A sangre fría: visiones de una misma redacción

Plegarias atendidas Por Marco Antonio Núñez

FUERA DEL CORDÓN POLICIAL (INTROITO).

                                          «Precisamente por dejar de vivir salta a la fama el nombre de los Clutter»

1. Todo empezó con un crimen.

La historia mítica de la humanidad empezó con un crimen. Crimen primigenio y fundador fue el asesinato del Padre. Su consecuencia fue el nacimiento de una prohibición, y se prohibe aquello que se desea, y de un reglamento social. Sin embargo los crímenes no se detienen. No otra cosa es la Historia, sino una relación monótona de crímenes. El crimen nos recuerda cuál es la verdadera naturaleza del hombre, lo precario del orden, lo preciosa que es la vida.

2. A sangre fría (In Cold Blood, 1965) de Truman Capote posiblemente sea la única novela provista de su propio Making-Of.

Lo sabemos casi todo de las circunstancias de sus orígenes y gestación. Los hechos que se narran en sus páginas forman parte de un sumario judicial y de la memoria herida de una comunidad.

Todo empezó con un crimen.

Si la historia de la redacción de A sangre fría concita tanto interés, más allá de las virtudes que atesora la novela, más allá de la fascinación que ejerce su autor, incluso del escalofrío que comunica su memento mori, es por ofrecer un ejemplo precioso del poder del arte para introducir el sentido en la burda trama de los hechos, al tiempo que ofrece un doloroso testimonio del alto precio que pagó Capote por su itinerario creativo.

Dos filmes recientes estrenados en años consecutivos, Truman Capote (Capote, Bennett Miller, 2005) e Historia de un crimen (Infamous, Douglas McGrath, 2006), basados en sendas adaptaciones, pusieron al día las vicisitudes de la composición de una novela que tuvo la osadía de interpretar la partitura que le dispensó la realidad. Dos filmes excelentes, que elaboran discursos diversos trabajando sobre los mismos datos. Dos Capotes antagónicos. Dos Perry filtrados por la mirada divergente de su creador. Y un sinfín de cuestiones sin resolver que se alimentan nuestra fascinación por A sangre fría.

Escena del crimen#1: Truman Capote (Capote, 2005; Bennett Miller)

El cartel promocional del film de Miller muestra a Philip Seymour Hoffman de riguroso negro recortado sobre el fondo de un paisaje rural en el que reconocemos una granja. La granja de los Clutters.

Truman mira altivo al espectador, con una mirada que es apelativa y afirmativa a un tiempo, su presencia ostentosa no solicita autorización. La apostura del escritor, casi una pose ente los flashes, es la propia del que se sabe importante. El modo de sujetarse con una mano la muñeca de la otra evoca el modo en que se le cruzan a un muerto, aunque a la altura de la cintura. La figura se nos antoja intrusa y desubicada entre los trigales de Kansas, fuera de su hábitat, ligeramente monstruosa y siniestramente fúnebre ante la escena del crimen.

En efecto, Truman supone una segunda perturbación para las gentes de Holcomb, es el ave de rapiña que acude al llamado del hedor. Truman se encontrará ante un mundo que le es extraño. No es tanto el hecho en sí del crimen cómo la reacción al mismo lo que acrecienta su interés en lo que iba a ser una mera crónica. El estupor, la sorpresa que percibe en los lugareños ante los asesinatos es lo que despierta su olfato de narrador y le hace ver las múltiples posibilidades de la futura historia. Hasta ahora en Holcomb el crimen era ese pariente lejano de la gran ciudad que nunca venía de visita.

Todo cambió un 15 de noviembre.

