Aftersun

Más allá de la fotografía Por Ramón H Sosa

Hay veces en las que una figura cortada —una mano o un hombro mutilados, medio rostro, a veces incluso medio cuerpo— o bien una mirada que alguno de los retratados echa hacia algo que se encuentra más allá del límite de la imagen, nos recuerda que toda fotografía es fragmento. Que cuanto se encuentra ahí contenido no es más que una pequeña supervivencia, a menudo caprichosa, de un todo mayor, intuido pero perdido. Lo que vemos es una parte y, en ocasiones, esa parte no es otra cosa que una reacción a ese más allá invisible y sin el cual dicha reacción no puede ser comprendida. Un efecto sin su causa. Es entonces, cuando se dan esas ocasiones, que el ojo del espectador, aterrado ante el vacío y la incertidumbre, corre hacia el pie de foto buscando el texto que la acompaña para poder releer la imagen a partir de la seguridad que le dan la palabra y el contexto. En Aftersun (2022), Charlotte Wells ha compuesto una película llena de límites, donde la relación entre un padre y su hija se nos presenta como un cúmulo de miradas hacia fuera, hacia más allá del borde de lo retratado. Juega con ese deseo de nuestro ojo de dirigirse hacia el pie de la fotografía en busca de un anclaje que disipe las sombras que, desde fuera de lo narrado, nos acompañan a lo largo del metraje.

El sonido de la película arrancará antes que su imagen presentándonos así, desde el mismo comienzo del film, el primer borde, el primer más allá de la fotografía. El encenderse y apagarse de una cámara de vídeo, su pitido, el desplegarse y retraerse de su objetivo, presidirán nuestro encuentro con Sophie (Frankie Corio) y su padre, Calum (Paul Mescal). Ambos están en la habitación del hotel que ocupan durante sus vacaciones en Turquía y ella le está filmando, trata de entrevistarle. Al día siguiente él cumplirá años —131 según bromea Sophie— y ella aprovecha la ocasión para preguntarle dónde esperaba estar a esa edad cuando tenía once, la edad que ella tiene. Entonces la imagen de vídeo se congela. ¿Qué ha ocurrido hasta ahora? Un hombre baila frente a la cámara con la que su hija le está filmando. No tiene problema alguno en ser grabado así, exhibiendo su faceta más festiva. Su hija quiere saber algo más de él. El zoom de la cámara nos igualará, pues, la posibilidad de ver más de cerca un objeto con la voluntad de Sophie de conocer más a su padre. Ella lanzará la pregunta, la imagen se congelará y no obtendremos respuesta. En apenas un par de minutos la directora ha puesto frente a nosotros casi todas las claves de la película que estamos a punto de ver. Pero eso nosotros, claro está, aún no lo sabemos.

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Calum no vive con su hija ni vive, siquiera, en la misma ciudad que su hija. Está separado de la madre de Sophie y trata de aprovechar al máximo los días que van a pasar juntos. La película oscilará y se tensionará a partir del esfuerzo de Calum por construir un recuerdo y el posterior esfuerzo de Sophie por reconstruirlo. Desde ese punto de vista, no es baladí que a estos dos personajes nos los presenten como turistas, pues el turista es aquel para quien el viaje es un trabajo: el de lograr que la experiencia esté a la altura de las expectativas, el trabajo de construir un recuerdo. Calum quiere ser, pues, el padre que según su ideal es capaz de ofrecer a su hija el recuerdo imborrable de unas vacaciones perfectas. Desde el comienzo, sin embargo, habrá pequeñas cosas que saldrán mal: un conserje que no aparece, una habitación mal asignada, obras en la zona de la piscina. Nada grave. Pequeños tropiezos que no minan un viaje pero lo desplazan, un tanto, de las expectativas sobre él formadas. A Calum le costará sostener la figura del padre ideal que desea proyectar en la misma medida, sutil pero sustancial, en que el viaje se desplaza de las expectativas a la realidad. Pero ¿qué son para Calum un viaje y un padre ideal? Volvamos al vídeo. Él dejará que ella le grabe bailando, pero no que le entreviste. Detrás del danzarín está el otro Calum, con sus ruinas cotidianas y sufrimientos. Por eso le pedirá que apague la cámara. Porque un vídeo es un recuerdo y un padre y un viaje ideal son aquellos capaces de dejar el dolor fuera de la experiencia que Sophie está viviendo y de la memoria que en ella se está construyendo.

