Ad Astra
Viviré. Amaré. Enviar... Por Raúl Álvarez
Destino: la Luna
«El comienzo es la parte más importante del recorrido». Pocas frases como esta, atribuida a Platón, resumen mejor la idea del viaje como aventura vital y, además, explican la abundancia de este motivo en las narraciones más antiguas que se conservan. En Grecia, por supuesto, con el ejemplo de Odiseo y Aquiles, pero también en las moradas de Gilgamesh, Eneas, Krishna, Buda, Arturo… No importa cuan lejos o cuan cerca miremos las arenas del tiempo mitológico. Los grandes personajes de nuestra civilización son en esencia viajeros y exploradores; descubridores del mundo y a la vez de sí mismos en un periplo en que el tiempo se conjuga desde el dolor y la pérdida. Son héroes porque se atrevieron a caminar, no por sus conquistas materiales o espirituales. Es ese pequeño paso el que marca la diferencia entre sobrevivir y vivir, o entre suspirar y amar. Atreverse.
La trascendencia del viaje como experiencia iniciática es precisamente el punto de partida de Ad Astra. Lo nuevo de James Gray insiste en los lazos de sangre como obsesión recurrente en su filmografía. Pero como ya planteara en Z, la ciudad perdida (The Lost City of Z, 2016), envuelve las relaciones paterno-filiales en el marco de una odisea que es antes vértigo hacia uno mismo que emoción hacia los misterios del mundo. Lo que hay más allá del horizonte es una incertidumbre que convoca el deseo; lo que hay más acá, en cambio, es una certeza que convoca el miedo. Por eso ignoramos el presente. En ese estado de ingravidez emocional se encuentra el astronauta Roy McBride (Brad Pitt) al inicio de la película. Atrapado en un miedo insoportable a vivir, a sentir, el personaje se comporta como un autómata cuya única aspiración es cumplir a la perfección las tareas que le encomiendan. Frío, calculador, contenido. Frustrado.
No parece casual, por tanto, que en la puesta en escena de las primeras secuencias de Ad Astra se recurra al desenfoque de todo aquello que recibe la mirada de Pitt. Él es, para sí mismo, la única realidad tangible. Lo demás es una nebulosa apenas perceptible que se desvanece en el (y los) espacio(s). Es memorable en este sentido la marcha de Eve (Liv Tyler) del domicilio que comparte con Roy. Tomada en segundo plano, borrosa como un fantasma, la mujer deposita las llaves en una cómoda y sale por la puerta. Roy, impasible, la mira como si ya no estuviera allí, acaso feliz porque con ella desaparece el único sentimiento que puede descentrarle en su carrera profesional. En un segundo y en un tercer visionado de la película, asombra constatar la sutileza de ese juego de enfoques y desenfoques planteado por Gray para expresar el contraste entre ausencias y presencias en el relato. También la incomunicación, la pena y la soledad que devastan a McBride. Ad Astra es, desde un punto de vista formal, una cima de lo visible invisible.
El color es un segundo elemento ilustrativo de estas cuestiones tan caras a la ciencia ficción humanista. El director de fotografía Hoyte Van Hoytema –Interstellar (Christopher Nolan, 2014), Spectre (Sam Mendes, 2015)– desarrolla un trabajo maravilloso al recrear la evolución sentimental de Roy mediante una evolución cromática de los espacios por los que este transita. Color entendido como alquimia de la luz, no como pigmento matérico. El gris es el tono dominante en el primer tercio del film. Un gris lapidario y mortuorio, industrial, casi quirúrgico, que se despliega en una riqueza inusitada de matices cuando Roy y Pruitt (Donald Sutherland) llegan a la Luna. Ni siquiera en 2001: Una odisea en el espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968), cuyas escenas lunares coquetean con los códigos del terror, el satélite terrestre se había fotografiado con el aspecto tenebroso que luce en Ad Astra. El primer objetivo de la exploración espacial –el estreno de Ad Astra coincide con el 50 aniversario del Apollo 11– es un cementerio de almas perdidas que se alimenta literalmente de sus habitantes. Es un territorio espectral y yermo, como el Solaris de Lem; un no-lugar en tránsito que sirve de tránsito a personajes en tránsito.
