Akira Kurosawa

El neo-noir a la sombra del sol poniente Por Marco Antonio Núñez

1. Noir/neo-noir

Entrar en disquisiciones terminológicas es una actividad apasionante pero en términos prácticos, bastante inútil, en tanto tratamos de categorizar una realidad que no está previamente dada y, en consecuencia, se “crea” en el acto mismo de la categorización. Así, hablar del neo-noir en Kurosawa implica atribuirle una intención de recreación o reinvención del noir americano contemporáneo, cuando en realidad lo que pretendemos es agrupar ciertos títulos del japonés que se inscriben en una temática donde el crimen opera como vector fundamental, articulado por distintas y muy heterogéneas formas de construcción narrativa contagiadas por la violencia, bajo un rótulo preexistente.

El género es un marco que se establece a partir de ciertas convenciones, por tanto resulta una categoría altamente lábil. En este sentido, es obvio que Akira Kurosawa adapta a la problemática de Japón temas y estilemas propios del noir, pero quizás, y siguiendo una lógica pareja, también del neorrealismo, por las propias circunstancias de producción y las presencia de las secuelas de la guerra, al menos en los títulos de los 40.

2. ¿Neo-noir?

Se ha dicho del noir que es un territorio moral, la respuesta crítica del cine a la actualidad de la crisis del 29 y sus traumáticas secuelas; una disección de la actualidad que opera como contrapunto de géneros típicamente escapistas, quizá, que actúa contra la vocación original del propio Hollywood. Porque el noir nace siendo un género del presente, próximo a la crónica periodística, el informe forense, una vivisección del implacable del ahora, lúcido y fatalista.

No obstante, el neo-noir, presentimos, nace con una vocación muy distinta. Más allá del intervalo temporal preciso para la asimilación por parte de una nueva generación de los resortes del noir, irrumpe en un periodo revisionista que, probablemente, se inicia con Melville en Francia en gesto análogo al del Leone con el western, y se prolonga la siguiente década en los Estados Unidos tras la crisis del clasicismo, y con la llegada de una generación crecida consumiendo a los viejos maestros. Entendemos pues, que la vocación del neo-noir es revisionista sin menoscabo de su valía, en títulos mayúsculos desde El silencio de un hombre (Le Samouraï, 1967) hasta El Padrino  (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972) o Chinatown (Roman Polanski, 1974) pueden fácilmente reconocerse esta vocación.

Francamente, no creo que Kurosawa pueda ser encuadrado en esta categoría. Primero por razones obvias, sus primeras obras son, como se ha señalado, prácticamente contemporáneas de los títulos mayores del género, anticipando incluso la línea más verista alejada del arquetipo literario, encarnada en Dassin, Polonsky o Fuller, incluso el último Lang.

Por otra, porque la configuración textual de formas y la creación misma de sentido generada por la articulación lingüística la elabora Kurosawa desde una idiosincrasia muy peculiar. En lo iconográfico, vemos cómo esto se manifiesta en los decorados naturales con sabor neorrealista, e interiores más estilizados, trabajados según una poética geométrica. En lo narrativo se manifiesta en estructuras duales signadas por una focalización diversa, una articulación temporal lineal donde el pasado regresa de un modo u otro, pero como siempre como huella, ruina, trauma y no en el presente del flash-back. Por último, en lo estrictamente visual, Kurosawa rompe con el expresionismo netamente europeo y nos introduce en un mundo físico, dominado por lo concreto, aplastado por lo atmosférico, sin por ello renunciar al elemento alegórico (la ciénaga de El ángel ebrio).

El cine japonés a finales de la década de los cuarenta se debatía entre el apego a la tradición vehiculada en unos valores que le habían conducido al desastre o a la crónica de un presente en ruina, física y moralmente. Es decir, entre el escapismo o la desesperanza. En estas coordenadas, Kurosawa opta por un camino intermedio, situando a sus personajes en una disyuntiva moral donde deberán optar por sucumbir a la maldad de un mundo malvado o preservar su integridad moral recorriendo un camino tortuoso lleno de obstáculos. Y ello, con el despliegue de discursos y de formas expresivas ciertamente cercanas al noir norteamericano de orientación más netamente crítica con la coyuntura socio-política. Kurosawa, emula, no imita, a sus antiguos enemigos, con el fin de hurgar en la herida, dar testimonio de la cenagosa realidad del Japón de posguerra y tratar de comprender los motivos sin pretender eludir responsabilidades.

