que en el cine de Sam Mendes los hombres que construyen su masculinidad a través del uso de la violencia son los que tienen más éxito: el matón Michael (Tom Hanks) de Camino a la perdición (Road to perdition, 2002) y el Bond (Daniel Craig) de Skyfall (2012) y Spectre (2015). Los otros hombres, insertos en un orden de género donde las mujeres tienen más autonomía, lucen siempre incómodos y son incapaces de afrontar cabalmente esa inestabilidad: pienso en Lester (Kevin Sapcey) de Belleza Americana (American Beauty, 1999) y en Frank (Leonardo DiCaprio de Revolutionary Road (2008).
El cine bélico —al que Mendes se había acercado ya en Jarhead (2005), una historia de hombres ávidos de entrar en combate— siempre se ha caracterizado por la exaltación y legitimación de múltiples violencias en nombre de un patriotismo beligerante (véanse las producciones de Mel Gibson Braveheart [1995] y Hasta el último hombre [2016]) o, en otros casos, en nombre de un heroísmo humanitario igualmente sospechoso y refutable (es el caso de Dunquerque [Christopher Nolan, 2017]). Aunado a esto, las masculinidades que son reconsagradas en este tipo de películas se sitúan en lo que Pateman ha definido como el “patriarcado fraternal moderno”, donde los hombres ejercen su poder, ya no a partir de la figura-símbolo del padre, sino gracias al pacto con otros hombres/hermanos. Las lealtades forjadas durante el combate alían y empoderan masculinidades construidas a partir de la violencia y con miras a la dominación y la destrucción de otros cuerpos. La trama de 1917 exalta esa fraternidad en el momento más emotivo de la cinta —la muerte del joven Blake— y encomia la superioridad de esa alianza por encima de cualquier otro modo-de-ser-hombre en el momento más incómodo de la trama: el encuentro en medio de la noche con una mujer francesa y un bebé. En esta secuencia, Schofield no sólo se consagra como proveedor al dar leche al bebé, sino que deja claro la jerarquía de valores que rige su hombría. Está claro que Mendes y su coguionista Krysty Wilson-Cairns buscaron humanizar al personaje de Schofield con este encuentro, lo mismo que con la también forzada secuencia de las tropas escuchando a un hombre cantar. Estos momentos, sin embargo, que pretenden abrir una grieta de dignidad en medio de lo salvaje de la batalla, acaban por enturbiar más el de por sí pantanoso sentimiento de nostalgia, que detona la cinta, de un orden de género cada vez más difícil de sostener.
No que precisamente se eche de menos hombres como el soldado Schofield, pero Mendes sí parece evocar-revivir modos de probar la masculinidad donde lo que importa y define al hombre —y en eso es consistente a lo largo de su filmografía— es la destreza física, la lealtad con los pares, el sometimiento a la norma [patriarcal], el honor y la valentía. Al portar una pedagogía así, 1917 queda en el lenguaje de los críticos como un “clásico instantáneo”, aunque más bien se sienta como un sentido suspiro por ese otro tiempo (idealizado por la representación cinematográfica) donde el ser hombre lo determinaba el cumplimiento de una arriesgada y belicosa misión. Por fortuna, ya no estamos en 1917 y cada vez somos más los hombres que resistimos esas representaciones.
