#67SSIFF: el escenario natural como protagonista
Lo que arde, La cordillera de los sueños, The Giant y Zombi Child Por Yago Paris
«El paisaje es un complejo portador de las posibilidades para una interpretación plástica de las emociones»
En la introducción del libro Landscape and Film 1, Martin Lefebvre reflexiona sobre las posibilidades expresivas del paisaje en el medio cinematográfico. El autor no tarda en dar una de las claves que justifican la existencia del libro: en la primera página ya señala cómo, mientras en medio visuales estáticos —como la pintura o la fotografía— el paisajismo se considera un género en sí, en el cine ha sido relegado, por lo general, a una función secundaria, como mero envase contenedor de acciones, algo que, como acierta en señalar el teórico, se debe a que, en buena medida, el cine ha tendido más a la narración que a la experimentación formal. Esto en ningún caso invalida las posibilidades del escenario como rol clave en el desarrollo de un filme, de ahí que la elaboración del texto analítico pueda entenderse, por un lado, como el estudio de una función que, aunque secundaria, ha existido y sigue existiendo en este medio —que no sea habitual no significa que nunca se haya utilizado el paisaje como motivo expresivo—, y al mismo tiempo como una reivindicación de otras maneras de entender el acto cinematográfico. A Lefebvre le basta una página para dejar claro por qué debemos pensar el paisaje con mayor ahínco.
Para reforzar su visión, el escritor acude a las reflexiones de uno de los pensadores más relevantes en el ámbito cinematográfico, el también cineasta Sergei M. Eisenstein. Aparte de la cita que corona este texto, Lefebvre incluye otras tantas donde destaca la defensa a ultranza que el artista soviético desarrolló en clave teórica con respecto a este asunto. Afirmando contundentemente que el paisaje —que equipara al uso expresivo de la música— presenta la habilidad de expresar cinematográficamente aquello que de otra forma resultaría imposible de alcanzar —es decir, le concede al paisaje la categoría de elemento imprescindible del séptimo arte—, quizás la cita más bella en torno a qué significaba para él dicho elemento es la que sigue: «es el elemento más libre del cine, el menos lastrado por funciones serviles de narración, y el más flexible a la hora de expresar ambientes, estados emocionales y experiencias espirituales». Construyendo a partir de las reflexiones del autor soviético, Lefebvre indaga en la diferencia entre naturaleza o escenario y paisaje, una diferenciación clave para entender qué significa exactamente el paisaje en un medio artístico y por qué resulta imprescindible tenerlo en cuenta como una herramienta fundamental de la puesta en escena. Expresado de manera esquemática, el escenario, o la naturaleza, es aquello que existe de manera independiente a nosotros, mientras que el paisaje es lo que resulta de nuestra interacción con estos. De dicha afirmación se puede extraer que, en realidad, el paisaje como tal no existe en el mundo real, puesto que en realidad es la percepción del individuo acerca del mismo, así como los significados que le confiere. Cuando se traslada esta descripción fenomenológica a lo cinematográfico, la intervención activa que modifica y transforma la realidad —el escenario— en imaginación —el paisaje— es el encuadre. Esta acción humana, cargada de implicaciones emocionales y miradas subjetivas en torno a lo real, se manifiesta en los límites del fotograma, los que deciden qué se incluye y qué se queda fuera del plano. Es así como, en palabras de teórico canadiense, «la naturaleza torna cultura, el terreno torna paisaje».
Si ha habido en toda la programación del 67 festival de San Sebastián una cinta que se adapte a estos postulados sobre el tratamiento expresivo del paisaje, esa es Lo que arde (O que arde, Óliver Laxe, 2019). El filme del director gallego se incluyó en la sección Perlas, que rescata lo mejor que se ha exhibido en otros festivales, como es el caso del nuevo trabajo de Laxe, que llegó a tierras donostiarras tras haberse alzado con el premio del jurado de la sección Un certain regard del pasado festival de Cannes. Si se analiza desde el plano narrativo, la nueva creación del responsable de Mimosas (2016) cuenta la historia de Amador (Amador Arias), que vuelve a casa de su madre en una aldea de Lugo tras haber salido de prisión, donde había entrado acusado de haber provocado un incendio forestal. La vuelta a casa supondrá la confrontación con el trauma de lo ocasionado, con el estigma insuperable de haber destruido el monte, con la incapacidad para una verdadera reinserción social. Todo esto está presente en el metraje de la película, pero analizarla exclusivamente en estos términos sería dejar fuera del discurso el elemento fundamental de la obra, la parte central del relato, la piedra angular sobre la que se sustenta este acto cinematográfico: la descripción del monte gallego como el protagonista de la cinta, en su doble función de espacio donde acoger la trama y al mismo tiempo elemento clave que la define, como también determina la vida de los personajes que lo habitan. Porque de lo que realmente habla Lo que arde es de la idiosincrasia de la Galicia rural, y en ese sentido nada se puede comprender si no se coloca en el foco del análisis el paisaje, entendido como la interacción íntima —y por tanto, imaginaria— entre humano y naturaleza.