Miller se encuentra muy lejos de urdir una hagiografía, siquiera de adoptar una actitud condescendiente hacia Capote. Es implacable en el dibujo de una personalidad en la que el mismo creador dotado de una sensibilidad peculiar para conmover, se muestra impasible ante la experiencia del dolor ajeno. Truman es un ególatra ensimismado en su grandeza para el que el otro es siempre un medio, bien para el placer, bien para explotar su dolor, y siempre para halagar una vanidad insaciable. La visita a la funeraria de la que resulta la siniestra revelación de las cabezas envueltas en algodones, trasladan el deseo de documentar hasta el más mínimo detalle su historia, pero también pone de manifiesto una notable falta de escrúpulo. Más tarde, en una lectura pública, evocará con regocijo morboso ese momento, saboreando con delectación el efecto exacto que cada una de sus palabras de prestidigitador tienen en la audiencia.

En su relación con Perry (Cliffton Collins, Jr.) no son ajenos ciertos sentimientos de simpatía y culpabilidad. Ambos comparten una infancia marcada por el desafecto y el abandono. Truman alcanza a ver en Perry la suerte que pudo haber corrido él mismo. Pero es un mero instrumento para su gloria, el lodo con el que moldeará una obra de arte. El quid pro quo que entabla con el recluso tiene un fin, ganar la confianza y vencer su resistencia a hablar de los crímenes. A éste no se le escapa que si Truman les ha conseguido un nuevo abogado y pasa horas y horas en su celda no es únicamente por devoción, aunque la simpatía sea mutua, es una relación de estricta conveniencia, un pacto tácito con el que Perry trata de ganar tiempo y Truman, gloria.

Las semejanzas entre ambos hombres exceden lo biográfico. Bajo el aspecto de niño abandonado en la cuneta que debe mucho al físico del actor que lo encarna, se embosca un frío depredador que no pestañea cuando su cuchillo abre la garganta de Clutter ni vacila un ápice en liquidar al resto de los miembros de la familia. Poco antes de la ejecución se vanagloria de haber evitado que la joven Clutter fuera violada. Redime su crimen reinventándose como salvador, alterando debidamente los hechos relativiza su culpa. Ante la visión del deseo de su compañero, deseo del que él no participa dada su orientación sexual, opta por la destrucción de ese objeto para un placer que no puede compartir y que además le ofende, porque manifiesta lo que él no quiere que Dick sepa.

El detonante de los asesinatos será un gesto afirmativo de esa virilidad cuestionada. La virilidad como constructo simbólico se manifiesta en determinadas actitudes de las que los “hombres” asumen desde su infancia. La muerte de los Clutters es un pago también simbólico a la comunidad patriarcal por uno de sus hijos esquinados, racial, sexual y socialmente.

El asesinato es la palabra que toma el silenciado, el vilipendiado, el marginado que vocea su dolor generando más dolor.

El libro homónimo de Gerald Clarke, adaptado por Dan Futterman, se construye a partir de la mirada de Truman pero evitando toda posibilidad de simpatizar con él, algo a lo que ayuda la esforzada caracterización de Seymour Hoffman.

La primera secuencia del film será el descubrimiento de los cadáveres por parte de una vecina de los Clutters. El crimen es el pórtico de esta obra y principio causal del drama que narra. Miller no quiere que olvidemos nunca que Capote mercadea con el dolor y la muerte para acabar siendo una víctima inesperada de su vástago. La experiencia de tener intimidad con la muerte acaba por quitarle la palabra. La muerte es muda y es ágrafa, no consiente réplicas.

Hay más de una forma de entregar la vida a un asesino, rezaba el eslogan promocional de Zodiac (David Fincher, 2007). 

Sobrio en lo formal, los decorados trasladan la austeridad luterana de Holcomb que junto a una iluminación basada en el contraste lumínico, progresivamente lóbrega a medida que las celdas de Dick y Perry se convierten en el centro de operaciones de Truman, siembra en la audiencia un malestar creciente, un desasosiego que incomoda la visión del film y traduce la angustia tanto del escritor por no alcanzar el punto y final, como de los condenados, por la cercanía del patíbulo.

