A Long and Happy Life
Alguien tiene que recoger las patatas Por Fernando Solla
“Libertad significa responsabilidad. Es por eso que la
mayoría de los hombres le tiene tanto miedo”:
Comunismo, socialismo y capitalismo. Doctrinas que en la actualidad han sido desprovistas de su significado esencial, así como los conceptos de libertad y democracia. Doctrinas y conceptos que únicamente consiguen cierta repercusión en el terreno sentimental y, sobretodo, individual, sin llegar a conseguir nunca un punto de encuentro conciliador de todos los miembros de ese grupo al que seguimos llamando sociedad. De la abolición de la propiedad privada y el establecimiento de una comunidad de bienes a un régimen económico donde predomina el capital como elemento de producción y creador de riqueza con un estado poco o nada intervencionista, pasando por un sistema de organización social y económico basado en la administración colectiva o estatal de los medios de producción para garantizar la desaparición progresiva de las clases sociales… ¿Mentira, sueño o utopía?
Boris Khlebnikov ha llegado a nuestras pantallas con A Long and Happy Life (Dolgaya schastlivaya zhizn), enmarcado en la sección Direccions del D’A 2013, codeándose con algunos de los nombres más destacados del cine independiente contemporáneo. El realizador y guionista ruso nos muestra un pedazo de la vida de Sasha (Aleksandr Yatsenko), una especie de hortelano del siglo XXI al que por vicisitudes de la vida le llega el momento de escoger. Abandonar la actividad agrícola y dejar a sus arrendados en la estacada y sin una actividad que les proporcione unos ingresos, escasos pero regulares, y volver a la ciudad con su amante Anna (Anna Kotova) es la primera opción. Escuchar y apoyar al grupo de campesinos, que abogan por una particular y conveniente reformulación del comunismo y erigirse en su líder y referente, a petición de la masa indefensa y cobarde, pero también egoísta y caprichosa se convertirá en la alternativa.
A modo de fábula, con vocación realista y muy alejada de cualquier tipo de ensimismamiento o embellecimiento, pero sin renunciar a la moraleja final, asistiremos a la trampa en que Sasha se encuentra cazado, la de sus propios ideales, que le enfrentarán a una lucha que no siempre sentirá como propia. Del mismo modo, el espectador también librará una lucha interna: ¿disculpamos las carencias cinematográficas de la película por la vocación social de la misma y por la afinidad ideológica (repetimos, no cinematográfica) con las que podemos sentir cierta afinidad, más o menos teórica? ¿Provoca a estas alturas algún tipo de debate o reflexión novedosa mostrar a los oprimidos como sus propios verdugos, a causa de su incapacidad o ineptitud para dosificar y gestionar su libertad cuando les es servida en bandeja de plata? Sí y no. Por norma, un servidor nunca antepone el contenido al continente, ya que la imagen es, como todos sabemos, un lenguaje en sí mismo, así como el cinematográfico.
En el caso de A Long and Happy Life, el reproche se queda a medio camino, del mismo modo como ocurre con el guión de este largometraje de escasos setenta y siete minutos.
Breve duración y, aun así, larguísima introducción disfrazada de película, ya que cuando por fin parece que Khlebnikov encuentra su voz y consigue dominar los recursos narrativos para encauzarla, aparecen los títulos de crédito finales. Una cosa es hacer reflexionar al espectador a través de lo visto en pantalla y otra es que los que acudimos a un sala de cine debamos crear en nuestra mente un nudo y, lo más importante, el desenlace de la historia. Y no vale despistarnos con el oportunismo que supone pensar que el argumento es tan actual que se está desarrollando en nuestra realidad más inmediata, cuyo desenlace depende de nosotros mismos. Sería una buena opción o planteamiento si ese símil lo viéramos en pantalla, pero lamentablemente no es así.
Que “el hombre es un lobo para el hombre” ya nos lo dijo Plauto hace más de dos milenios. Quizá nadie como Bertolt Brecht, uno de los mayores militantes políticos y fabuladores (moralejas incluidas) que ha aportado la literatura universal supo traducir esa premisa y convertirla en un reflejo del comportamiento social de las masas, a través de la Madre Coraje y sus hijos (Mutter Courage uns Ihre Kinder, 1939) con esa mujer que intentará no tomar partido durante la Guerra de los Treinta Años y que a consecuencia de ello (no olvidemos que hablamos de fábulas) pagará con la pérdida de cada uno de sus hijos. Quizá algo más revolucionaria, Brecht consiguió con La buena persona de Sezuan (Der gute Mensch von Sezuan, 1943) explicar que la obligación moral que tenemos cualquiera de nosotros de ser buenos con nuestros semejantes no debe primar sobre la bondad o necesidad de serlo antes hacia nosotros mismos. Boris Khlebnikov se sirve no de los argumentos pero si de la épica de Brecht, y usa su efecto de distanciamiento del modo erróneo. Mientras el alemán conseguía evitar la catarsis efímera e instantánea, inherente al dramatismo de sus argumentos, para favorecer que el público entendiera el proceder de los personajes y sus consecuencias, Khlebnikov consigue que nos creamos a su personaje como un símbolo de la alianza entre la lucha obrera y el comercio, cuyo nexo será la codicia de ambos bandos con la consecuente pérdida para todos, pero no la indignación o implicación de los espectadores hacia las actitudes mostradas en la gran pantalla, algo básico para que el efecto de la película se materialice.
Tampoco me parece justo centrar el visionado de A Long and Happy Life en una comparación constante con grandes autores universales de distintas disciplinas, pero no me ha parecido encontrar en el realizador ruso una voz lo suficientemente clara, por un lado, ni potente o que aporte nada novedoso al panorama cinematográfico actual, más allá de la voluntad (no siempre consecución) de remover conciencias y hacernos tocar con los pies en el suelo. Finalmente, y aunque no nos emocione el Khlebnikov guionista, destacamos el uso del personaje de Anna como presa que atrapa al protagonista, materializando lo atractivo de aquello prohibido en la belleza de la mujer, así como esa disyuntiva fronteriza que separa al héroe autoproclamado del corrupto o criminal y la inutilidad de un sistema que, amparándose en la ley de turno, defiende al opresor y condena al oprimido. En su faceta de realizador, Khlebnikov consigue superar en algunos momentos la funcionalidad del proyecto, especialmente cuando se trata de plasmar en imágenes el imposible consenso entre uso y explotación de los bienes materiales y la maquinaria en detrimento de la mano de obra humana, así como eso planos, algo reiterativos pero que cumplen su función, del fluir del río y esa especie de aldea rodeada por la dureza de las rocas, terreno agreste del que, curiosamente, obtenemos el sustento alimenticio necesario para seguir viviendo. En definitiva, una película que no molestará al espectador pero que, exhibiéndose en un festival como es el caso, sirve más de descanso entre largometraje y largometraje que como obra referencial o de peso para los asiduos.