Alcoholismo (I): Cine mudo y clásico estadounidense

Cuando Días sin huella se propuso cambiarlo todo Por Yago Paris

"- ¿Cómo es emborracharse, Ned?
- Bueno, para empezar, te da vida. Y, después de un rato, empiezas a saberlo todo sobre ella. Te sientes…No sé, importante…Y entonces, muy pronto, empieza el juego. Un juego estupendo, terriblemente emocionante. Ves las cosas claras como el agua, pero cada movimiento, cada frase, es un problema. Esto se pone bastante interesante.
- ¿Pero recibes golpes, no?
- Desde luego, pero eso también es bueno. En ese momento, no te importa nada en absoluto. Entonces, te duermes.
- ¿Cuánto tiempo puedes mantenerlo?
- Un buen rato. Tanto como aguantes.
- Oh, Ned, eso es horrible.
- ¿Eso crees? Hay cosas peores.
- ¿Dónde acabas?
- ¿Dónde acaba todo el mundo? Muerto. Y eso también está bien.
- Ned…¿Puede conseguirse con champán?"Fragmento de conversación entre Linda y Ned en Vivir para gozar (Holiday, George Cukor, 1938)

Estados Unidos ha tenido problemas con el alcohol ya desde el Siglo XIX. La férrea moral cristiana anglosajona de la época se vio reforzada por el Movimiento por la templanza, un grupo nacido a finales del XVIII que denunciaba los daños físicos y psicológicos que el alcohol provocaba. Sus esfuerzos por adoctrinar mediante la imposición culminaron en la Enmienda XVIII a la Constitución, más conocida como Ley Seca, que prohibía la fabricación, venta, transporte, exportación e importación de bebidas alcohólicas. Esta ley, que no prohibía el consumo de alcohol pero lo dificultaba en gran medida y que se erigía como la solución final frente a la delincuencia y las bajezas morales de esa sociedad, consiguió disparar los actos delictivos, mantener la demanda de alcohol y elevar a la mafia al centro de control de este líquido a través del mercado negro. Tal desastre provocó que el recorrido de la ley se redujera a algo más de una década, momento en que fue derogada. Este fracaso es la evidencia de una sociedad dividida entre la moral que controla el cerebro y las bajas pasiones que dominan los impulsos. Una sociedad que condena públicamente lo que demanda en privado. La habitual doble moral estadounidense.

El cine siempre ha funcionado como reflejo de las sociedades en las que ha sido elaborado, no sólo a nivel costumbrista, sino también en el tratamiento de los temas.
La importancia del alcohol en la sociedad estadounidense de las primeras décadas del siglo XX es determinante, y esto se refleja en su cine. La bebida, y más concretamente la persona que depende de ella, es un habitual del imaginario del cine mudo y clásico. El tratamiento del borracho –figura mayoritaria, pero no exclusivamente, masculina– tiene dos vertientes principales. Pasada por el filtro de la moral pública, que obliga a condenar un acto tan amoral como el emborrachamiento, esta situación puede tratarse en tono cómico o dramático.

Ya desde sus inicios, el cine mudo encontró una fuente humorística en los estragos que podía causar un borracho. Maestros de este género, como Charles Chaplin, adaptaron las características conductuales más llamativas de estas personas para arrancar carcajadas. Como clown que era, el actor inglés supo leer el comportamiento puramente clownesco que presenta la persona en estado de embriaguez. Un clown es una persona que dice lo que piensa y muestra lo que siente, sin dejarse coartar por inhibiciones sociales o mostrando los efectos de las mismas. En cualquier caso, un clown se comporta de manera natural y el humor aparece al llevar a cabo lo que nadie se atrevería a hacer en público, al romper las normas no escritas de conducta social. Desinhibición, torpeza, golpes, caídas…payaso y borracho se confunden en una analogía conductual que nos lleva a preguntarnos si fue antes el borracho o el clown.