Truman Capote echa el telón inmediatamente después del ahorcamiento de Perry. Truman, de vuelta de su particular odisea, lamenta la experiencia terrible que ésta ha supuesto y lejos de aparecer triunfante por haber alcanzado el final de la que bien sabe es ya su gran novela, vemos a un hombre roto, vacío, triste.

Miller funde a negro y un rótulo nos informa de que desde entonces Truman Capote jamás terminó ninguna otra obra; deviene en  “ágrafo trágico” recogiendo la afortunada expresión de Vila-Matas.

Escena del crimen#2: Historia de un crimen (Infamous, 2006; Douglas McGrath)

1. Ahora no se titula el film con el nombre propio del narrador. Ahora se titula con un adjetivo, “infamous”, tan ambiguo como lo era el título de la novela de Capote.

¿El calificador infamous se aplica a los crímenes o a la persona de Truman? ¿A ambos tal vez?

Un adjetivo no significa substancia sino cualidad, lo que nos señala que estamos ante un planteamiento radicalmente empirista y por tanto, escéptico, al que conviene, para empezar, la variedad tonal del film que transita de la comedia al drama con pasmosa fluidez y que, en última instancia, evita a McGrath dictar sentencia con la severidad con que lo hacía su colega.

La obra de Plimpton que adapta el propio McGrath, está revestida de un carácter evocador, asume ser una libre variación sobre temas y personas lo que conlleva una renuncia a documentar los hechos más allá de los testimonios y opiniones de gente cercana a los mismo, permitiendo que se abran fallas de sentido, surjan contradicciones entre la palabra testimonial y la imagen como simulacro de la realidad, nunca ambigua en lo que muestra, pero siempre reflejo infiel de lo mostrado, y que lejos de redundar en menoscabo de su verosimilitud permiten al espectador completar esas ausencias y le citan con la reflexión .

Frente al film de Miller, unívoco y dogmático en su recreación de los hechos, solemne y aspirante a dispensar un sentido cerrado, McGrath nos ofrece la dispersión del mismo a que está condenada toda forma de escritura.

El cartel de la versión española del film, no muestra la figura solitaria del escritor en el escenario del crimen, ahora un collage de rostros más o menos festivos de diversas mujeres, caen en cascada hacia la figura menuda de smoking y pose frívola, que esboza una media sonrisa irónica, gafas en una mano sujetadas con desenfado por la patilla y copa de champán en la otra.

Las gafas de pasta se ofrecen como significante consabido de la actividad intelectual, y la copa cónica, metonimia de las fiestas de Park Avenue a las que era tan asiduo. Con ambos objetos se expresa la dualidad propia de su carácter.

La excepción a esa imagen glamurosa la constituyen las otras dos figuras masculinas, ambas serias, ofreciendo sendos perfiles. El policía y el asesino. Dewey (Jeff Daniels) y Perry (Daniel Craig), éste en el inferior del cuadro, con la mirada baja, la frente contra las manos entrelazadas y fumando en actitud meditativa u oratoria.

La silueta de los rascacielos de Manhattan constituye el paisaje de fondo y localiza a los personajes. Truman ahora aparece en su en su elemento.

McGrath, guionista junto a Woody Allen de Balas sobre Broadway (Bullets over Broadway, 1993), conserva en su adaptación del original de George Plimpton, un procedimiento caro al maestro, la entrevista, para dar cuenta del personaje principal a partir de testimonios que a la manera de las piezas de un puzzle van conformando su imagen. Amigos de Truman, en respuesta a las preguntas de un entrevistador que usurpa el lugar del espectador, ofrecen aspectos de su personalidad y de su relación con los acontecimientos que narra la novela, así como la gestación de la misma.

