Alcoholismo (II): herramienta de autoaniquilación
Autodestrucción del hombre y vías de redención Por Fernando Solla
"Hay sobre la esfera terrestre una multitud innumerable, innominada,
cuyo sueño no adormecerá suficientemente sus sufrimientos.
El vino compone para ellos cantos y poemas"
A lo largo de los años el séptimo arte ha integrado minuciosamente el alcoholismo de un modo tan oblicuo y transversal que prácticamente podría conformar un género en sí mismo. Se suele utilizar al cine como doble espejo de la realidad, en sentido anverso y reverso, siendo lo que vemos en pantalla un reflejo más o menos sublimado de la realidad en la que vivimos y, en ocasiones, una motivación o referente iconoclasta a imitar cuando nos fijamos en la fascinación que provocan en los espectadores algunos personajes o sus intérpretes.
Desde Días sin huella (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945) a Leaving Las Vegas (Mike Figgis, 1995), pasando por Los amantes del Pont-Neuf (Les amants du Pont-Neuf, Leos Carax, 1991) o El fuego fatuo (Le feu follet, Louis Malle, 1963), muchos han sido los títulos que nos han acercado a esta patología, ya sea en la vertiente física o psíquica del enfermo, así como a la colisión de éste con su entorno más inmediato (personal y sociológico). En este texto, pretendemos acercarnos con estos y otros títulos, a las distintas fases 1 por las que puede transitar una persona que sufre de alcoholismo, siendo el trastorno la imagen proyectada y estructuradora del escrito y los títulos cinematográficos su reflejo.
I. La percepción de uno mismo (realidad versus imaginario)
Habitualmente muchas adicciones nacen del miedo de un individuo a mostrarse tal y como es ante sus semejantes. No tanto por una renuncia a los rasgos que configuran la propia identidad sino por el temor al rechazo que puedan provocar en los otros. En 1945 Billy Wilder trasladó la figura del alcohólico, asimilándola a través del lenguaje cinematográfico y su narración. No se trata sólo de incluir la temática en el guión, sino que en Días sin huella se utiliza el expresionismo del cine negro, combinado con un realismo cercano al documental, que hace partícipe al espectador del punto de vista en primera persona mediante la que Don Birnam (Ray Milland) expondrá su frustración como escritor y nos acompañará en ese descenso a los infiernos del enfrentamiento contra uno mismo. La escena final, en la que el protagonista apaga un cigarrillo en un vaso de whisky ofrece una doble lectura, ya que por encima del final feliz que supone el vencimiento sobre la copa de alcohol que se erige ante nosotros, planea amenazante una interesante perspectiva: desde el momento en que probamos algo que nos gusta ya nos podemos considerar adictos. A partir de ahí se establece una relación de dependencia en la que tanto el sí como el no supondrán una victoria sobre nuestra persona, ya que, decidamos lo que decidamos, pasamos a ser el personaje secundario de nuestra fuerza de voluntad y la obsesión y la angustia que eso provoca es, en muchas ocasiones, un peligroso efecto secundario.
II. El sistema de defensa (huida, vergüenza y convivencia con la enfermedad)
La huida del enfermo se puede interpretar desde varios puntos de vista. En este caso elegimos la huida de uno mismo, volcando la enfermedad sobre los demás, convirtiendo al otro en partícipe de nuestra dolencia. No ser el único o el peor ya es alguna cosa. Este sería un breve resumen del reflejo que Blake Edwards aportó con Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962). Más allá de la interpretación de la pareja protagonista, lo que impacta de este largometraje es, en primer lugar, la progresión cronológica de los efectos del alcohol en el cuerpo, desde la festiva e inocente primera ingesta hasta la resaca final, mostrada en paralelo al desarrollo narrativo de la trama. En segundo lugar, es que sea el personaje de Kirsten Arnesen (Lee Remick) el que sufrirá irremisiblemente las consecuencias del alcoholismo. El de Joe Clay (Jack Lemmon) y el suyo propio, una vez él la inicie en este mundo. El alcohólico será el fuerte y la abstemia débil, ya que él convertirá su flaqueza en la de ella (hasta entonces únicamente el chocolate), llevándola a su terreno e invitándola a un cocktail con ese ingrediente. No habrá mayor vergüenza para Joe que ese primer combinado: de la inocencia inicial de la mujer a la total sumisión, no sólo a la bebida, sino a la figura masculina, que la llevará a casarse con en ser de apariencia simpática pero, en su enfermedad, un depredador.