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Chaplin, dispuesto a plantar cara a su lignario adversario en Charlot extremadamente elegante (1914)

Dos cortos de Chaplin sirven como ejemplos modélicos sobre el enfoque de este prototipo de personaje. En el mismo año, el actor y director hace un barrido de extremos al reflejar las dos caras de la sociedad. En Charlot y Fatty en el café (The Rounders, 1914) interpreta a un ricachón, mientras que en Charlot extremadamente elegante (His Favourite Pastime, 1914) retoma su habitual rol de vagabundo. En ambos casos, el personaje aparece borracho en todo momento, y es el centro de la narración y la comicidad. En los dos cortometrajes acaba metiéndose en líos y peleas por su impertinente conducta, que es la habitual, pero intensificada por los efectos del alcohol, como si de una versión hiperestimulada del clown se tratara. No faltan los esfuerzos por conseguir más alcohol, los intentos frustrados de caminar en línea recta y los golpes y caídas por descoordinación.

Especial mención merece Charlot y Fatty en el café, por el manejo del rol a estudiar. En primer lugar, en los intertítulos no se habla de “borracho”, sino de “persona sedienta”. Quizás un eufemismo acorde con la hipocresía del mundo que ridiculiza, pero también una manera de evitar el abordaje directo del tema. Esa misma sutileza es la que se usa para subrayar las consecuencias del abuso del alcohol. Siendo una comedia pura, sin el menor rastro de drama, no deja de ser remarcable que el final de la trama sugiera la muerte por ahogamiento de los dos alcohólicos protagonistas (Chaplin y ‘Fatty’ Arbuckle), demasiado borrachos como para ser conscientes de ello. Por tanto, se deja notar esa aura moralista en ciertas comedias, que, aun relativizando el tema y aprovechándose de la comicidad inherente de estos personajes, muestran el correspondiente castigo, o se ven forzadas a ello por presión de los estudios –reflejo de la presión popular–. En una línea paralela se mueve Detective a a fuerza (The Bank Dick, 1940), en la el cómico W.C. Fields interpreta a un borracho tan desastroso como el de Chaplin, pero al que, irónicamente, sus disparatadas ideas le acaban saliendo bien. A pesar del final feliz que se anota, el enfoque es el de un tonto con suerte.

El fatídico destino de ambos personajes se disfraza de comedia en Charlot y Fatty en el café (1914)

Estos ejemplos contrastan con otras comedias que, lejos de condenar el consumo abusivo de alcohol, le restan importancia o llegan a encumbrarlo. El primer caso se observa perfectamente en La cena de los acusados (The Thin Man, W.S. Van Dyke, 1934), una trama detectivesca en clave de comedia que se centra en lo que se genera alrededor de una serie de asesinatos. Y esto es fiestas y encuentros varios, colmados de copas. William Powell interpreta el papel de Nick Charles, un detective retirado que disfruta a golpe de licor de las comodidades asociadas a su matrimonio con una mujer rica. En una desenfadada apología de la amoralidad, este actor aparece en prácticamente cada plano sosteniendo una copa, que rellenará varias veces a lo largo de cada escena, sin que suponga ningún problema en su conducta, interacción con los demás o estado mental.

Despertarse en medio de la noche, momento perfecto para servirse otra copa

De una manera más discreta pero finalmente más transgresora, Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story, George Cukor, 1940) aborda la borrachera como una suerte de nirvana clarividente. Su modélica protagonista femenina de screwball comedy, Tracy Lord –Katharine Hepburn–, es una mujer con iniciativa y de firme moral que se separó de su marido por ser un insoportable borracho empedernido. Sin embargo, la trama avanza y ella acaba emborrachándose con un recién conocido, Macaulay Connor –James Stewart–, con el que flirtea y junto a quien tiene una revelación. Este supuesto lapsus moral –está prometida con un hombre de bien, que jamás probaría una gota de alcohol– le permite cambiar su mentalidad y dar un giro radical a su vida: el giro hacia la felicidad.