Sin embargo hay una diferencia fundamental con su ilustre colaborador, Allen aplica procedimientos del documental a la ficción.  McGrath se sirve de un recurso del documental a una historia verídica para, contrariamente a lo esperable, distanciarse de los hechos, dejando claro que el testigo percibe e interpreta siempre desde una perspectiva singular, tamizada por emociones, celos, rivalidad, envidia o afecto.

2. Ya desde la primera secuencia son notables las diferencias con el film de Miller.

McGrath abre con insertos de diversas copas que son rellenadas con espumosos y cócteles varios en un brillante y animado Night Club al que llega una pareja cuyos miembros no nos son presentados inmediatamente. De forma oportuna, en ese momento da comienzo la actuación, Kitty Dean (Gwyneth Paltrow) interpreta «What is this thing called love?».

Hermosa y alegre sobre el escenario, contagiando felicidad a la parroquia, nada hace pensar que un ser semejante, esa fantasía animada que concita el deseo de los hombres y la admiración de las mujeres, pueda encontrarse rosigado por la amargura. Pero mediada la canción, su rostro se ensombrece, las palabras tardan en llegar, se le atragantan de lágrimas en la cercanía de esos versos que hablan de lo que quisiera callar: «me diste días de sol/me diste noches de alegría/convertiste mi vida en un sueño encantado/hasta que otra persona se acercó». Cierra los ojos, cesa la música, la concurrencia se mantiene expectante, el tiempo parece haberse detenido al ritmo decreciente de ese corazón estragado. Entonces, de súbito, el silencio es roto por una voz que brota del dolor: «sentí un frío de invierno/y ahora paso día y noche preguntándome/por qué sigo amándote». 

Un primer plano de Toby Jones emocionado nos acerca al escritor, buen conocedor de las lábiles fronteras que separan el arte de la vida.

En aquel templo del mal gusto donde brillan las joyas de las esposas de los banqueros (o de sus fulanas), entre las palmeras de pega y el tapizado de cebra de los reservados, se ha colado, mira por dónde, el arte. La mera intérprete de una letra convencional que se repite con rutina cada noche ha creado a partir de ese material fungible algo duradero que ninguno de los asistentes a esa epifanía olvidará con facilidad, un instante de emoción de muchos quilates urdido a partir de los penachos desprendidos de su alma.

El film retomará esta idea en la última intervención de Nelle (Sandra Bullock) quien repetirá una palabras de Frank Sinatra acerca de Judy Garland, “cada vez que canta, muere un poco”.

Esta apertura, qué duda cabe que una de las más hermosas de la última década, si bien no tiene relación directa con el resto de la trama, plantea su tema principal, la imposibilidad de separar vida de arte y el alto costo que el cultivo de éste impone.

3. Pese al lamentable título español, los crímenes de los Clutters tienen una menor presencia que en el film de Miller, no así en cambio la ejecución de Dick y Perry. McGrath recrea minuciosamente los interminables diecinueve minutos en los que el corazón de Dick continuó resistiéndose a la muerte en abierta descortesía hacia funcionarios y prensa.

Matar en cumplimiento de la justicia debería ser algo aséptico, indoloro para el espectador, un hermoso acto de contrición con el que el orden universal quebrado tras la irrupción del crimen se restablece. Pero no es así.

Capote aguardará las palabras de perdón de Perry pero éstas nunca llegan a despecho de lo que el escritor le relata más tarde a una amiga. En relleno del doloroso silencio de Perry, McGrath monta un flash-back en el que el condenado graba una canción para su amigo Truman. La canción habla de la amistad y de la búsqueda de El Dorado, de segundas oportunidades y un mundo mejor.

Como todas las canciones, una sarta de mentiras.

Truman quiere redimir a Perry, y cree que una palabra basta. Perdón. Pero Perry no es el hombre que ha creado el deseo del escritor, no es esa criatura sensible que nunca fue debidamente presentada al mundo.