En todo caso, la paleta recursiva de Kurosawa es inmensa y pocos cineastas tienen su capacidad para desplegar un arsenal de recursos visuales tan variados dentro del mismo filme. Algo que complica su adscripción a un marco genérico cerrado. Las historias de Kurosawa son pródigas en personajes, priorizando a la causalidad narrativa (por otro lado, de una pasmosa precisión), el dibujo de un carácter, el trazo de una emoción, un apunte lírico. Todo ello se deja sentir en un discurso nada maniqueo, tendente a identificar a los antagonistas, incardinando en su enfrentamiento un conflicto ético de mayor calado que si ambos encarnaran valores opuestos.

El abordaje de sus obras encuadradas en el noir que llevaremos a cabo, comienza por el cine de gangsters en El ángel ebrio (Yoidore tenshi, 1948) y concluye con la crónica criminal de El infierno del odio (Tengoku to Jigoku, 1963), con un policiaco, El perro rabioso (Nora inu, 1949) y el relato de corrupciones en el seno de grandes empresas, en Los canallas duermen en paz (Warui yatsu hodo yoku nemuru, 1960) como hitos intermedios.

3. El ángel ebrio

La primera secuencia funciona como una obertura donde se plantea a lo largo de 9 minutos, el conflicto básico del filme y las coordenadas espaciales del mismo. El espacio en Kurosawa actúa como un protagonista más, no a la manera de los naturalistas determinando las acciones de los individuos, -precisamente el libre albedrío es la tesis que fundamenta todos los filmes de los que nos ocuparemos -pero sí ejerciendo notable influencia sobre ellos. El espacio actúa como metáfora, igual que la enfermedad o el alcoholismo, por eso, Kurosawa, no es “realista” ni “neo-realista” en un sentido clásico o histórico del término, toda vez que no aspira a representar meramente, sino que la realidad que retrata opera como mise en abyme, refleja la condición de los personajes, dicho de otro modo, el espacio no enmarca sus acciones ni establece una dependencia genética de ellas, sino que las refleja, las desdobla, las glosa.

A este respecto, cabe destacar que el filme comienza y termina con un plano de la ciénaga. Vemos a tres prostitutas fumando y desperezan el tedio antes de abandonar el encuadre y revelar una figura al fondo, el guitarrista al que nos acerca un corte neto y de ahí, una panorámica regresa a la ciénaga, sobre cuya superficie se desliza un travelling que nos muestra escombros, basura, la miseria punteada por guitarra que acompaña monótonamente toda la secuencia, para encabalgar con dos hombres que esperan. Los dos personajes principales entran en una habitación. Sus respectivas acciones los define, uno es médico, el otro tiene una herida de bala. Pronto descubriremos que probablemente también, tuberculosis.

Una primera parte se construye sobre Sanada (Takashi Shimura) y sus intentos por persuadir a Matsunaga para que abandone el tipo de vida que está arruinando su salud.

Matsunaga (Toshiro Mifune) ve como su menoscabo físico redunda en su poder y se revela en vano. Trata de matar a Okada. La violencia tiene en Kurosawa un componente insoportablemente físico. La respiración ahogada de los protagonistas es la única banda sonora de la larguísima secuencia. Los cuerpos crispados, atrapados en el espacio, chocan con el mobiliario. Matsunaga es más joven y fuerte (los espejos le multiplican y acrecientan su poder), pero una súbita expectoración le lleva a perder la navaja y la iniciativa. En paralelo, Kurosawa monta un plano de Sanada comprando huevos frescos para los pacientes. El plano se acompaña de una música dramática que encabalga con el patético intento de huida de Matsunaga, como contrapunto.

El ejercicio de la violencia que arruinará el trabajo y la dedicación del “ángel”.

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Imágenes de El ángel ebrio

Pero morir no es fácil, y matar no es algo que pueda ser escamoteado por un efecto dramático por elegante que este resulte, y Kurosawa prolonga aún más una pelea cada vez más sucia, libre de coreografía, acentuando la agonía de los pulmones rosigados de Matsunaga, difiriendo un desenlace anunciado. Se derrama un bote de pintura blanco que confunde las identidades de los personajes y obstaculiza sus respectivos propósitos. Vemos en acción un mecanismo típico de los sueños o las pesadillas: la imposibilidad de moverse, de huir, como en el sueño premonitorio, donde la espuma de las olas, entorpece la carrera de Matsunaga de su alter ego resucitado.