Hay otro título, quizá inesperado, que nos gustaría incluir en este punto, y es El sabor del sake (Sanma no aji, Jasujiro Ozu, 1962). Aquí encontramos la otra cara de la misma moneda. En este caso, Shubei Hirayama (Chishu Ryu) caerá en la cuenta de lo injusto que resulta para su joven hija que renuncie a una vida propia por cuidarle a él, viudo y con poca energía. Refugiándose en el sake de la soledad y el malestar que le produce la situación, lo que verdaderamente nos interesa en este texto es analizar cómo Ozu reinventa la manera de plasmar los hábitos, costumbres y tradiciones japonesas a través del alcoholismo, si bien no tratado tanto desde su vertiente patológica, pero sí como último refugio. En este caso, el protagonista renunciará a arrastrar a la hija a su terreno y se sumergirá él solito en un estado de embriaguez perenne utilizando, además, un símbolo atávico de su cultura.
III. Dependencia (adicción, terapia y recaída)
Se podría decir que George (Richard Burton) y Martha (Elisabeth Taylor) conviven con el alcoholismo, pero lo suyo es más una adicción, que sirve a la vez de terapia y supone una constante recaída. El temible juego de la pareja de ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who’s Afraid of Virginia Woolf?, Micke Nichols, 1966) trasladó el original teatral de Edward Albee, llevándolo a un terreno que trascendió la doble connotación en inglés del término play (interpretar y jugar) en el ámbito cinematográfico. El uso del primer plano para plasmar la brutalidad de los efectos del alcohol en las reacciones del matrimonio, sobrepasando incluso a sus elocuentes réplicas es algo que no podíamos pasar por alto. George y Martha son enfermos plenamente conscientes de ello. Dependen del alcohol en la medida en que dependen el uno del otro. En un ámbito de campus universitario privado el alcohol situará a la pareja en un contexto de autodestrucción y de manipulación de las debilidades del otro como vía de alivio de su frustración hacia su dolor, provocado por el fracaso profesional, paternal, etc.
Hay un título que nos va a servir de bisagra entre este punto y el siguiente: Los amantes del Pont-Neuf (Les amants du Pont-Neuf, 1991). En este caso, la adicción al alcohol se mostrará desde dos puntos de vista que culminarán en uno común. Leos Carax encontró en Alex (Denis Lavant) y Michelle (Juliette Binoche) a dos personajes entre los que a medida que avance el metraje surgirá una dependencia mutua incontrolable, así como los efectos del alcohol que consumen. En el caso de él “como un viejo borracho con los ojos dentro del vino” y en el de ella para divertirse y evadirse de la enfermedad degenerativa que sufre en los ojos. Alex vivirá este proceso como algo que no debe confundirse con dominio sobre ella, puesto que las poco honrosas tácticas que usará para mantener a Michelle a su lado, no se han de ver tanto como una actitud dominante sino como todo lo contrario, a una temible incapacidad de vivir sin su amada, borrachera igual que la produce el vino.