En la Luna de Gray bien podría situarse la columna del Epitafio de Sícilo: «Soy una imagen de piedra / Sícilo me pone aquí / donde soy por siempre / señal de eterno recuerdo». Una tumba, y nada más.
Destino: Marte
La revelación de Pruitt sobre la auténtica naturaleza de la misión de Roy fija un punto de inflexión narrativo que propicia la primera quiebra emocional de este personaje. Su padre, el comandante Clifford McBride (Tommy Lee Jones), que podría seguir vivo en una nave situada en la órbita de Saturno, debe ser eliminado para proteger el futuro de la Tierra, pues podría haberse convertido en un loco obsesionado con la búsqueda de vida extraterrestre. Se ha apuntado en muchos textos sobre la película la semejanza entre Ad Astra y Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) a propósito de esta cuestión. Y es cierto que ambas comparten la misma meta como parada final del viaje de sus protagonistas: matar al padre. La diferencia sustancial radica en que para Coppola no hay otra alternativa que la violencia, mientras que Gray apuesta por la reconciliación y, sobre todo, el entendimiento. Porque acaso no haya mayor dolor que sentirse amado.
Si hasta la llegada a la Luna, Roy es capaz de mantener el control sobre sí mismo para superar los test psicológicos que a los que debe someterse para seguir adelante con la misión, dada la índole personal de la misma, su estadía en Marte fractura irremisiblemente su falso equilibrio emocional. La lectura de una serie de mensajes dirigidos a su progenitor le empujan al llanto, y desde ese instante ya no hay vuelta atrás. Roy desea ver a su padre y rechaza la idea de asesinarlo sin antes tener la oportunidad de hablar con él. Necesita saber. Gray practica entonces la jugada inversa a la del inicio del filme. El entorno ya no está desenfocado, lo está Roy, que se disuelve de forma progresiva en los distintos espacios del planeta rojo. Primero en los largos pasillos y túneles de las instalaciones que dirige Helen Lantos (Ruth Negga), luego en las arenas ardientes del planeta y finalmente en las aguas oscuras de las conducciones que atraviesa Roy camino del cohete que debe llevarle a Saturno. En estas escenas cobra pleno sentido la apuesta de Hoyte Van Hoytema y Gray por una fotografía híbrida que mezcla grano y texturas digitales.
La parada en Marte se erige en un ejercicio de experimentación audiovisual que acerca la película a los códigos del videoarte y la geometría abstracta. Domina el ruido ambiental, la luz saturada, las arquitecturas angulosas y el silencio de los personajes. La película se olvida de narrar, en el sentido tradicional del término, y se entrega a la recreación de una vivencia sensorial apabullante. Es la parte en la que Gray se mira de manera más decidida en el espejo de Kubrick y Tarkovski. Hay un paralelismo hermoso y sugerente, al menos para quien esto escribe, entre la “muerte” de Hal 9000, en un espacio iluminado por rojos y amarillos vibrantes, y la “muerte” del Roy que conocemos al principio de la película, en las profundidades rojas, amarillas y naranjas de un planeta que remueve las entrañas de su identidad. La máquina que anhelaba ser humana y el hombre que anhelaba ser máquina se diluyen de dentro afuera susurrando una canción infantil. Sú último recuerdo antes de que la oscuridad los engulla es la figura del padre. El resto son las lágrimas silenciosas de dos almas de metal.
Roy escapa de Marte como polizón a bordo de la misma nave que lo había llevado allí. Su ingreso en el aparato evoca un renacer elemental que combina magistral y sutilmente la tierra (la plataforma arenosa donde reposa el cohete), el agua (el traje y la escafandra empapados de Roy), el aire (los gases que alimentan los motores) y el fuego (las chispas y el chorro de combustible). Es un nuevo Roy que ya no controla su entorno ni a sí mismo –de hecho, sus actos acaban con la vida del resto de tripulantes–, pero al que paradójicamente guía una humanidad recobrada. En la lucha contra sus compañeros de viaje, que se conducen como robots, Roy parece decirnos que la belleza del ser humano radica precisamente en la imperfección, en la desmesura, en la impulsividad. Roy es el responsable de tres muertes y, sin embargo, no cuesta aceptarlo como la víctima de sus víctimas. El entorno y los personajes que al principio están desenfocados bajo la mirada de Roy, y que luego lo desenfocan a él dirigiéndole sus propias miradas, ahora, saliendo de Marte, restauran un equilibrio visual que ya nunca abandonará el ámbito de la nitidez. Fundido a azul.