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 Capturas de El ángel ebrio

La muerte de Matsunaga tiene tintes de redención. Abre una puerta apenas recibe la puñalada. Un travelling ascensional acompaña sus últimos pasos, al fin ha escapado, de la violencia, de la ruina de su cuerpo, de la vida, entre prendas tremolantes, casi una metonimia del dinamismo volátil de su alma, en un efecto de gran plasticidad donde Kurosawa condensa simbolismo y emoción con el poderío cinematográfico de la escritura de un genio.

4. El perro rabioso

El filme ahonda en la atmósfera caótica del Japón de posguerra donde el crimen parece imperar. El calor deviene en personaje que oprime con su presencia constante las voluntades de todos los partícipes del drama. Antes que nada, son cuerpos que sudan, jadean de fatiga, buscan incansables, sufren, siente la culpa, gozan.

Argumentalmente, el filme se construye a partir de la premisa que ofrece un hurto, como haría Sam Fuller pocos años después en Manos peligrosas (Pick-up on the South Street, 1953). La Colt sustraída y sus balas (no era fácil conseguir munición, de modo que no es un asunto baladí) funcionan como el principal operador narrativo, y pauta la culpa de Murakami (Toshiro Mifune) que en su apoteosis verá como ese arma que le fue sustraída por su conducta negligente en un tranvía.

Como es habitual en Kurosawa, el filme se estructura en dos actos. El primero comprende desde la denuncia hasta la aparición del inspector Sato (Takashi Shimura). Predomina la acción frenética. Para caracterizar cualquier personaje de Mifune basta con permitir que el actor manifieste su expresividad física; una primera muestra del incansable vigor que traduce la fanática determinación que mueve a Murakami, lo encontramos en su persecución de la carterista Ogin.

Kurosawa introduce pronto el punto de vista de la carterista que le ha robado el arma (casi una anticipación del antológico personaje de Thelma Ritter en el filme de Fuller). Murakami la persigue sin descanso hasta que ella, exhausta, sin poder trabajar en todo el día, decide invitar al obstinado detective algo para comer y una cerveza.

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 El perro rabioso

Alguien toca la armónica en primer término, introduciendo un matiz lírico. Allí ofrece una pista de dónde puede encontrar a su hombre. Por último, se tumba de espaldas y exclama conmovida ante la belleza del cielo nocturno: “Había olvidado lo bonitas que eran en estos últimos veinte años”. Quizá el único día en todo ese tiempo que no ha dedicado a su oficio. A lo que Murakami, absorto siempre en su propósito, responde mirando incrédulo y sin ver nada. Sin comprender que la belleza está en la mirada. Esta secuencia supone una primera ruptura argumental, pese a que hace avanzar la narración, el tono en que es interpretada dramáticamente, supone una anomalía que redunda en su complejidad psicológica y emocional de los personajes.

Pero el tour de force lo supone la extenuante secuencia contigua del mercado negro. Kurosawa recurre a un anacronismo a esas alturas, pero de gran efectividad, el montaje periódico en fundido encadenado del inserto los pies en movimiento y los ojos del personaje, fatigando calles atestadas, listadas por sombras, escrutando la multitud anónima de rostros sudorosos, voluntades que perseveran. Así, durante diez largos minutos.

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 El perro rabioso

El segundo acto está dominado por la presencia del inspector Sato (Takashi Shimura). Se nos presenta comiendo un helado con una detenida. Kurosawa despliega con delicadeza los métodos del avezado detective, en el que es fácil reconocer la sombra de Maigret, para obtener información de la mujer que rinde resistencias a través de la buena palabra y el agasajo, un cigarrillo, tiempo. En un modelo compositivo recurrente que prioriza el punto de vista externo, mantiene a los tres personajes en el encuadre. Murakami, en último término, tomando nota, no solo de lo que la mujer dice, también de los métodos de Sato.