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Dúo de borrachos (Katharine Hepburn y James Stewart) a punto de encontrar la clarividencia (Historias de Filadelfia, 1940)

Pero estamos en el terreno de la comedia, y todo se relativiza en estas parcelas. La propia condición del humor lleva a no tomarse las cosas en serio, y esto juega en su contra, pues la opinión general acaba por no tomársela en serio en su conjunto e infravalorarla. Una situación distinta es la que se da en el terreno del drama, el más cercano al día a día de la sociedad. Esa sociedad que cae con todo su peso sobre aquéllos que incumplan las normas de buena conducta o incluso la ley. En el cine mudo y clásico, todo personaje antagonista debe recibir su merecido por sus pecados, y los alcohólicos no se libran.
Esta situación creaba antipatía entre el público, que asociaba al actor el papel que interpretaba, como si también fuera una mala persona en la vida real. En estas condiciones, las estrellas de Hollywood jamás interpretarían a un borracho puramente malvado, como tampoco lo harían con un simple asesino. Por tanto, la representación de este rol se dividía en dos grandes grupos: el malo que además es alcohólico; y el personaje con cierta profundidad que, en determinado momento, acaba cayendo en la tentación y es realmente una víctima de sus circunstancias.

En el primer grupo están los antagonistas de trazo grueso, ésos que se rigen por el daño al prójimo, el despotismo y la destrucción. Personajes simples, muchas veces claramente secundarios, que funcionan como amenaza para el o la protagonista. Es el caso de Battling Burrows, el boxeador de mala vida y padre maltratador de Lucy –interpretada por Lillian Gish–, protagonista de La culpa ajena (aka Lirios rotos, Broken Blossoms, D.W. Griffith, 1919). Su reprochable actitud se ve coronada por sus constantes abusos con el alcohol, como también ocurre en otra obra de este director, El enemigo invisible (An Unseen Enemy, 1912). En este cortometraje, la mala de la historia es una señora de la limpieza de clase baja que decide robar el dinero guardado en la caja fuerte de la casa en la que trabaja. A punta de pistola, atemoriza a las niñas del hogar y corona sus actos de maldad con unos buenos tragos de petaca. Otra mujer que corona su mala conducta con copas de más es Bella, el escueto papel de Marjorie Rambeau en Fruta amarga (Min and Bill, 1930), cuya malicia sólo es superada por su sed.

Griffith se esfuerza en dejar claro quién es el malo malísimo en Lirios rotos (1919)

El máximo exponente de este modelo podría ser el rol de Jeremy Wayne en Smilin’ Through (Frank Borzage, 1941), un personaje que aparece en apenas dos escenas y cuya única característica es ser un borracho. De esta manera, su presencia funciona como mera excusa argumental para desencadenar toda la trama. En todos estos casos, la condición de alcohólicos de estos personajes funciona más como un estigma que como un aliciente narrativo. En pos de señalarle rápida e inequívocamente al público cuál es el o la mala de la película, se le asocia la etiqueta de alcohólica. Siendo una actitud generalizada en la sociedad de la época, el espectador/a se sentirá seguro/a de hacer caer todo el peso de la moral sobre estos personajes.

