3 º de BUP
Por Aarón Rodríguez
Quizá sea el otoño que se nos viene encima. O quizá que he encontrado por algún lugar la fotografía de Barbara Stanwyck que me prometí a mí mismo no volver a mirar, esa del 24. O quizá es que ayer, después del pase de It (Andy Muscheti, 2017) me sentí insoportablemente viejo, o mejor, insoportablemente envejecido, con esas ganas que me entran a veces de volver a fumar cuando uno sabe que van a venir mal dadas, que volveré a soñar con que me caen las matemáticas de 3º de BUP, o quizá sea que esta mañana han anunciado que abrirá otra cadena de minisalas en mi ciudad. Pero mi ciudad no necesita minisalas, necesita cine, que casi nunca es lo mismo.
Me afean mis enemigos que nunca hablo de las películas, sino de otras cosas con la excusa de las películas. Llevan razón, claro, pero por más que me parto la cabeza no consigo entender cómo se puede separar la vida de lo escrito, y por extensión, cómo se pueden ver las películas sin mancharse las manos, o a lo peor, fingiendo que uno habla casi de oídas, desinteresadamente, como si el metraje no fuera con él. Hablar con el aburrimiento de quien no ha amado nunca y, por lo tanto, puede decirlo todo sin sentir pudor. Miro la foto de la Stanwyck, por ejemplo, y me parece mucho más joven de lo que yo lo he sido jamás, quizá porque me pasé la adolescencia y la primera juventud encerrado en la Filmoteca. La Stanwyck nada sabía de 3º de BUP ni de ir contando las monedas para estirar tres sesiones de las de euro en el Doré el sábado por la tarde con una lluvia que te cala los huesos y un acné que parece diseñado por Wes Craven. Dicen mis enemigos –y llevan razón, claro- que con tanta filosofía que estudio acabo por matar al cine y por matar a la vida. Pero –creo que puedo confesarlo-, cuando dejo caer mi pie al otro lado de la sala de cine, cuando tengo que hablar con mi familia, asistir a una boda, ir a comprar al Mercadona o echar gasolina al coche, noto que no entiendo absolutamente nada de lo que me rodea. Ahí está la paradoja que lo define todo: vivo gracias a las películas que muestran acontecimientos en los que sé que nunca podré participar sin sentir ataques de angustia. Grandes bailes, encuentros fortuitos, viajes inesperados, quizá simplemente una espiral en el vaso de un café.
De ahí, quizá, mi pánico a las matemáticas de 3º de BUP. En 3º de BUP –cotejo mis notas-, estaba obsesionado con Orson Welles. Yo, que fui un niño casi sin padre ni madre, siempre buscando padres por todas partes como el protagonista de The Wall (Alan Parker, 1982, el año antes de mi nacimiento), y refugiándome en el cine para ver si enamoraba a la Barbara Stanwyck del 24. La gente que entendía las matemáticas –me preguntaba, quizá me pregunto-, ¿cómo no se volaba la cabeza de un disparo? ¿Qué cojones era integrar, qué cojones era un logaritmo y que tenía que ver con la vida, esto es, con el cine, esto es, con el paréntesis en el que el amor y el gesto se encontraban? ¿Qué era el cine, qué era la escritura sobre cine sino un estatuto mismo de supervivencia urgente, y qué era un cinéfilo sino la persona que afirmaba frente a las demás Yo he sobrevivido?
Vuelvo a la foto de la Stanwyck que nada sabía de 3º de BUP pero que es, en su extraño gesto congelado, un destello de belleza que puede hacer derribarse cualquier idea, cualquier axioma, cualquiera de esas fórmulas que tuve que memorizar para darme el piro. No sé qué es logaritmo, espero no saberlo nunca. Pero sé que si está bien rodado y proyectado en el formato correcto, seré capaz de creer en él.