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 El perro rabioso

Nos resulta difícil precisar el momento en el que el noir entró en el ámbito familiar, pero es posible que El perro rabioso sea el primer caso donde vemos esa situación recurrente en el buddy film de los noventa, el policía mayor presentando al joven agente a su familia que nos traslada a la memorable secuencia de Arma letal (Lethal Weapon, Richard Donner, 1987). Una vez más, Kurosawa se aleja de la línea narrativa principal para completar el retrato psicológico de sendos personajes, en una secuencia que funciona como remanso reflexivo y acrecienta además el patetismo del clímax próximo, cuando Sato se convierta en otra víctima de la Colt.

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 El perro rabioso

Ante unas cervezas, Murakami manifiesta su visión acerca de la maldad humana sin ocultar una secreta simpatía por Yusa y sus motivos, en tanto conoce el envilecimiento de la guerra, la desesperación del hambre, lo que es sentirse como un perro callejero. A él también le robaron su macuto, todo lo que le queda al soldado licenciado. Conoce el impulso de robar, pero Murakami escogió otro camino. El libre albedrío se encarna en esta encrucijada y el camino tan opuesto que recorren los dos jóvenes. Punto donde el pragmatismo de Sato ataja de inmediato: “Que los escritores analicen las mentes de los presos. Yo los odio. Los malos siguen siendo malos.”

Quizá por eso, minimiza la culpa de Murakami, es puro psicologismo, irrelevante, la psicología no es operativa; su mundo es físico, su trabajo, atrapar al infractor. Que otros piensen, él es un hombre de acción.

Al fin llegan las lluvias, y con ellas se cierne una atmósfera de oscuros presagios que culmina con el agua cayendo sobre el cuerpo rendido de Sato. Antes, el auricular pendiente del cable, ya nos ha anunciado la caída.

En la persecución final, Kurosawa nos saca al fin de la urbe y nos traslada a un irónico locus amoenus. Entre árboles, nos llega la música de un piano. Los dos hombres callan, solo el aliento fatigado prologa los disparos del Colt de Murakami, que al fin le apunta a él. Son solo dos cuerpos, son solo miedo, rabia, dos voluntades reunidas en torno a un solo propósito: vivir, ser libres.

El círculo al fin se cierra. Kurosawa nos identifica con la mirada de Yusa, esposado, tumbado junto a Murakami, sin aliento (momento que rima con el de Harumi y sus compañeras después del baile y repite el desenlace de la pelea entre Matsunaga y Okada en El ángel ebrio), mirando la belleza que le rodea por última vez antes de entrar en presidio de por vida.

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El perro rabioso

Odia el delito y apiádate del delincuente. Pocas veces esta fórmula ha encontrado mejor concreción visual. Sato al final le dice que se olvide de Yusa y piense en las víctimas, y encomienda al tiempo la labor de endurecimiento, deshumanización. Quizá estamos al otro lado del camino que recorría Robert Ryan en aquella obra maestra de Nicholas Ray, La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1951).

5. Los canallas duermen en paz

Entre El perro rabioso, Los canallas duermen en paz y El infierno del odio transcurre una década en la que se hace patente un cambio temático y escritural, en consonancia con las alteraciones que ha experimentado Japón en ese tiempo que tiene también consecuencias en las interpretaciones de Mifune. De nuevo el presente marca la agenda del noir. Los ambientes marginales de la posguerra y sus tipos erráticos se mudan en ejecutivos y empresarios que ocupan lujosos despachos o viven en casas opulentas. Hombres de negocio que medraron durante la ocupación e hicieron posible el “milagro económico”. El crimen se perfuma, se vuelve más civilizado, capcioso; sus resultados sin embargo, serán idénticos.

En el plano formal Kurosawa se sirve del formato scope, la pantalla se agranda, los campos tienen más aire y la profundidad deviene fundamental para la diégesis porque en los segundos términos surge el dato, la información relevante que aparece aguardar al observador, ya sea el “fantasma” de Wada atormentando a Shirai o el humo rosa que delata al secuestrador, el horizonte de la imagen traduce dialécticamente el antagonismo entre los dos puntos de vista que vertebra e integra las historias, y pone en guardia a la audiencia para que la atención no se relaje. De otro lado, el aprovechamiento de la distribución espacial de los personajes con fines dramáticos, es una constante explotada con gran expresividad en la primera parte de El infierno del odio.