Destino: Saturno
En la pintura-poema Photo. Ceci est la couleur de mes rêves (1925), Miró obra uno de sus pequeños grandes milagros al convertir una leve mancha de color azul en una presencia que todo lo invade; primero la tela sobre la que está pintada y después la mente de quien la contempla. Es solo una gota que semeja una flor, pero se extiende imparable hasta teñirle a uno, y al mundo, de azul. Miró logra que el color de sus sueños sea también el color de los nuestros, y, casi en una burla cariñosa a Dalí, plantea la posibilidad de que el territorio onírico no es un mundo extraño, ajeno a la realidad, sino esa misma realidad observada desde otro punto de vista. Es una mancha de pintura que devuelve la mirada. Del mismo modo actúa Saturno en el tercio final de Ad Astra. El gigante de los anillos, la meta final del viaje de Roy, se vuelve un ser orgánico que empapa cada imagen de un azul intenso y luminoso que, como en la obra de Miró, evoca paz, dulzura, calor, intimidad y deseo. No. El azul no es un color frío. Arde, inflama, combustiona, impulsa a amar.
Son los sentimientos de Roy cuando encuentra a su padre en una órbita bajo los anillos de Saturno. Solo, aquejado de cataratas, enloquecido por la soledad y la frustración, parece un fantasma entre fantasmas que reniega de su hijo y de su pasado familiar en la Tierra. Su vida es su trabajo, y todo lo demás pierde foco ante su mirada (azul) cada vez más lechosa. No desea volver, no quiere cariño ni comprensión. Solo aspira al olvido y a la inmortalidad, el alfa y el omega irreconciliables de la existencia humana. Pero Roy ya no es un ángel vengador, como su padre. Su viaje lo ha convertido en alguien que desea vivir y amar; arriesgarse, en definitiva, a sentir, compartir alegrías y tristezas. La parábola de Gray, llegada a este punto, no se inclina por la tradicional muerte del padre, sino por la superación de la figura paternal a través de la aceptación de uno mismo. Aquel a quien deseamos parecernos tiene su propia vida, y no se trata tanto de seguirla como de entenderla y respetarla, aun en sus contradicciones. Por eso Roy acepta la marcha definitiva de su progenitor. La ausencia de éste reafirma la presencia de aquél. Hay vida en la muerte.
En todo momento el azul de Saturno atraviesa las imágenes a través de superficies reflectantes y translúcidas, dando forma a un juego maravilloso de brillos, reflejos y texturas que simbolizan la transformación última de Roy en un ser de luz. Como el bebé cósmico de 2001: Una odisea en el espacio, Roy renace en una explosión de luz cegadora que le lleva de nuevo a la Tierra. Empieza ahora un nuevo viaje más excitante y peligroso que su camino hacia las estrellas: la vida. Porque acaso esa sea la aventura más emocionante de todas, la que tiene lugar delante de nuestros ojos y nos empeñamos en ignorar. Es valiente por parte de Gray apostar por la vida –confianza, amor y entrega– en un momento de descreimiento general, hipocresía, doble moral y vaguedad ética. Cuando parece que nada importa o todo importa muy poco, el director se presenta como un romántico incurable que quiere reír y llorar en lugar de ocultarse tras una máscara.
La última escena de Ad Astra es un prodigio visual que expresa de una manera muy hermosa esta idea. Roy espera a Eve en una cafetería. Parece llover, quizá hace frío, y la luz mece las emociones entre grises, rojos y azules. Entonces llega ella, la vida, su vida, al principio desenfocada, poco a poco más nítida a medida que se acerca a Roy. Se sonríen, y cuando sus miradas se encuentran, el plano de él y el de ella se funden un uno solo totalmente enfocado. Se han encontrado. Y el universo ya no importa.