A Stormy Night
La tormenta de la incertidumbre Por Jorge Valle
A Stormy Night comienza mostrándonos a un hombre perdido y solitario en el aeropuerto de Nueva York. Está sudado y cansado. Lleva horas esperando, adormecido incómodamente sobre su propia mochila. Una fuerte tormenta que se avecina sobre la ciudad ha obligado a cancelar su vuelo de regreso a España, por lo que se refugia en su teléfono móvil en busca de una voz amiga que le ofrezca ayuda. La cámara se coloca entonces detrás de él para enfrentarle a las pantallas del aeropuerto, saturadas de datos e información.
Un fundido a negro nos traslada ahora al interior de una casa. Otro hombre de espaldas teletrabaja frente a la pantalla del ordenador.
Suena su teléfono móvil. Su amiga Clara le pide que acoja en su casa y por una noche a un amigo español que se ha quedado tirado en el aeropuerto. Así, desde el inicio, y de manera breve y concisa, David Moragas presenta a sus protagonistas en claro rumbo de colisión, como si estuviesen condenados a cruzarse por un fenómeno meteorológico que arreciará tanto o más en el interior de la casa que en el exterior. La tormenta como desencadenante del encuentro, pero también como expresión metafórica del mismo.
Estos dos hombres que nos presenta el director catalán son homosexuales. Y van a dormir una noche en la misma casa. La película parece encaminarse entonces al terreno de la comedia romántica —el propio director ha afirmado que su película nace como una declaración de amor al género—, al estilo de los breves pero intensos encuentros de Weekend (Andrew Haigh, 2011) o Fin de siglo (Lucio Castro, 2019), por citar algunos de los mejores ejemplos del cine gay contemporáneo, y de cuya estética y tono A Stormy Night es indudablemente deudora. Pero ese romance anunciado por las circunstancias y que el espectador espera que ocurra en pantalla —porque cómo no va a ocurrir, se preguntará también Clara—no termina nunca de concretarse. Moragas rompe —y es muy de agradecer— con el fastidioso tópico según el cual dos jóvenes gays terminan enrollándose irremediablemente aun cuando no tienen nada más en común que su orientación sexual. Y aunque no se esconda en ningún momento la atracción —evidente, sobre todo por parte de Alan— que sienten el uno por el otro, al director le interesa más explotar las diferencias existentes entre ambos para ofrecer un amplio retrato de los problemas que acosan a la juventud contemporánea.
Así, las nuevas maneras de entender el sexo y la homosexualidad, tratadas con una naturalidad creíble y a través de diálogos sinceros y que nunca suenan a impostado, constituyen uno de los ejes sobre los que gira A Stormy Night. La (casi) siempre problemática salida del armario, la mercantilización de los cuerpos en las redes de ligar para hombres o la necesidad de ser validado a través del sexo están presentes en la película a partir de las visiones del mundo contrapuestas de los protagonistas. Ambos comparten, eso sí, la experiencia de vivir fuera de lo normativo y la lucha constante que ello implica. Alan, que trabaja en el desarrollo de una app que pretende facilitar que los gays puedan ser la norma en determinados espacios, corre el riesgo de acabar encerrado en una normalidad que no es la estandarizada. Marcos cree, por el contrario, que la norma debe cuestionarse y hacerse inclusiva para todos si se quiere avanzar hacia una igualdad real y efectiva.
Sus posturas acerca de las relaciones tampoco coinciden. Marcos, más frío e independiente, no cree en la monogamia —tampoco en la infidelidad, por tanto— y siente absoluto pavor al compromiso. Para él la vida es como un viaje en barco que no se detiene nunca —sólo con nuestra muerte— y en el que nos pueden acompañar puntualmente algunos seres queridos que, no obstante, terminarán por caer al océano, por hacernos daño, por abandonarnos. La aparición entre la población de nuevas formas de relacionarse afectiva y sexualmente ha llevado al sociólogo Zygmunt Bauman a acuñar la expresión de «amor líquido» para referirse al debilitamiento de los vínculos fuertes y duraderos, que se consideran pasados de moda y que no encajan con el modelo de individuo hecho a sí mismo que propugna el neoliberalismo. La idea de relación implica para Marcos unas ataduras que en nombre de la libertad y el beneficio personales se consideran perjudiciales para el individuo en el mundo de hoy. En la era de la mercantilización de las relaciones, comprometerse con una persona no sale rentable. Alan sí es consciente de los «sacrificios» que implica todo compromiso, pero está dispuesto a asumirlos, aunque su discurso acerca de lo que para él es el amor responde a una visión idealizada y romantizada que él mismo reconocerá como tal al final de la cinta. Unos días se está seguro de amar a la persona con la que quieres pasar el resto de tu vida. Otros días, se duda. Y mientras la vida sigue su curso inapelable. «Nos hacemos mayores» es lo último que oiremos en A Stormy Night.