La atmósfera asfixiante que establecía el calor y la herrumbre, parece disolverse y el mundo se antoja un lugar más habitable. No obstante es una mera apariencia de equilibrio, porque lo reprimido que acaba por volver, como la tarta de bodas en Los canallas duermen en paz opera como memorando del crimen, como el odio de los que se sienten marginados en una sociedad que fomenta el deseo material pero frustra su consecución para la mayoría, que vehicula los motivos de Takeuchi. Los volcanes a los que Wada no llega a arrojarse, las ruinas donde se oculta Nishi o el cuartucho del mismo Takeuchi, evocan puntualmente aquella dureza que pone mentís al lujo, el orden, la ilusión del bien.

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 Los canallas duermen en paz

 Kurosawa contempla su país desde el contrapunto que ofrecen las dos versiones de un mismo tipo encarnados en dos personajes, Iwabuchi y Gondo, los protagonistas de Los canallas duermen en paz y El infierno del odio, respectivamente.

Iwabuchi (Masayuki Mori), es el despiadado jefe de una constructora dedicada a esquilmar recursos públicos a través de contratos fraudulentos (¿les suena?), cuando las cosas se tuercen y el escándalo copa las primera páginas busca entre sus empelados un chivo expiatorio que con su suicidio limpie el delito. La doblez del personaje se manifiesta con el comportamiento en casa, cuando se encuentra en compañía de sus hijos, por algo, Los canallas duermen en paz es uno de los filmes preferidos de Coppola, fuente de inspiración de El Padrino.

El crimen ha abandonado los arrabales, la trastienda del mercado negro, los modos de la violencia inmediata, física y visceral del yakuza. El crimen se ha vuelto aséptico, desapasionado, nada personal, solo negocios. El asesinato cumple una función, mantener la estabilidad. Ahora se sugiere, se insinúa y luego se espera a que el cabo suelto se corte a sí mismo. Ahora, la superficie de la ciénaga es cristalina, aunque su fondo sea igualmente turbio.

Hay un momento donde Nishi dice refiriéndose a Shirai: “No es un hombre, es un directivo” La analogía entre el mundo empresarial y el hampa es manifiesta en un filme de aliento trágico que arranca con una secuencia memorable, la recepción de la suntuosa boda entre Nishi y Yoshiko donde de forma magistral asistimos a un clima de inminencia entre discursos tensos y brindis con champán, se anuda el conflicto posterior. El último acto tiene lugar en un escenario bien distinto, las ruinas de una fábrica bombardeada en la guerra en la que Nishi y su amigo Itakura 1 ocultan a Moriyama (Takashi Shimura) para chantajear a Iwabuchi. Del lujo a las huellas del desastre, el retorno de lo reprimido, la violencia que nunca ha abandonado a Japón, solo ha adquirido modos más sutiles. Sorprende que frente a los desenlaces llenos de una acción brutal y extenuante en los filmes precedentes, el asesinato de Nishi comparece en el discurso de Itakura, en realidad un soliloquio, el crimen es diferido por una palabra que se abisma hacia la locura.

El despacho del Iwabuchi es el espacio donde se ejerce poder. La silla como trono y el teléfono es el arma. Su voluntad es ley y la palabra, su vehículo. No obstante, habrá dos secuencias donde veremos al poderoso presidente sometiéndose. En ambos casos, esa debilidad será espiada, delatada por una mirada intrusa. Esta figura misteriosa al otro lado del teléfono que reclama la atención del jefe y con quién siempre habla en pie para acentuar su servilismo, por su abstracción, sugiere una presencia del mal intangible, otro eslabón en una jerarquía contra la que no es posible luchar. Es el gran Otro, el ámbito de la palabra donde siempre hay que rendir cuentas.

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 Los canallas duermen en paz

En la primera secuencia, la conversación es presenciada por Nishi. Consta de dos planos. En el primero, la distancia del campo y su duración sugiere la presencia de una mirada. Iwabuchi rinde cuentas a alguien en segundo término, perfilado al eje de la cámara, y solo se siente una vez que ha colgado, entonces, un corte neto nos mostrará el contraplano, y junto a Iwabuchi descubrimos a Nishi, era su mirada intrusa la que establecía aquella distancia. Su suegro molesto le conmina a que llame antes de entrar, aunque sea de la familia.

