Adam cambia lentamente
Las pasiones de la edad Por Samuel Lagunas
Si hacemos caso al sociólogo Pierre Bordieu, el gusto es una construcción social: se adquiere, se incorpora, deviene en hábitos. Lo que nos gusta, nos cambia. Lo que nos gusta, nos aísla, pero también nos une. Lo que nos gusta, cambia con nosotros. Uno de los enfoques más habituales en los acercamientos a la animación es relacionarla con la edad de la audiencia. Hay animación infantil, animación para adolescentes, animación para adultos. Y sí, la hay. Aunque esas categorías en un inicio hayan sido más de mercado que estéticas, ahora ya tienen codificaciones formales concretas. En el Festival de Annecy 2023, en la categoría Contrechamp (la que suponemos cada año más arriesgada que la Selección Oficial) se presentaron algunos largometrajes que, si bien narrativamente pueden aglutinarse en la etiqueta de coming-of-age, me interesan por la manera clara en la que apelan al gusto de audiencias específicas.
Una de las películas más llamativas de toda la competencia fue la modesta Adam cambia lentamente (Adam change lentement, 2023) del canadiense Joël Vaudreuil, conocido anteriormente por ser realizador de videoclips para artistas como Patrick Watson o Timber Timbre, y por el cortometraje La vie magnifique sous l’eau (2015). El estilo que Vaudreuil ha construido está marcado por características grotescas como la animalización —y alienización— del cuerpo humano y la deformación intencional del rostro a través de expresiones desaforadas o sumamente parcas. Emocionalmente, Vaudreuil es un director interesado en la creación de atmósferas relacionadas con la ansiedad, el miedo, la angustia, la tristeza y la depresión. Todo ello encuentra cabida en su primer largometraje Adam cambia lentamente, que narra las transformaciones de Adam, un adolescente encorvado que es incapaz de controlar el crecimiento de sus extremidades. Cada vez que alguien le hace un señalamiento ofensivo por lo largo de sus brazos, sus piernas, o su torso, estos se estiran aún más.
Adam cambia lentamente (Adam change lentement, Joël Vaudreuil).
Es verano, ha llegado el tiempo de vacaciones escolares, Adam está enamorado y busca la manera de conquistar a la chica que le gusta. Estamos, por lo tanto, ante una película llena de frustraciones y desilusiones, pero también de autodescubrimientos y relaciones recobradas. El protagonismo casi exclusivo de adolescentes viene acompañado por una preocupación obsesiva por sus cuerpos y por sus pasiones. El deseo sexual, el orgullo del triunfo, la rabia contra la familia, y el miedo al futuro expresados de forma contenida conviven con la afición por elementos de la cultura popular: películas, canciones, historietas. Esas fueron precisamente las marcas temáticas y anímicas de series como Daria (Glenn Eichler y Susie Lewis Lynn, 1997-2002) y Beavis y Butthead (Mike Judge, Matt Warburton, 1993-1997), dos programas que contribuyeron a delinear la subcultura adolescente norteamericana de fines de los 90.
De hecho, el diseño de personajes de Adam cambia lentamente remite inmediatamente al de Beavis y Butthead en el descaro de la fealdad, conseguida por medio de la desproporción de las formas y la torpeza de los movimientos. Sorprende, no obstante, que la película de Vaudreuil evita la retórica de la ofensa y la erótica de la crueldad, ambos sobreabundantes en la línea que va se South Park a, por ejemplo, varias de las producciones de Adult swim. Adam, en cambio, encuentra en la familia (especialmente en su apesadumbrada hermana y su extraño tío) y en la amistad el subterfugio para atravesar las crisis de su edad.
Hay una subtrama que me interesa destacar porque pone de relieve la particularidad de Adam cambia lentamente. Cuando era niño, Adam cometió una imprudencia y acabó partiéndole la cabeza a un vecino dejándole una cicatriz que lo aisló y lo convirtió en el paria de la colonia. Como son vecinos, una y otra vez Adam evade encontrarse de frente con él, no lo saluda, lo ve de reojo. No obstante, hacia el final de la película, Adam decide mirarlo y actúa sobre ese pasado que había negado emprendiendo una reconciliación inesperada. Así, Adam, el adolescente con pechos colgantes, un corazón roto, brazos kilométricos y un torso desmedido, comienza a madurar.
