Ágora

Cuando los libros son las víctimas Por Samuel Lagunas

El grupo denominado ‘Estado Islámico’ (EI) ha saqueado en el último mes ciudades importantes de Iraq como Nimrud, Hatra y el sitio arqueológico de Dur Sharrukin en Jorsabad. Echan abajo las piezas grandes y lo que pueden cargar lo trafican ilícitamente con coleccionistas privados o galerías. Nada nuevo. El ejército norteamericano destruyó decenas de mezquitas en Faluya en la ocupación de 2004. Sesenta años antes, durante la Segunda Guerra Mundial, los aviones aliados bombardearon Monte Casino y redujeron a ruinas una de las construcciones más emblemáticas de la historia medieval. Hitler había albergado allí decenas de obras de arte y muchas de ellas se perdieron. El espíritu anticlerical de la revolución francesa en el siglo XVIII acabó con abadías que hoy sólo podemos apreciar en planos o en reconstrucciones digitales. Miles de obras se han quemado en los cinco continentes bajo el pretexto de purificar las conciencias y evitar el error. Uno de los libros más tristes que he leído, Historia universal de la destrucción de libros 1, documenta con prolijidad estas catástrofes: desde el saqueo de la biblioteca de Alejandría hasta la quema de ejemplares de Harry Potter por grupos de cristianos fundamentalistas en Norteamérica, el catálogo es desgarrador.

El cine no ha sido ajeno a este tema. En 1966 Trouffaut adaptó con éxito a la pantalla grande el clásico de Ray Bradbury Farenheit 451, novela distópica donde un grupo de bomberos se dedica a detectar libros y destruirlos con fuego. Recientemente Brian Percival en La ladrona de libros (The book thief, 2013) nos ha recordado cómo durante el nazismo las obras escritos por judíos eran incineradas en piras enormes. Iain Softley, en una ingeniosa película de 2008, Corazón de tinta (Inkheart) centra parte de la acción en el intento de Capricornio (Andy Serkis) de acabar con la vida del texto escrito. Están también los salvadores, claro. En la megaproducción apocalíptica 2012 (Roland Emmerich, 2009) los dueños del dinero deciden almacenar en las arcas algunas obras de arte. Lo mismo intenta Frank Stokes (George Clooney) en Monuments men/Operación monumento (The Monuments Men, George Clooney, 2014). Pero no idealicemos como lo hace Hollywood. Los maniqueísmos no funcionan y es urgente superarlos.
Es en este sombrío escenario de la destrucción de nuestro patrimonio cultural que hoy vivimos que una cinta como Ágora (Alejandro Amenábar, 2009) recobra importancia.
Situada en Alejandría, Egipto, pocos años después del edicto de Tesalónica promulgado en 380 por Teodosio el Grande, donde el cristianismo se erigía como religión oficial del imperio; la película explora la crisis política, religiosa y cultural que experimentó la ciudad que albergaba la biblioteca más grande de su época. Allí enseñaba Hipatia (Rachel Weisz) astronomía a cristianos, judíos y romanos. La escuela era un espacio de encuentro y diálogo entre culturas y pensamientos, al menos es el mensaje que Amenábar busca transmitirnos. Sin embargo, cuando los cristianos toman la ciudad, no dudan en quemar los rollos y echar abajo las esculturas que hay a su paso: son dioses paganos, no hay que olvidarlo. El ambiente rebosa una violencia generalizada. Cristianos apedrean judíos, judíos apedrean cristianos, cristianos matan romanos, romanos matan cristianos. En medio de ese caos donde la fe es un elemento más de la estrategia político-militar, Hipatia sobresale con su manera de pensar: “Tú no puedes dudar de lo que crees pero yo no puedo creer sin dudar”, declara al obispo Sinesio de Cirene (Rupert Evans). Hipatia, icono feminista por antonomasia, es acusada de impiedad y de brujería por el obispo Cirilo (Sammi Samir) quien autoriza su castigo. Pero Ágora esquiva el fundamentalismo –religioso, feminista y ateo– y apuesta por el equilibrio de la protagonista. Hoy día Cornel West ha dicho algo parecido de la filosofía en el espléndido documental Examined Life (Astra Taylor, 2008): la filosofía “es la disposición crítica de luchar con el diálogo frente al dogmatismo”.

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El diálogo, la conversación, es posible únicamente cuando aceptas que nunca comprenderás totalmente al otro. Y es que cuando crees que ya lo entiendes, sólo te resta aniquilarlo. Por eso Orestes (Oscar Isaac) reconoce que seremos ingenuos si creemos que “las cosas han cambiado”. Los imperios se suceden pero si los dogmatismos permanecen la guerra también. El personaje de Davo (Max Minghella) es, para los creyentes, el más desafiante: es un estudiante de Hipatia que se vuelve ignorante por amor a Dios. Este tipo abunda especialmente en nuestros días: hombres y mujeres que entienden que la fe debe reemplazar a la razón, que el cerebro debe quedarse en la banqueta cuando entran al templo, que asumen que la duda es un atentado contra Dios. La verdad es que su comportamiento –terco y violento– es semejante al de las hordas de zombis que hemos visto innumerablemente en la pantalla grande, desde La legión de los hombres sin alma (White Zombie, Victor Halperin, 1932) hasta Guerra Mundial Z (World War Z, Marc Forster, 2013). Davo, afortunadamente, comienza a cuestionarse (los motivos son sentimentales pero no importa): “¿Por qué Jesús pudo perdonarlos y yo no puedo hacerlo?” le pregunta a Amonio (Ashraf Barhom) mientras enciende una pira con cadáveres judíos. Al final, la duda es un signo de esperanza, un síntoma de la vida.

¿Puede el cine influir en nuestra acción como individuos y sociedad? Quién sabe. Pero Ágora logra revolver la conciencia y la moral del creyente. Y que el ateo no se entusiasme pues corre el riego de convertirse también en un fundamentalista que generalice de inmediato y concluya: “ya ven, la religión es mala”. Hipatia sabe bien que una declaración tal no es tan sencilla: su vida y pensamiento, tal como lo rescata la película, es tan fascinante que resulta imposible clasificarla. Sólo la lectura y el estudio constante, la reflexión y el interminable cuestionarnos a nosotros mismos nos otorgará estabilidad. Si quemamos esos libros, si rompemos esos trozos de nuestra propia historia, anegaremos en el caos y pretenderemos estar construyendo un nuevo presente cuando estaremos repitiendo el mismo viejo error: la soberbia. Ágora nos confronta precisamente con esa rotunda realidad: en un mundo donde se predican verdades absolutas, sólo quien duda no está equivocado.

  1. Báez, Fernando, 2004, Ed. Destino
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