En un segundo apartado se localiza toda una serie de personajes de mayor protagonismo, cuyo paso por el alcoholismo es fruto de las circunstancias de su vida y casi supone una penitencia previa a una posible redención final. En Anna Christie (Clarence Brown, 1930), Chris es un marinero que ahoga sus pecados como mal padre en whisky barato junto a su amiga vagabunda Marthy –más bien perteneciente al grupo anterior ésta última–. La hija de éste, que da nombre al título de la cinta y a la que pone cara Greta Garbo, se sitúa en un límite peligroso, en el que deben insinuarse sus coqueteos con el alcohol, sin enfatizarlo en pantalla; la reputación de una estrella que comenzaba a asentarse estaba en juego. Doc bebe para olvidar su pasado y cumple condena espiritual en los pantanos africanos de Más allá de Zanzíbar (West of Zanzibar, Tod Browning, 1928); Rolls Royce era un abogado echado a perder por el alcohol y reconvertido en mozo de taberna en La ley del hampa (Underworld, Josef von Sternberg, 1927); Ned, el hermano de la protagonista Linda –nuevamente Katharine Hepburn, la reina de la screwball comedy–, ve cómo sus sueños de convertirse en músico se ven frustrados por un autoritario padre que lo fuerza a continuar con el emporio empresarial multimillonario que ha montado. Su falta de personalidad le impide plantarle cara, y encuentra una vía de escape a su amarga existencia al abrazar las botellas de champán en Vivir para gozar (Holiday, George Cukor, 1938).

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Que la Garbo beba, pero que no se le note mucho (Anna Christie, 1931)

Especial mención merece la combinación de mujeres y acohol como eje de los males del protagonista. Las femmes fatales, tan habituales en el cine negro, son personajes que, de una u otra manera, acaban arruinando la vida del protagonista masculino, que irremediablemente acabará sumiéndose en el alcoholismo –no debe olvidarse la sociedad machista en la que se desarrolla esta etapa del cine, herencia que se ha mantenido en buena parte hasta nuestros días–. En Ángel negro (Black Angel, Roy William Neill, 1946), la muerte inicial de la señorita Marlowe lleva al corredor de la muerte a un hombre inocente y termina de sumir en la profunidad etílica al alma en pena que ya era Martin Blair; en El trompetista (Young Man with a Horn, Michael Curtiz, 1950), la meteórica ascensión en la carrera musical de Rick Martin –Kirk Douglas– se ve truncada cuando conoce a Amy North –Lauren Bacall–, momento en el que empieza a beber. El problema se va agravando hasta el punto de casi perder su don con la trompeta. Nuevamente, Greta Garbo vuelve a dar la nota diferencial con su trabajo en Susan Lenox (Robert Z. Leonard, 1931). Como estrella y protagonista de la película que era, convertirse en la mala absoluta no terminaba de casar con los estándares del cine clásico. Así pues, los giros de guion sumen a su amante Rodney Spencer –Clark Gable– en el alcoholismo a base de malentendidos y cabezonería, sin que la culpa recaiga, al menos en su totalidad, sobre ella.

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Rick Martin –Kirk Douglas– da la espalda a la trompeta tras el huracán de mujer y alcohol (El trompetista, 1950)

Hasta este punto se ha expuesto una serie de variantes y enfoques sobre el rol del borracho. Siendo diferentes entre sí, todos coinciden en lo mismo: el tratamiento es meramente conductual, cuando se trata de una enfermedad. La representación era simplificada y los prejuicios transmitían la idea de que un alcohólico lo era por decisión propia o por circunstancias de la vida ajenas a su control, sin valorar otros factores que determinaran su adicción. Este contexto sociocultural y su reflejo cinematográfico sufrieron un tambaleo en 1945, año del estreno de Días sin huella (The Lost Weekend, Billy Wilder), un drama que coloca en el punto de mira al alcohólico Don Birnam –Ray Milland–. La narración sigue su tortuoso día a día, pero el enfoque plasma las consecuencias de una enfermedad mental, no la criminalización de un mal ciudadano. La descripción de sus hábitos asusta por su crudeza y alcanza máximos con las representaciones del síndrome de abstinencia y el delirium tremens, componiendo un personaje desgarrador y de gran complejidad.