Hay algo entrañable en la relación entre ambos. El gigante encarnado por Daniel Craig y la menuda figura de Toby Jones fraguan una amistad que va más allá de lo fraternal. Sabemos que Perry no es más que la ficción de la se enamora Truman, pero McGrath se contagia igualmente de la mirada conmiserativa de su personaje y nos la traslada.

Frente a la falta de emotividad de que hace gala el Capote de Miller, McGrath nos presenta a un hombre casi hiperestésico al que conmueve tanto los desvelos de Dewey los meses previos a la captura de los fugitivos como las recreaciones imaginarias de la infancia de Perry. En varios momentos se nos ofrecen ejemplos de cómo una primera reacción egoísta de Truman es de inmediato  corregida en un gesto de comprensión y acercamiento al otro. De su capacidad de empatía, seriamente cuestionada por Miller, McGrath dispone varios ejemplos. Sírvanos la noticia del título de la novela en ambos film para ilustrar lo distintos que son sendos Capotes.

En Truman Capote Perry reacciona con moderada indignación ante la traición del escritor. Éste, viendo que peligra su relación antes de que Perry le haya referido los pormenores de los crímenes, culpa a la editorial del título y le reitera que aún no se ha decantado por ninguno, dejando claro que el efectista “a sangre fría” no le satisface.

Sale a escena el sofista taimado, hábil prestidigitador, diestro en la manipulación verbal y curtido en el embuste.

Sin embargo en Historia de un crimen la reacción de Perry se manifiesta físicamente. Truman tiene el poder de la palabra pero Perry no es totalmente inerme y así se lo hace ver con un falso intento de violación a través del que pretende hacer ver a su amigo cómo le hizo sentir saberse traicionado. Truman muerde la impotencia y la humillación durante un instante, el suficiente. Cuando pueda hablar, un Truman emocionado a partes iguales por el trance vivido como por el dolor causado, ofrece sus razones para el título. «A sangre fría» es el modo en que ellos serán asesinados por un sistema judicial que confunde venganza con justicia.

Aborrece el delito y apiádate del delincuente parece querer decirnos Capote en su novela. McGrath suscribe esta idea en su película dejando claro que un asesinato no borra la mancha de otro.

4. A diferencia de la sobria conclusión del film de Miller, McGrath nos sitúa de nuevo en el cuarto del escritor, devuelta a su mundo y sus faenas, con la mirada puesta en otros proyectos, sin huellas visibles del pasado. Aparentemente indemne. Trabaja tumbado, su postura favorita para escribir. Coge el teléfono y mantiene una conversación con una amiga. Quiere que vayan a celebrar el comienzo de su nueva obra. Mientras le escuchamos hablar con entusiasmo de lo productiva que ha sido la mañana, la cámara se acerca a la libreta que ha dejado Truman sobre la cama. Sólo un título: “Plegarias atendidas”. Y la interminable sucesión de renglones vacíos.

A sangre fría

VISTO PARA SENTENCIA (Epílogo)

Su autor-narrador vivió con algunos de los personajes el latido de ser hombre y ser mortal, y la evidente dificultad de aplicar juicios morales taxativos ante la complejidad de la conducta humana  apenas rascamos la superficie de unas motivaciones radicadas en avatares biográficos que no justifican pero ayudan a entender; así como a la conveniencia de los elementos punitivos de los que se sirve el Estado para mantener cierto orden imprescindible para la convivencia pero que olvida demasiado alegremente las desigualdades sobre las que se asienta. La actitud piadosa de Capote en su novela se halla más próxima a McGrath que a la severidad de Miller.

McGrath se acerca a los hombres, a sus sueños y las mentiras que deben urdir para mantenerlos cerca. Miller escruta al artista y al asesino, contempla sus actos, y entiende que no se justifican por su debilidad, el abandono, el desafecto.

En fin, podemos juzgar a Truman o podemos apiadarnos de sus pecados. Podemos odiar a Perry o podemos odiar su crimen. Pero nunca podremos dejar de admirar A sangre fría.

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