Recorrida por un naturalismo despojado de cualquier artificio, el filme explora los diferentes escenarios donde el día a día de esta comunidad tiene lugar, pero el interés no se coloca en qué sucede, sino en qué lo determina. Por tanto, no importa demasiado descubrir si Amador fue el causante del incendio pasado o del que tiene lugar en el final de la obra, o qué es lo que piensan los vecinos de él, o cuál es la verdadera esencia de la relación maternofilial entre el personaje principal y su progenitora. Y esto es así porque lo que le interesa a Laxe es mostrar que todo lo que tiene lugar —las acciones, las dinámicas sociales, las actividades laborales— es fruto de los escenarios donde tienen lugar, un espacio donde el contacto íntimo entre personas y naturaleza pone de relieve la importancia de esta última como paisaje, como exposición emocional y cultural de sus vidas. Pero los espacios naturales, más allá de mostrar aspectos del universo recreado que no podrían ser expresados de otra forma, también funcionan como un ente con personalidad propia. El monte gallego, símbolo cultural de la región, se comporta como un personaje más, indomable, misterioso y, por momentos, místico. Estos momentos de recreación poética alcanzan el cénit en dos escenas, el prólogo y el clímax, de radiante preciosismo visual. Turbadoras, evocadoras, ambas representan la relación tensa, compleja, inexplicable mediante el discurso oral, entre el ser humano y la naturaleza. Una relación principalmente destructiva, no solo por la presencia del fuego sino por la explotación inmisericorde de los recursos naturales, poniendo en riesgo la estabilidad de los ecosistemas —la introducción artificial del eucalipto en los bosques como estrategia comercial se deja notar en la cinta como una manera de exponer el debate irresoluble que se vive en el seno de la sociedad gallega. Es en estas escenas donde la presencia humana se reduce a la de diminutos seres, incapaces de modificar el curso de los acontecimientos, que solo pueden hincar la rodilla ante unos seres ancestrales —el fuego y el monte— a los que, ante la imposibilidad de comprensión, solo queda admirar. Porque a partir de esta complejísima relación que trasciende las leyes de lo terrenal, lo que retrata la obra es, como señala José Francisco Montero en las páginas de esta publicación, «unos árboles y unos hombres apegados a sus raíces, también ahogados por ellas; unos árboles y unos hombres que hacen sufrir porque sufren, al fin consumidos por una tierra en llamas que, también ella, hace sufrir porque sufre».
Lo que arde
El paisaje, como reflejo de lo humano, puede ser un vehículo portador de significado. En el caso de Lo que arde, funciona como vehículo de lo cultural, mientras que en La cordillera de los sueños (La Cordillère des songes, Patricio Guzmán, 2019) actúa como portador de la historia de una nación, en este caso la cordillera de los Andes con respecto al pasado de Chile. El documentalista cierra su trilogía geo-histórica abordando la columna vertebral de su país, uno de los muchos espacios naturales a los que el pueblo chileno ha dado la espalda. Programada dentro de la sección Horizontes Latinos, lo último del autor de la trilogía La batalla de Chile (1975-1979) expone cómo el análisis de las características de la formación montañosa, y la relación (o carencia de la misma) de la sociedad para con esta sirve para explicar buena parte de la idiosincrasia de la nación sudamericana. Mediante un extensivo uso de panorámicas y planos aéreos, Guzmán retrata la cordillera, la convierte en paisaje, y lo hace para exprimir, a través de sus imágenes, los significados que esconden las rocas, unas claves históricas que siempre estuvieron ahí, pero que, como ocurre en Chile con tantos otros aspectos y regiones —como la línea de costa, eje central de El botón de nácar (2015)—, no se extraen pura y simplemente porque no se les presta atención. Un conjunto de preguntas, respuestas, reflexiones, hipótesis y suposiciones que extienden sus ramas hasta el presente, en un acto que sirve, al mismo tiempo, para comprender mejor no solo el pasado de Chile, sino por qué el país funciona como funciona en la actualidad.