En las películas para adolescentes las grandes peroratas, casi filosóficas, sobre los “temas importantes” de la vida no aparecen, sino expresadas en pequeños gestos de tristeza y de alegría (una fiesta, un baile, un beso que nunca llega, una cita con un final desastroso). La vida, en toda su espesura, apenas comienza derramar su ambigüedad y su amargura sobre los pequeños sucesos de la vida, apenas comienza a revelar su gozo y su rutina. Adam cambia lentamente no intenta ser una parábola de nada ni inyectar a presión alguna lección moral o ética, es más un pasaje y un traslado, un día a día dibujado y contado con franqueza y holgura.
Heavies tendres (Carlos Pérez Reche, Joan Francesc Tomas Monfort, 2023).
Algo similar sucede en Heavies tendres (2023), una película catalana dirigida por Carlos Pérez Reche y Joan Francesc Tomas Monfort, pero que pertenece más a su productor Juanjo Sáez, quien ya había estrenado en 2018 una serie homónima, de carácter autobiográfico, situada en 1991, en Barcelona. La película es unísona con la serie y cuenta la amistad entre Juanjo y Miguel, dos adolescentes que de pronto se ven unidos por las canciones de Iron Maiden y por las adversidades de un mundo que cada vez controlan menos.
A diferencia de Adam cambia lentamente, en Heavies tendres la familia es hostil a los objetivos ególatras de los protagonistas: tocar en una banda, obtener a toda costa una novia. Eso convierte el viaje de los protagonistas en una tarea más ardua y al mismo tiempo más común. El encanto de Adam está en esa dilución completa del heroísmo. Porque Adam y Miguel sí son, a todas luces, dos amigos que se sobreponen del mundo agarrándose a trompadas con el enemigo o huyendo de la persecución del novio de la madre. Sus hogares están quebrados, de allí que la amistad sea todo lo que en ese momento les interese conservar.
Ambas películas, no obstante, comparten dos rasgos determinantes: la simpleza de estilo (el dibujo estilo viñeta de historieta de Heavies es su rasgo principal), como eco de una edad donde reina lo efímero; y el cambio del sarcasmo por la ternura en el trazo moral de sus personajes. Acaso allí haya un síntoma de una generación más obstinada en los (auto)cuidados, o acaso no, y sólo sea una coincidencia narrativa.
Tony, Shelly and the Magic Light (Filip Pošivač, 2023).
No obstante, ese triunfo de la generosidad y el compañerismo acerca a Adam cambia lentamente y a Heavies tendres con películas que pudieran considerarse más infantiles como sucede en Tony, Shelly and the Magic Light (Filip Pošivač, 2023), una coproducción húngara, checa y eslovaca. Como sucede en las historias infantiles, aquí el miedo que sienten los personajes no se ancla de inmediato en situaciones específicas relacionales, familiares o corporales, sino que se presentan de modo mucho más abstracto y toma una forma fantástica. En el caso de la película de Pošivač hay un monstruo hecho de esporas negras que vive en un edificio habitacional y se alimenta del comportamiento mezquino y agresivo de los inquilinos. Entre ellos, hay un niño muy especial, Tony, que nación con una rara condición: tiene el rostro brillante. La metáfora es transparente. La ingenuidad y el buen ánimo de Tony es una luz en medio de la oscuridad, pero al tratarse de una anomalía sus padres tratan de protegerlo obligándolo a llevar una máscara que opaque su virtud.
Narrado con un stop-motion detallado y anti-burtoniano, en tanto que se le parece, pero está situado en escenarios constantemente iluminados, la historia de Tony es también el descubrimiento de lo humano: el dolor, el amor, el sacrificio. Shelly, la niña, es su puerta, su guía a ese marasmo emocional que puede ser la vida. Pero las lecciones aquí sí son evidentes: la luz vence la oscuridad, todo lo humano es imperfecto. Para Tony, crecer implica perder el brillo (¿para quién no?), pero también valorar la vida por lo que tiene de frágil.