De ahí que cuando ella le pregunta si le dolió en el momento de tener el accidente por el cual ahora lleva una escayola, él le responda que no lo recuerda. Recordar algo es traerlo al presente y, para Calum, el dolor es algo que no tiene lugar durante el tiempo del viaje y queda relegado a antes o después, más allá de la fotografía. Nuestra experiencia como espectadores está vinculada a ciertas costumbres narrativas y por ello, desde el instante que vemos la escayola, esperamos conocer su origen y, a través de su origen, conocer más de la persona que la lleva. Nunca se nos desvelará. Los espacios de tránsito, tanto el autobús como el aeropuerto, que abren y cierran el viaje, harán la función de portales hacia lo desconocido: hacia ese mundo de dolor en que un padre y una hija no se encuentran ya juntos. Al igual que ellos tienen esa guía turística imperfecta que, recién trasladada desde Torremolinos, no conoce aún el lugar que enseña, nosotros nos adentramos en su vida con un conocimiento imperfecto de su geografía. La película es, por lo tanto, una isla y lo mismo que esa Turquía que, encerrados en los límites del hotel, apenas llegaremos a vislumbrar, la envuelven realidades que no por ocultas dejan de tener su peso. Es entonces cuando el ojo corre a buscar el pie de foto, el contexto, la aclaración que Charlotte Wells ha decidido no escribir.

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De Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) a Hiroshima, mon amor (Alain Resnais, 1959) o a Olvídate de mí(Eternal Sunshine of a Spotless Mind, Michel Gondry, 2004), por citar algunos títulos, el cine se ha formulado en muchas ocasiones como un medio idóneo para reproducir las mecánicas de la memoria, para emular sus derivas, sus ritmos y sus signos. Pero también y, sobre todo, para situarnos frente al hecho conflictivo de que aquello que conforma nuestra identidad sea una materia tan poco de fiar y tan volátil. Interrogar al pasado, incluso al propio, a menudo se salda con otra pregunta. En los últimos años, películas como Il Varco (Michele Manzolini y Federico Ferrone, 2019) y My Mexican Bretzel (Nuria Giménez Loranz, 2019), han construido sus relatos a partir de la capacidad que tiene la ficción para alzarse en los espacios vacíos de la historia y rellenarlos. En lugar de producir vértigo, las ausencias presentes en la memoria personal o colectiva se convierten en una oportunidad para quien se define a sí mismo a partir de las preguntas que realiza más que por las respuestas que obtiene. Con su primera película, Wells se une al grupo de los que ven en los huecos y silencios del pasado la oportunidad de definir una identidad a partir de sus interrogantes. Huecos y silencios a los que la emoción presente en el mismo hecho de mirar completa mejor que cualquier sensación de certeza.

Como su padre, la pequeña Sophie se encuentra en el interior de esa cápsula que son Turquía, el hotel y las vacaciones. Como su padre, ella también trata de construir un presente memorable. Está en la época de los primeros besos. Cuando se prefiere ser espectadora de las vivencias de los más mayores antes que compañera de juegos de los más pequeños. Cuando el bailar desenfadado de un padre, por muy joven que este sea, empieza a producir vergüenza ajena. En una secuencia junto a la piscina, Calum invitará a su hija a presentarse a los niños de otra familia, ella le dirá a Calum que se presente a los padres. Los niños son muy pequeños para ella, los padres muy viejos para él. Ambos tratan de que el otro cumpla con el rol que suponen que les toca y ninguno de los dos lo conseguirá. Porque ambos se encuentran al inicio del momento en que no acaban de situar al otro a causa de que este se ha vuelto, de repente, más complejo. Sophie a causa de su cercanía a la adolescencia, Calum a causa de que el mismo crecer de Sophie vuelve al mundo más complicado y lleno de matices a ojos de la niña. Y junto al mundo, a su propio padre también. Por eso pregunta, entrevista y quiere conocer. Crecer es adentrarse en interrogantes: de ahí que esta Sophie en tránsito nos anuncie a la Sophie adulta, con la que realmente viajamos y que nos hace partícipes de los interrogantes que la envuelven.