En estos dos ejemplos el entorno se convierte en paisaje por su inclusión —de hecho, por su rol protagonista— dentro de los márgenes del fotograma, pero ¿qué sucede con lo que queda fuera de los mismos? ¿existe el paisaje en el fuera de campo? Esta pregunta parece encontrar respuesta en The Giant (David Raboy, 2019). El filme se encuadró dentro de la sección New Directors, donde el director estadounidense pudo presentar su debut en el largometraje, una cinta de terror psicológico en clave abstracta. De radiante simbolismo, preciosista fotografía y lúgubres ambientes, la propuesta es radical en su descripción de la naturaleza, al dejarla en fuera de campo, muchas veces de manera literal y otras tantas en un sentido práctico: apenas iluminada en sus secuencias nocturnas —que conforman el grueso del metraje—, la naturaleza aparece dentro de los márgenes del fotograma, pero en realidad resulta inaccesible, por invisible. La historia narra las últimas semanas de verano de Charlotte (Odessa Young), una joven que trata de disfrutar de lo que le queda de sus vacaciones antes de comenzar la universidad, pero es incapaz de pasar página al suicidio de su madre. Filme más de atmósferas que de sucesos, donde en ningún momento queda claro que lo que se está contando sea real o el fruto del subconsciente perturbado de una joven sumida en la angustia y la depresión, en ella la naturaleza juega un rol fundamental como reflejo de un trauma con el que lidiar, como ese cuarto oscuro donde se encuentran los fantasmas que uno se afana en contener. La ausencia práctica de la naturaleza en el encuadre de The Giant, lejos de eliminarla como elemento expresivo, la dota del significado más poderoso de la cinta. La naturaleza es aquello a lo que no se quiere mirar porque resultaría imposible sostener la mirada, es aquello de lo que se escapa, es el trauma imposible de gestionar, por lo que, desde el punto de vista puramente cinematográfico, aislarla del encuadre no solo la convierte en paisaje simbólico, sino en elemento de formidable poder narrativo, gracias del poder de sugestión de aquello que solo puede ser imaginado, y por tanto temido.
The Giant
El paisaje puede ser el reflejo de la cultura de una región, puede portar la historia de una comunidad, puede explicar el estado actual de la cuestión, y también puede expresar el lado oscuro del alma humana. En este cruce de caminos, donde la historia se hace mito y la cultura se eleva al grado de mística se sitúa Zombi Child (Bertrand Bonello, 2019). La película parte de la cultura haitiana del zombi para desarrollar un diálogo entre realidad y misticismo, pasado y presente, colonia y metrópoli. La narración va dando saltos entre una trama pasada en el país caribeño, donde un hombre vuelve a la vida en forma de zombi para ser explotado como trabajador en el campo, y una trama presente donde se observan las consecuencias del poscolonialismo en un internado elitista parisino. Jugando con las claves del terror, la cinta explora los tiempos muertos de la narración —un sello característico en el cine de Bonello, como ya se apreciaba, por ejemplo, en el fragmento de Nocturama (2016) que tenía lugar en el centro comercial— para exponer cómo la mística de un paisaje mágico, el haitiano, que contiene toda la tradición ritual de su pueblo, se filtra en el París colonizador a través de los personajes pertenecientes a las generaciones nacidas en la metrópoli. El paisaje se muestra como un elemento no solo vivo, sino peligroso, capaz de controlar y poseer a sus víctimas para que obren acorde a sus propósitos. Los espíritus que se manifiestan en el clímax de la cinta pueden entenderse como representaciones corpóreas de la mística de una naturaleza salvaje que, quizás, busca venganza. Puede que la respuesta al misterio no sea el mal por el mal, la posesión por la posesión, sino el sometimiento del individuo al paisaje para funcionar como instrumento con el que el propio paisaje podrá extender su margen de influencia. La subordinación del ser humano a la naturaleza, como ocurría en Lo que arde, es inapelable. Pero incluso aunque esta interpretación pueda ser profundamente cuestionada, lo que parece bastante claro es que las escenas que tienen lugar en Haití, cargadas de escenarios naturales, y donde el ser humano vive en el propio entorno natural, indisociable de su día a día —a diferencia de la vida en las ciudades—, funciona como descripción de una cultura mística, incontrolable y amenazadora.
Múltiples son las lecturas que se pueden extraer del paisaje como herramienta narrativa y/o expresiva, puesta al servicio del acto cinematográfico. Ya sea como expresión de la idiosincrasia gallega en Lo que arde, como expresión de las claves históricas para entender el devenir de Chile en La cordillera de los sueños, como expresión en fuera de campo de aquello con lo que no se quiere lidiar en The Giant, o como manifestación perturbadora de un poder incontrolable en Zombi Child, lo que parece evidente es que, a pesar de que el escenario se suele utilizar de manera mecánica como mero espacio donde describir unas acciones, el análisis estético, narrativo y expresivo del entorno cuando torna en paisaje debe aplicarse en aquellos casos donde, de manera tan evidente, los cineastas han decidido hacer uso del mismo.
Zombi Child
- LEFEBVRE, Martin (2006): Landscape and Film (p. XI-XXXI). New York, London: Routledge, Taylor & Francis Group. ↩
Hola! Está muy bueno tu artículo, me gustó mucho. Disculpa la molestia, pero estoy haciendo una investigación en cuanto al paisaje fílmico y no he podido conseguir el libro Landscape and film. De casualidad tendrás una versión digital?