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El plano incial de Días sin huella describe perfectamente la situación de este enfermo

La situación no cambió radicalmente, pero se abrió la puerta a otras posibilidades. De repente, el alcohólico podía ser un personaje profundo, interesante e incluso bondadoso. El enfoque desde la enfermedad rebaja el componente de crítica moralista, lo que permite explorar nuevas vías en la construcción de personajes. Igualmente, las caracterizaciones anteriormente comentadas siguieron existiendo. No debe olvidarse que El trompetista es una película posterior, aunque en ella ya se coquetea con el enfoque de la enfermedad. En esta línea aparece el personaje de Doc Holliday en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, John Ford, 1946). Su cercanía temporal con respecto a Días sin huella hace muy aventurado el asegurar una influencia, pero resulta innegable que las características de este bebedor lo convierten en el más interesante de la película, aunque pertenezca a ese grupo previo de personajes que tratan de sobrellevar su calvario particular a golpe de chupito. Un giro de tuerca a este prototipo de personaje lo encontramos en otro vaquero del Oeste, Dude, apodado “Borrachón”. Dean Martin interpreta a este sufridor por el desamor que cae en las garras del alcoholismo –hay cosas que nunca cambiarán– y que busca redención en una constante lucha consigo mismo, en la que se introducen detalles que lo acercan al enfermo, como el temblor de manos y la sudoración propios de síndrome de abstinencia.

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El estatismo inherente a una fotografía impide apreciar el temblor de sus manos (Río Bravo, 1959)

A la vez que se humanizaba el tratamiento del borracho tradicional, Días sin huella abría la veda para el enfoque como enfermo. A la obra de Billy Wilder le siguieron otras que mostraban a las claras la conducta del alcohólico a nivel clínico. En 1952 apareció Vuelve, pequeña Sheba (Come Back, Little Sheba, Daniel Mann, 1952), la historia de Doc Delaney, un practicante interpretado por Burt Lancaster que lleva un año sin beber; el mismo tiempo que lleva en la asociación Alcohólicos Anónimos (AA). La presencia de este grupo de ayuda y las constantes referencias en el texto a su pasado alcohólico no hacen nada por evitar el tratamiento directo del asunto, llegándose a mostrar en el clímax las consecuencias de abandonar la terapia. Dos años más tarde, La angustia de vivir (The Country Girl, George Seaton, 1954) se atreve a mostrar la cara más patética del borracho. Bing Crosby interpreta a Frank Elgin, un cantante y actor traumatizado por un suceso pasado que lo sume en el alcoholismo y lo fuerza a eludir toda responsabilidad, aunque ello implique mentir y manipular a su gente más cercana.

Burt Lancaster en una clínica de desintoxicación (Vuelve, pequeña Sheba, 1952)

Ya en los estertores del cine clásico, Blake Edwards, que un año antes había rodado la mítica comedia romántica Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961), se atrevió con un proyecto que comienza como comedia con tintes dramáticos para virar lenta pero inexorablemente hacia el infierno de la drogadicción. En este caso, el alcoholismo se recrudece al compartirse. Jack Lemmon y Lee Remick son Joe Clay y Kirsten Arnesen, un matrimonio que carbura desde el principio en clave de trío. Su relación se funda alrededor de unas copas, se fortalece entre botellas y se desmorona cuando Joe pretende reconvertir ese trío en pareja. Un relato desgarrador sobre la destrucción de un hogar por la adicción al alcohol, en el que está presente nuevamente Alcohólicos Anónimos, las clínicas de desintoxicación y el síndrome de abstinencia. Una historia cruel pero tremendamente humanizante, una visión desangelada pero carente del maniqueísmo imperante en los inicios del cine mudo y clásico de Hollywood. Un reflejo de la evolución que el tratamiento de estos personajes ha sufrido a lo largo de las primeras seis décadas del cine. Un desarrollo lento y complicado en un mundo de reglas muy estricas que estaban a punto de saltar por los aires con los moteros tranquilos y los toros salvajes del Nuevo Hollywood.

El trío romántico de Días de vino y rosas (1962)

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