En cierto punto de la grabación con que se inicia la película, Sophie dejará de enfocar a su padre y girará la cámara hacia sí misma convirtiéndose, ella también, en objeto de nuestra mirada. Otra clave presente desde el inicio: no vemos a través de los ojos de la pequeña Sophie sino de la que, años después, se contemplará a sí misma y que quedará, durante apenas un segundo, reflejada en la pantalla. Después de congelar su imagen, el video no retrocede hasta el autobús con que se inicia el viaje, sino que avanza hacia el aeropuerto en el que este concluye. Avanza hacia la despedida, hacia el límite tras el cual surge la Sophie adulta que empleará el vídeo para estimular el recuerdo y reconstruirlo. Pues el de la mirada es un tiempo situado tras la despedida, tiempo al que Calum había relegado el dolor. Tiempo situado, en fin, después del sol. Sin necesidad alguna de explicitarlo, Wells logra que la emoción implícita en esa voluntad de reconstruir un recuerdo, de llegar más allá de la capa superficial que este compone, llegue al espectador. En una curiosa variante de la paradoja del observador —según la cual observar un fenómeno lo modifica—, logra que esta se produzca como a través de un viaje en el tiempo. Y en los huecos y silencios que habitan en este recuerdo, los referentes a su padre, alza un mundo a través de la emoción. Desde el otro lado de la fotografía nos llega el peso de su contexto invisible. La sensación de una tragedia.

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Pero ¿de qué tragedia se trata? Hablando sobre la película con varias personas me ha sorprendido la pluralidad de teorías que han ido apareciendo: el padre muere —en ocasiones de un cáncer, en ocasiones se suicida—, discuten y dejan de hablarse o bien no ocurre nada trágico y Sophie se replantea a su padre a ojos de su propia maternidad. ¿Quién sabe? Cada persona un mundo y Wells logra tocarlos a todos. Uno de los mayores logros de Aftersun, y me permito creer que una de las razones de que tantos hayamos reaccionado ante una película en la que nos cuentan unos días de vacaciones de un padre y su hija, es que a cada cual le conmueve según sus propias vivencias. El esfuerzo por reconstruir un recuerdo por parte de Sophie estimula al espectador a hacer lo propio con sus recuerdos. Los vacíos sobre los que orbita la historia dan espacio suficiente para que también el espectador levante sus propios mundos. Pero estos vacíos son, a su vez, los puntos de los que emana la sensación de tragedia. Cuando el ojo corre a por el pie de foto y se encuentra la página en blanco, se tensiona. Razón por la que observamos el viaje de Calum y Sophie en estado de alerta, a la espera de una desgracia. La ausencia de contexto produce una cierta visión paranoica que nos obliga a apreciar cada una de las situaciones abarcadas en la película desde la sospecha.

La sospecha, el estado de alerta, es la armonía que se modifica para hacernos oír la melodía de un modo totalmente diferente, convirtiendo una canción en otra. Después de avanzar, el vídeo se transformará en una secuencia onírica en la que Sophie, ya adulta, trata de hablar con su padre en una discoteca. Las luces que se encienden y se apagan replicarán el encenderse y apagarse de la cámara de video: un Calum sordo a la llamada de Sophie, pues se trata de un recuerdo, aparece y desaparece, se nos muestra y se oculta mientras danza, es decir, mientras exhibe su lado más festivo y ajeno al dolor. Under pressure, la canción de Queen en la que Freddie Mercury y David Bowie cantan a dúo, suena y recompone, simbólicamente, el dúo entre el padre y la hija. El enlazarse y tensionarse de las voluntades de construir y reconstruir un recuerdo. Sin modificar las voces de los cantantes, al tema le alterarán la armonía construyendo así una canción nueva, añadiéndole a lo ya conocido esa cierta sensación de tragedia que impregna a Aftersun. La sospecha es, al final, la alteración que consigue que miremos a lo ya conocido como si fuera desconocido: un padre que pone crema a su hija, una partida de billar, tomar el sol, bucear y ver un caballito de mar. Quitar el pie de foto, borrar el contexto, nos hace prestar más atención a lo fotografiado y nos permite revivir, por un momento, lo excepcional de unas vacaciones en Turquía. De ese tiempo en el que era genial que un padre y una hija compartieran el mismo cielo y en el que hasta una crema para después de tomar el sol merecía ser el título de una película.

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