A Master Builder
Play Ibsen (o parcelando nuestro propio jardín) Por Fernando Solla
You see these babies? (holding a bottle of pills)
These are my best fuckin’ friends and they never let me down
You try to take them away from me, I’ll eat ya alive!
El Atlántida Film Fest 2015 incluye en la sección Atlas uno de los últimos trabajos de un realizador imposible de circunscribir en un único género o formato cinematográfico. Jonathan Demme se convierte en A Master Builder en recipiente transmisor de la visión que el autor y protagonista Wallace Shawn plantea sobre la obra de Henrik Ibsen cimentando su trabajo en dos pilares fundamentales: la dirección de actores y la contraposición entre delirio y serenidad, entre ímpetu vital y vigoroso y senectud frágil y enfermiza, física, psíquica y deontológicamente hablando.
Wallace Shawn es otra figura veterana e inclasificable, tanto en el terreno de la interpretación (cine, televisión y teatro) que, en cambio, muestra una tendencia clara como autor de teatro: retratar conflictos emocionales (y sexuales) a partir de personajes que deconstruyen su vida interior enfrentándose de forma abiertamente animal y el careo de sus protagonistas consigo mismos ante las injusticias del mundo en que viven y su parte de responsabilidad en ellas. Dos ejemplos significativos serían Marie and Bruce (1978) y The Fever (1990), ambas adaptadas en homónimos largometrajes por Tom Cairns y Carlo Gabriel Nero, respectivamente, en 2004.
En su adaptación del original noruego, Shawn muestra un amplio conocimiento tanto del medio teatral como cinematográfico. Lo verdaderamente apasionante es como ha integrado su experiencia con una excelsa capacidad analítica y transversal que acoge en la historia de este maestro constructor a personajes y referencias de otros muchos títulos de Ibsen. Esta convivencia es sin duda, referencia elidida al suizo Friedrich Dürrenmatt, quien ya en 1968 versionó La danza de la muerte de August Strindberg a partir de varios personajes presentes en la obra del coetáneo del noruego. Así pues, con Ibsen como referente indiscutible y referencias incontables, el personaje principal Halvard Solness (interpretado por el propio Shawn) se planteará, así los espectadores, la siguiente pregunta: ¿qué gano yo, si obtengo lo que busco? Pesimismo y humor negro a partes iguales.
No es ninguna novedad que muchos autores crean su propio universo a través de sus historias y que la última parece incluir a la anterior o desarrollarla hacia otra dirección posible. El Shawn guionista lo ha entendido a la perfección interiorizando la cronología de los personajes de Ibsen y aplicando el método de Dürrenmatt. En inglés, como en francés, interpretar es un verbo homógrafo a jugar. Y ahí radica la clave de A Master Builder. En el juego de dibujar a un personaje que resulta prácticamente un asesino de los sueños y las esperanzas de todos aquellos que le rodean. Tradicionalmente se suele representar a Solness como una eminencia de la arquitectura, imponente. Shawn, en cambio, lo retrata como un ser megalómano sin un atisbo de majestuosidad. Su mirada brillante y tajante a la vez, parece situarse por encima de todo y de todos, sin llegar a ser nunca superficial, sino que muestra su paranoica obsesión por el control que ejerce con total poder e impunidad. Hay destellos suficientes de conciencia en el trabajo facial de Shawn, sobretodo en las réplicas hacia el personaje de Hilde (Lisa Joyce), que demuestran que es consciente plenamente de lo que hace e, incluso, para admitir su culpabilidad.
El juego se torna todavía más cruento cuando la lujuria y la más que posible pedofilia de juventud los interiorizamos como un pecado menor de un hombre en cuya alma radica un dictador de los sentimientos impulsado por un ansia incontrolable de poder psíquico sobre sus semejantes. Tumbar al protagonista en el lecho de muerte desde un principio, algo que no estaba en el original, no hace más que crear una opresiva sensación de urgencia, ya que si bien Solness es consciente de que se le presenta la última oportunidad para hacer lo correcto, nos situamos en la línea de salida de una carrera contra el tiempo que no sabemos si tendrá final ni a qué meta llegará.
Precisamente en la relación que tiene Solness con los personajes femeninos es donde el guión de Shawn, impulsado por una dirección de actores que parece hacer del seguimiento riguroso de cada acotación el puntal estructural para la construcción de los personajes, permite que reconozcamos el universo ibseniano más allá de la obra que nos ocupa. Así pues, la historia se centrará en la visita no anunciada de la misteriosa joven interpretada por Joyce (que con esa recurrente carcajada nerviosa consigue una interpretación hipnótica) que no sabremos si será la personificación del ángel de la muerte, que regresará para refrescar la memoria de lo acontecido entre ellos una década atrás cuando la chica contaba con sólo doce años de edad. Hilde romperá con la dinámica imperante en la mansión, mausoleo sórdido donde todo el mundo parece pasear de puntillas alrededor del maestro.
Por otro lado, la presencia de su esposa Aline (estremecedora Julie Hagerty) resultará espectral, entre devorada por los celos y la amargura y prisionera de su propia justicia moral, en lo que parece un luto perpetuo por la muerte de sus dos hijos prácticamente al nacer. Sin querer dar más detalles de la trama, es aquí, en la conexión entre los universos de las dos mujeres y sus motivaciones donde nos reencontraremos con el universo del original noruego. Nos situaremos ante la incertidumbre de Nora en Casa de muñecas (1879) ante si debe pegar o no el portazo liberador; el poético conocimiento del mundo de Peer Gynt (el poema de 1867 y la versión teatral de 1876); la construcción de Las columnas de la sociedad (1877) el determinante incendio de Espectros (1881); la responsabilidad sobre la ética profesional y su poso en la vida de los seres individuales de Un enemigo del pueblo (1882) y la sumisión femenina (o su renuncia) a los constructos sociales imperantes de La dama del mar (1888) o Hedda Gabbler (1890). Todo integrado en la historia de este maestro constructor que, cronológicamente, fue la última que se publicó, en 1892. Un juego, como decíamos, que a pesar de dejarnos anímicamente exhaustos, resulta un verdadero trabajo de orfebrería que no busca tanto el elitismo cultural de saberse conocedor del trabajo de un autor en profundidad, sino que nos demuestra por qué ese autor, más que considerarse un clásico, es un referente capital cuando se trata de plasmar la incertidumbre vital de un personaje, dentro del contexto de un drama realista, con fuerte carga simbólica.
Finalmente, la fotografía de Declan Quinn facilita el salto al terreno cinematográfico con esos planos cerrados de los rostros de los protagonistas, aprisionándolos todavía más dentro de sí mismos que en los edificios que ha construido el maestro. El montaje de Tim Squyres, por su parte, se alía con Demme en su voluntad constante de difuminar las fronteras entre las escenas y actos o secuencias, llevándolo todo al terreno de la ensoñación provocada por la medicación a la que se somete el protagonista. El giro dramático final, en el que Solness se reconoce como menos sobrehumano de lo que pensaba, es de una mezquindad pocas veces vistas en un largometraje. Un juego cinematográfico que, sin olvidar sus raíces teatrales, resulta afectado, en el sentido en que no se le va la trampa del artificio por ningún lado.