A Ghost Story

Vertedero de fantasmas Por Diego Salgado

De entre todas las películas (¡¡y series de televisión!!) que se incluyen estos días en las listas sobre el cine más destacable de 2017, una de las más controvertidas es este cuarto largometraje de ficción escrito y dirigido en solitario por el estadounidense David Lowery, que protagonizan, como el segundo, En un lugar sin ley (Ain’t Them Bodies Saints, 2013), Casey Affleck y Rooney Mara. La crítica de Pablo López publicada en esta misma revista con motivo de la programación de A Ghost Story en el Festival de Sitges estuvo lejos de ser positiva, aunque no llegaba a ser tan cruel como muchas otras surgidas cuando la película se estrenó en nuestro país. Basten como ejemplos la escrita por Tomás Fernández Valentí para Dirigido Por…, en la que define A Ghost Story como “cine viejo disfrazado, y vendido, como cine nuevo”; o la de José Antonio Planes Pedreño en Cine para Leer, titulada de manera elocuente “Casper según Terrence Malick”.

Lo cierto es que uno mismo estuvo a punto de perder la paciencia con la propuesta de Lowery cuando, al morir en un accidente C (Affleck), la reacción más expresiva de su pareja, M (Mara), pasa por devorar una tarta en el domicilio que ambos habían compartido hasta entonces y en el que C permanecerá durante décadas como fantasma afligido; un arrebato emocional que se nos muestra en un único plano fijo alargado hasta los cinco minutos. La escena constituye la típica ocurrencia ingeniosa, adorable, que pierde a ciertas parroquias críticas, y, de hecho, fue una de las más comentadas cuando A Ghost Story debutó en Sundance. El rostro mórbido de Mara, sus lacios modos interpretativos y su gesto metódico al comerse el pastel, su vestimenta y sus pies descalzos y la acogedora decoración que la rodea, son menos elocuentes como factores de una ficción que como proyecciones de un estilo de vida, una impostura sociocultural, que resulta tentador despreciar y que para algunos arruina el conjunto de la película. Más allá en cualquier caso de la constructos sensibles de cada cual, alguna escena posterior es un error sin paliativos, no ya por su torpeza, sino porque delata que Lowery no acaba de confiar en lo peculiar de su propuesta. Véase aquella en la que un tipo explicita en un fastidioso monólogo argumentos esenciales de la película, refrendado desde el más allá por C.

 A Ghost Story Rooney Mara

Y, sin embargo…

Pese a ser un encargo, quizá precisamente por ser un encargo, conviene prestar atención al tercer largo de David Lowery, Peter y el dragón (Pete’s Dragon, 2016), si queremos calar en las virtudes de A Ghost Story, merecedoras al fin y al cabo también a nuestro juicio de que la película forme parte de tantos top ten. Aquella versión Disney en imagen fotorrealista de Pedro y el dragón Elliot (Pete’s Dragon, 1977), clásico animado menor y excéntrico del estudio, relato de cómo un niño huérfano y librado a su suerte en la naturaleza es adoptado por un dragón, desplegaba un talante infantil que no tenía tanto que ver con los motivos del filme, ni siquiera con el abandono de sus formas a una noción afable del fantastique, como con el ánimo lo-fi de Lowery a la hora de hacer uso de las herramientas cinematográficas a su disposición. Peter y el dragón era un remake puesto en escena por un niño grande que hubiese codificado sus vivencias del cinematógrafo y lo Americana a través de sus recuerdos evanescentes del filme original. No parece casualidad que la película comience con su chaval protagonista hojeando un cuento ilustrado, momentos antes de verse arrojado a una realidad cuyos códigos interpretativos aún no había tenido la oportunidad de descifrar.