Aunque la discusión en torno a estos temas centre buena parte del metraje de la película, no hay una intención por parte de Moragas de abordar en profundidad ninguno de ellos. El director proyecta en sus dos personajes su propia mirada personal sobre el mundo y sobre sí mismo, una mirada que, por ser humana, no puede ser otra cosa que contradictoria. Estamos, pues, ante la historia de un encuentro efímero entre dos desconocidos que se abren el uno al otro como no se atreven a hacer con sus seres más cercanos. Un encuentro integrado perfectamente en el tiempo presente, de ahí que por la película desfilen la precariedad laboral, la trampa del teletrabajo, la inseguridad económica, la falta de un horizonte vital, la imposibilidad de conciliar vida personal y vida laboral, la ansiedad y el estrés, la depresión, la adicción al teléfono móvil y las redes sociales, el individualismo… signos todos, desafortunadamente, de la sociedad neoliberal en la que nos encontramos.
Alan está encadenado a un trabajo monótono y aburrido que le sirve para pagar el alquiler, pero que no le satisface en absoluto. No sabe, o más bien no puede, decir que no a su jefe un viernes por la noche. No tiene tiempo para cocinar y se alimenta a base de noodles calentados al microondas. Le gustaría tener hijos, pero ha renunciado a la idea —como tantas otras familias jóvenes— por la falta de estabilidad económica y la dificultad para ascender socialmente. La edad media de emancipación y paternidad ha aumentado considerablemente en los últimos años, marcados por una crisis económica que ha dañado el tejido social y que ha reducido las expectativas vitales de las nuevas generaciones. A poseer una vivienda en propiedad y un trabajo estable y bien pagado en los tiempos que corren, Alan lo considera un «privilegio» por el que no merece ni siquiera la pena luchar.
Todo ello ha repercutido, como no podía ser de otra manera, en la salud mental. Si la vida termina por convertirse en una sucesión de días malos y días muy malos, como la define Alan, es inevitable que aparezcan tarde o temprano el estrés, la ansiedad e incluso la depresión. También los ataques de pánico, aunque vengan provocados por algo tan aparentemente nimio como quedarse sin cobertura. Tanto Marcos como Alan se sienten intranquilos cuando se desconectan de la red o no pueden utilizar sus teléfonos. Puede que olvidar dar los «buenos días» a la persona con la que convivimos o que mirar la pantalla de nuestro móvil sea lo primero que hagamos nada más levantarnos se hayan convertido en comportamientos ya habituales y normalizados por todos, pero constituyen igualmente un claro y preocupante indicio de que la dependencia al teléfono móvil de nuestra sociedad —especialmente entre los jóvenes— no hace más que aumentar. La tormenta que han causado las redes sociales y los smartphones en nuestras vidas tiene ya difícil reversión, pero sus efectos negativos en nuestra salud y nuestro estado de ánimo son innegables.
Los grandes consensos que otorgaban cierta seguridad a nuestras existencias —la monogamia, el contrato social, la estabilidad económica, el puesto de trabajo permanente, el ascenso social— han saltado por los aires. Vivimos en la modernidad líquida de la que hablaba Bauman. No hay nada definitivo en la vida. Sólo una tormentosa incertidumbre, un ancho presente en el que nos vemos obligados a tomar partido continuamente, a decidir el sendero por el que queremos seguir caminando. Con el riesgo, claro, de equivocarnos. Vamos de aquí para allá preguntando, pero nadie contesta. Y lo que encontramos y hacemos nuestro nunca es definitivo. A Stormy Night no ofrece respuestas porque, quizá, ya no las hay. Sólo nos queda la esperanza de conectar, de ser escuchados y transformados, aunque sea por una única noche, por la palabra de alguien a quien nunca más volveremos a ver, pero al que recordaremos siempre.
El director se vale de espejos, miradas y espacios vacíos para contar esta historia íntima y minimalista, de hondo calado emocional, en la que se adivinan abundantes rasgos autobiográficos. En un mismo plano, Moragas concilia la mirada del espectador en el cuerpo desnudo de Marcos con la mirada de deseo de Alan, a quien vemos a través del espejo.
Asimismo, el reflejo borroso de Alan, desconcertado y avergonzado momentos después del beso en la ducha, y el reflejo nítido y en primer plano de Marcos, una persona aparentemente mucho más segura de sí misma, nos dan cuenta del estado anímico de los personajes. Moragas juega también hábilmente con el fuera de campo, a donde relega al personaje de Tristán, que habla y habla mientras nosotros asistimos a un curioso juego de miradas entre Marcos y Alan.
Y los continuos desencuentros entre ambos se expresan a través de silencios y espacios vacíos, que señalan el lugar de una ausencia. Ausencia de comunicación, de comprensión, en una casa que por momentos adviene en cárcel para su morador.
Todo ello filmado en un pulcrísimo blanco y negro que potencia las diferencias de los personajes, y que confirma a David Moragas como un director prometedor y, esperemos, con muchas cosas interesantes aún por decir.