La retórica de cuento infantil con objetos mágicos (una lámpara que proyecta lo que se está imaginando), personajes típicos: la señora avara, la madre enojona, el padre ridículo, facilita la recepción del mensaje, aunque por momentos la película sea insensible e incluso olvide recuperar algunos enigmas que va soltando, pero que acaban devorados por el imperativo de la moraleja.
Otra película dedicada explícitamente al público infantil exhibida en el Festival fue Rosa and the Stone Troll (2023), dirigida por la danesa Karla Nor Holmbäck. El punto de partida es simple: Rosa es un hada de las flores que le tiene miedo al cambio y a la soledad. Para superar esos defectos, se verá obligada a embarcarse en una aventura donde superará sus temores y descubrirá el valor de la amistad. La estructura clásica del viaje del héroe es seguida a cabalidad: Rosa abandona su hogar, conoce a algunos amigos que la ayudan a enfrentar y derrotar a la bruja, y luego vuelve a casa transformada. Esta sencillez es compartida por la transparencia de sus escenarios, puesta allí únicamente para situar una historia sin mayores distracciones de la misma. Pero, como decía en un principio, el gusto es construido, y Rosa and the Stone Troll recae en algunas decisiones ominosas como introducir a un personaje bufón que sólo se tira pedos o un búho que quiere despertar simpatía únicamente porque es ciego. Esta presentación plana de los personajes, ventajosa en algunas manifestaciones de las cintas para niñas y niños, aquí resulta chocante y contraproducente (por los rasgos que se resaltan) para la lección que se quiere comunicar a las infancias. ¿No hay acaso otros motivos para reír que inculcar en las y los niños?
The Inseparables (Jérémie Degruson, 2023).
Tratando de superar los escollos de las edades, hay películas que asumen una categoría mucho más ambiciosa, e industrial, que es la de ser “familiares” y que están caracterizadas por el carácter ejemplar de la historia propio del cine infantil, pero por un mayor énfasis en el carisma de los personajes y la grandilocuencia de la producción. Ese es el caso de The Inseparables (2023) del francés Jérémie Degruson, quien nos presenta a una marioneta cansada de desempeñar siempre en el teatro el rol de bufón, y un peluche rapero DJ Doggy Dog ansioso por encontrar un clan que lo acoja. El éxito de The Inseparables está, precisamente, en la manera en que utiliza la técnica para volver a sus protagonistas en seres mucho más llamativos. El bufón, llamado convenientemente el Quijote, sueña en 2D que es un valiente derrocador de dragones y villanos, mientras que, en su abrumadora realidad, bastante bien resuelta digitalmente, no cesa de acabar con la cara estrellada en un pastel. Esta frontera, incluso estilística, entre el mundo real y el de la fantasía facilitan el aumento de tensión en la película, pues a medida que las barreras se diluyen, el drama crece.
Como toda gran producción animada, aquí no faltan las canciones que echan a andar las transformaciones emotivas de los personajes; por medio de ellas, cada uno encuentra el verdadero lugar que ocupa en el mundo. No dudo que, de nueva cuenta, como sucedió con la anterior Big Foot Family (2020) de Degruson, The Inseparables se convierta en un éxito taquillero. Para eso está hecha. Nada más.
La animación, como el arte en general, se ha convertido en una prótesis de la vida. Desde su más rudimentaria función de mero entretenimiento hasta la más desbocada de formadora de carácter y de conciencias, ha aprendido a mutar para satisfacer a quienes estamos del otro lado de la pantalla. Verla ya es un hábito y, al mismo tiempo, cada película nos re-modela. Es una lástima que en este Festival de Annecy 2023 las lecciones morales que salen de estas historias carecen de pasión y no sobreviven más allá de la sala, su fantasía queda confinada a la intermitencia de luz despedida por el proyector. Por ello, Adam cambia lentamente es una excepción al menos en el marco de este Festival: porque nos recuerda que en la vida cotidiana no hay grandes lecciones que aprender, sino vacíos que vamos llenado de maneras distintas cada día con personas, con trabajos y, sobre todo, con películas.