Tampoco parece fortuito que uno de sus cortos más celebrados, Pioneer (2011), premiado en el festival South by Southwest, verse acerca de un padre que acune a su hijo haciendo del anecdotario en torno a su nacimiento una fábula en la que se confunden lo íntimo, la mitología y lo histórico; ni que protagonicen el primer largo de Lowery, St. Nick (2009), dos hermanos de corta edad que han escapado de su hogar familiar y remedan en inmuebles abandonados la cotidianidad de los adultos con mirada candorosa, delirante; ni que En un lugar sin ley semeje, dicho sea sin intención peyorativa, una función escolar, un ejercicio de manualidades inspirado por los universos de Robert Altman y Terrence Malick… Del mismo modo, M y C son, desde el comienzo de A Ghost Story, espectros, carne frágil como el cristal, juguetes rotos del no-fin depredador de la historia; niños extraviados en las tinieblas de nuestro mundo. Cuando se pierden el uno al otro, se recrudece en M una condición infantil que le lleva a aliviar su ansiedad atiborrándose de dulce en un rincón, aunque una madurez latente —de la que ya había hecho gala cuando C vivía— le incite a sumarse a la corriente de la existencia, una vez aceptada su transitoriedad; C, por el contrario, sigue jugando en el más allá a ser un alma en pena, lo que le embarca en una odisea genealógica y metafísica cuyo destino es la contemplación —la comprensión— de sí mismo desde una perspectiva renovada. Ni más, ni menos.

 A Ghost Story Lowery

Es de alabar el atrevimiento, la falta de sentido del ridículo, con que Lowery y sus actores se entregan a una ficción sobre temas importantes sin dejar de ser fieles en todo momento a una inocencia expositiva y escenográfica que ejemplifica la sábana con agujeros para los ojos con la que se cubre el espectro de C, deudora de imaginarios muy tradicionales y en muchos casos caricaturescos. Un recurso sencillo pero tremendamente expresivo gracias a los oficios de la diseñadora de vestuario Annell Brodeur y los efectos prácticos, que, unido a la paleta fotográfica tenue de Andrew Droz Palermo y la dialéctica entre sonido y silencios, hace que la atmósfera de A Ghost Story sea emparentable a la de fantasmagorías existenciales forjadas a la sombra de la Gran Depresión y los albores del sonoro como La muerte de vacaciones (Death Takes a Holiday, Mitchell Leisen, 1934), Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson, Henry Hathaway, 1935) y El fantasma va al Oeste (The Ghost goes West, René Clair, 1935).

En este aspecto, A Ghost Story tampoco es en el presente una isla; por el contrario, constituye la manifestación quizá más depurada de una tendencia global que han contribuido además a definir en los últimos tiempos Soy la bonita criatura que vive en esta casa (I Am the Pretty Thing That Lives in the House, Oz Perkins, 2016), Le secret de la chambre noire (Kiyoshi Kurosawa, 2016) o Personal Shopper (2016). Cine sobre espectros consciente de que el propio medio y el entorno social en que hizo fortuna han mudado en vertederos de fantasmas, en los que vivos y muertos representan la cara y la cruz de una misma moneda, con la que se trata de comprar memoria y solo se adquiere la constancia del olvido. En palabras de Michael Rowe, “el cine ya es una perpetua casa embrujada, vivimos en las imágenes y las embrujamos… devenimos literalmente en ellas nuestros propios fantasmas”. Es una reflexión que adquiere en A Ghost Story pertinencia absoluta.

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Comentarios sobre este artículo

  1. Fede dice:

    No es película para todos los públicos, ni para todos los momentos..eso es claro.
    Mi pregunta única es: ¿qué emoción queda finalmente?
    En mi opinión, sólo desde el prisma de la emoción generada, es un recurso que lleva bien al terreno de la soledad y la desesperanza…; en eso..me parece un buen trabajo. Es lo que me quedó a mí…; si eso quería el director…bien…
    ¿Refleja la soledad, la impotencia?, ¿la refleja bien; siendo claro el sentimiento?
    En mi opinión sí..Lo que en algunos casos es ausencia o falta ( medios, diálogos,….) aquí lo veo (o quiero verlo) como una propuesta-decisión con buen resultado… Es minimalismo eficaz…; eso es genialidad si hay voluntad detrás.
    La única pega,creo, es que los tiempos no cuentan con un equilibrio que refleje de verdad el paso del tiempo (la duración de cada elemento temporal no ayuda al conjunto).

    Enhorabuena por la página..; hay trabajo detrás, y se nota..

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