A Field in England
El planeta enfermo Por Manu Argüelles
De lo que no hay duda es que Turistas (Sightseers, 2012) de Ben Wheatley fue la película revelación de la pasada edición de Sitges. Llegó de tapadillo, como quién no quiere la cosa, perdida en la abultada oferta, pero enseguida encandiló a propios y extraños con su sentido del humor negrísimo como el tizón. Según mi parecer, sin que ninguno de sus films sean desdeñables (no he visto aún Down Terrace, su película debut), todavía no nos ha entregado la gran obra que siempre esperamos que asome en nuestra esquina, aunque es evidente que estamos ante un director al que hay que seguirle la pista. Para que cuando llegue el momento de la consagración a un nivel masivo, podamos decir que nosotros estábamos allí antes, el deporte favorito del crítico. A Field in England es su cuarta película y supone su tercera visita a Sitges, confirmándolo como uno de los directores de la última hornada favoritos de la organización. Si con Turistas se pudo caer en la tentación de emparentarlo con Edgar Wright, A Field in England hará que nos olvidemos de ello. Y otro aspecto muy destacable. En su breve pero meritoria carrera se demuestra inquieto, nada acomodado y dispuesto a asumir grandes riesgos, los que se confirma con su último largometraje, el más árido, críptico y con el que más abiertamente coquetea con el cine experimental en un enfebrecido ejercicio de estilo asfixiante y agotador.
Involuntariamente, con su propuesta un tanto irreverente de cine fantástico, dentro de Sitges forma parte de aquellos films que provocan trincheras a su alrededor y sectorizan al aficionado. Mientras que cumple con el empeño de Ángel Sala de ampliar los márgenes del fantástico que se selecciona, el fandom más apegado al género estandarizado va automáticamente a rechazarlo porque no cumple con el canon de lo que espera verse en Sitges. Pero el festival, a estas alturas, hace tiempo que se mide con los certámenes generalistas más importantes del país (la competencia directa con San Sebastián es evidente para cualquiera) y ha ido arrinconando a sesiones de madrugada con su oleada de maratones ese cine que antes era la Sección Oficial, para que en su lugar entre propuestas como ésta, que dan relumbrón pero que tienen poco de cine lúdico. Lo extremo no está en el contenido sino en la forma.
Wheatley con A Field in England nos plantea un trabajo minimalista donde emborrona el relato, lo hace opaco y, quizás por la cercanía de Jodorowsky, protagonista en esta edición de Sitges con dos largometrajes (el suyo como director, La danza de la realidad, y el documental Jodorowsky’s Dune de Frank Pavich), uno piensa en El topo (1970) y su decidido cariz lisérgico, compartido por ambos. Mientras aquel enrarecía el western, Wheatley deforma el film de ambientación bélica, situado en la guerra civil inglesa del S. XVII, incorporando unas buenas dosis de psicodelia con imágenes estroboscópicas e introduciendo episodios alucinógenos que desarticulan la sencilla historia de cuatro personajes sometidos por un alquimista que los aprisiona bajo sus redes para que busquen un presunto tesoro enterrado en una llanura. Quizás en esta exploración arqueológica de un tiempo histórico enfermo plantee una disertación con signos de alegoría de nuestro tiempo presente en el que hemos sido prisioneros de un sistema financiero que nos ha aplastado bajo sus redes y ha rasgado el tejido social. Cuatro parias sin voluntad, donde uno de ellos, Whithead, el cobarde, acabará emancipándose tras alterar su estado de conciencia, el mismo proceso, en nuestro caso de desafección y descreimiento, como el que ha vivido la población civil frente a la clase política, al levantarse el velo de la bonanza económica. Con el recurso del planeta enfermo que se le presenta a Whitehead como una visión, el director y su guionista certifican que están manejando contenidos simbólicos, de la misma manera que el planeta Melancolía funcionaba en el film homónimo de Lars Von Trier. Por supuesto, el film se orquesta con jirones que rompen la representación, un juego operatorio de la anomalía, vehiculada a través de una forma vehemente y abrasiva que busca el delirio como torrente fílmico.
El director británico no permite que el espectador se acomode y se ubique fácilmente en las entrañas de la narración. Si Kill List planteaba un twist genérico con brusquedad y Turistas retorcía las premisas del lagometraje protagonizado por un/os psycho-killer/s, en A Field in England omite elementos de concreción que nos permita fijarnos en el relato, fuertemente fragmentado por fundidos a negro y puntuaciones que se inscriben como apéndices divisorios; esas imágenes de los personajes como si fuesen un tableuax vivant que cortan la historia en tres actos. Su grafía de la ruptura, su deliberada falta de engarces sintácticos aportan todavía más confusión e incerteza. Los personajes hablan pero nos faltan referentes suficientes para poder descodificar con legibilidad los diálogos. Por ejemplo, la secuencia de la cuerda, en la que los cuatros personajes protagonistas tiran de la soga enroscada en una estaca. Irrumpimos en ella sin que haya explicación previa que nos conduzca a ella. Desconocemos por qué tiran, tampoco sabemos muy bien qué están realizando con esa acción o qué pretenden conseguir. Además introduce a través de la música cierto aliento mágico y misterioso, y la cámara irá perdiendo progresivamente su función de registro de lo que allí sucede para recorrerlos de forma acelerada como si fuese un carrusel, hasta el punto que ella pierde sus contornos y definición y acaba siendo una amalgama de siluetas fundidas que dibujan en la pantalla manchas y sombras extrañas.
Porque Wheatley en A Field in England busca imprimir un espacio histérico y desquiciado que incorpora la vertiente fantástica no como transgresión de lo real sino como factor de desconcierto.
Valga como ilustración la aparición del tirano O’Neil, el brujo que somete a los fugitivos de la contienda, dentro del film. Se nos presenta como de la nada, sin previa justificación. El episodio en el que hechiza a Whitehead, haciéndolo entrar en una tienda de campaña resulta del todo imprevisible como momento donde entra lo irreal entre los pliegues de la película. A partir de aquí sabemos que no jugamos en una partida donde las reglas estén claras. Todo esto que puede provocar una buscada incomodidad, sin embargo, hace que el film busque hermanarse con ese aire de extrañeza y excentricidad que imprimía Herzog en Aguirre, la cólera de dios (Aguirre der Zorn Gottes, 1972), film que parece entrar dentro de su discurso ensayístico como foco referencial. Aquí, en ese punto dislocado y arrebatado y en ese desliegue formalista es donde juega a la ruleta rusa, o mata al espectador o lo hace partícipe. En mi caso se trata de un film que me perturba pero en ese estado es donde también ejerce su fascinación.