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 Los canallas duermen en paz

La última secuencia del filme solo consta de un plano y cuatro encuadres. El primero nos sitúa en el despacho, aunque ahora no detectamos una mirada intrusa en tanto que el personaje está en el eje mismo de la cámara. Como no se sienta para hablar por teléfono, intuimos que marca el número del gran Otro. Una panorámica acompaña la mirada sorprendida de Iwabuchi, que descubre a sus hijos en el lugar que antes ocupó Nishi, ya sabe el espectador que ha sido asesinado. Yoshiko ha perdido el juicio y es repudiado por su primogénito. La cámara encuadra a los tres personajes desde un ligero travelling de aproximación hasta que los jóvenes abandonan el plano. La cámara bascula luego cuando comienza a sonar el teléfono e Iwabuchi se apresura hacia la mesa para responder. Solicita renunciar por el bien de la empresa pero el gran Otro tiene planes para él, el destierro. El plano secuencia termina con una excesiva reverencia de Iwabuchi sobre el aparato. Muerto Nishi, Kurosawa ha evitado esta vez la identificación con ninguno de los personajes.

 6. El infierno del odio

Si  Los canallas duermen en paz es en esencia una tragedia en sentido clásico, que ha sido vista como una nueva versión de Hamlet, El infierno del odio, es un thriller más convencional y también, más perfecto y convincente. Gondo (Toshiro Mifune), encarna al hombre que ha hecho fortuna trabajando duro, creciendo desde lo más bajo y siempre de forma honesta, orgulloso de ofrecer un producto de calidad incluso a costa de perder cuota de mercado. No obstante, su obstinación ante la realidad del mercado y su maquiavélico plan para hacerse dueño mayoritario de la empresa le emparenta con el secuestrador. También pergeña un plan casi perfecto, también él es constante, audaz, tenaz. También persigue un espejismo: el éxito.

Varias imágenes sintetizan esta idea a través de reflejos. La primera se sitúa en el ecuador del filme, y delimita sus dos partes, el secuestro y la búsqueda del secuestrador. La primera mitad transcurre enteramente en el interior del domicilio de Gondo, en un salón que, desde un amplio ventanal, domina la ciudad. Nunca, durante este tramo, veremos un plano desde el exterior. Más tarde, sabremos que la casa se encuentra situada en una atalaya, presidiendo una ciudad atestada donde la miseria no escasea, una ciudad que levanta la vista con envidia hacia su arquitectura de marfil.

En el curso de las investigaciones inmediatamente posteriores al intercambio, dos agentes de policía dirán intimidados por su presencia altiva, parece que nos mira por encima del hombro. A continuación una panorámica registra su reflejo en el agua pútrida que se embalsa a sus pies.

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 El infierno del odio

Sobre ese plano encabalga otro simétrico con el reflejo ahora del secuestrador. Él pertenece a la charca, a la ilusión, a la imagen; él es parte de una forma de realidad degradada que persigue una quimera inscrita en la superficie cenagosa.

Pero el poder que manifiesta su enclave elevado embosca una doble debilidad. Concita el odio y su interior puede ser espiado y desde múltiples puntos, algo que dificulta la localización del secuestrador.

La crisis de identidad de Japón la ha manifestado Kurosawa a través de las identidades vacilantes de sus personajes en tanto tiende a una dialéctica identificatoria que suprime las categorías morales y nos muestra lo que hombres en apariencia tan diversa, tienen en común. Recordemos cómo Matsunaga y Okada acababan cubiertos de pintura blanca, o los paralelismos biográficos entre Yusa y Murakami, los intercambios de identidades de Nishi e Itakura; aunque quizá nunca con una formulación visual tan sintética y efectiva como en El infierno del odio, enfrentando los rostros de sendos antagonistas y fundiéndolos con sus reflejos. La falsa compostura de Takeuchi y la mirada conmiserativa de Gondo. Al fin, ambos persiguen lo mismo por medios diversos. Al fin, en ambos vive el otro.

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El infierno del odio

Cada hombre es muchos hombres. No de otra cosa nos ha hablado Kurosawa a lo largo y ancho de estos cuatro filmes.

  1. Itakura en realidad es Nishi. Intercambiaron identidades para que Nishi pudiera acercarse a Iwabuchi y vengar a su padre, chivo expiatorio de otro escándalo de la empresa.
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