Los amantes del Pont-Neuf
IV. Manifestación física (trastornos del sueño, alimentarios y sexuales)
Estos “cadáveres de las botellas” protagonizarán dos escenas en las que Carax desplegará todo su imaginario a través de una sucesión de imágenes que a día de hoy mantienen intacto su efecto hipnótico. Alex sufrirá de insomnio, lo que le convertirá en adicto a la particular medicina que su compañero en el puente le asignará. Su permanente estado de embriaguez le llevará a autolesionarse en distintos momentos de la película. Por su parte, Michelle protagonizará un sueño (quizá un acto de sonambulismo) después de una noche alcoholizada en el que irá a buscar al hombre por el que acaba de protagonizar una desasosegante ruptura sentimental. La culminación de este trastorno será la celebración del catorce de julio, cuando Alex protagonizará una extenuante danza entre llamas (no olvidemos que es funámbulo) para terminar con la pareja realizando surf por el río Sena. Todo mostrado con una normalidad sólo comprensible dentro del estado de embriaguez de la pareja.
Hay en las obras de Tennessee Williams un abanico de personajes para los que el alcohol resulta irreemplazable y necesario, pero sin duda es el de Brick (para el cine, Paul Newman) el que resulta fundamental. En La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, Richard Brooks, 1958) nos encontraremos con un hombre que parece esconderse tras el alcohol, mostrándose apático tanto ante la enfermedad de su padre (así como a la herencia del patriarcado) como ante la belleza y devoción de su esposa Maggie (de nuevo, Elisabeth Taylor). Esta falta de apetencia sexual, causada en apariencia por el alcoholismo del protagonista, se irá definiendo como consecuencia de la relación de Brick con Skipper, que acaba de cometer suicidio. Durante el desarrollo de la trama conoceremos que Brick no bebe para esconder su homosexualidad o eludir la cama que comparte con su esposa, sino para intentar superar que el motivo de la muerte de su amigo fuera el rechazo de Brick tras la confesión de amor de Skipper, después de que Maggie intentara seducir infructuosamente al último, celosa de la relación entre ambos.
Alcohol para esconder, alcohol para olvidar.
La gata sobre el tejado de zinc
Sin duda, lo verdaderamente emotivo y sorprendente, no es tanto la vuelta de tuerca constante sino cómo hace seis décadas se utilizaba el alcoholismo como excusa válida o permitida para mostrar aspectos de la vida que no se mostraban abiertamente en el ámbito público, entre ellos el cinematográfico.
V. Manifestación psíquica (depresión, ansiedad o suicidio)
Hay dos títulos, muy distintos entre sí, que por su enfoque y su valentía al tratar el desarrollo del desbarajuste psíquico del enfermo destacan en este aspecto, interrumpiendo el estado alterado de sus protagonistas para reducirlo a un instante final de lucidez absoluta.
Más allá de la crítica nada encubierta hacia el entorno cinematográfico que George Cukor realizó con su versión de Ha nacido una estrella (A Star is Born, 1954) hay un motivo primordial por el que esta película rompe las fronteras del metacine: la elección de Judy Garland para el papel protagonista. Sin entrar en ningún tipo de interés amarillista, ver cómo Esther Blodgett, su personaje, lucha contra viento y marea para seguir con su carrera y matrimonio y sobrellevar la adicción de su marido (conociendo algunos detalles concretos de la vida personal de la actriz), puede llegar a resultar hasta macabro. A pesar de todo, lo que destaca de este largometraje para incluirlo en esta sección es la decisión final de Norman Maine (James Mason) de cometer suicidio al caer en la cuenta que lo único bueno que ha conseguido en su carrera como intérprete es convertir a su actual esposa en una estrella cinematográfica. Si él desaparece, ella tendrá el futuro glorioso que él ya ni desea, quemando a la vez el último cartucho para conseguir cincelar su nombre en los anales del séptimo arte. Curiosa manera de mostrar cómo una enfermedad puede seguir dominando la vida de la familia del alcohólico, incluso cuando él ya no está.
Ha nacido una estrella
En otro contexto geográfico, acudimos a la sensibilidad de Louis Malle que, con El fuego fatuo, utilizó el alcoholismo de Alain Leroy (Maurice Ronet) como excusa para dinamitar los pilares estructurales de la burguesía de la década de los sesenta. Su protagonista, Alain, se encuentra a punto de terminar el periodo de rehabilitación en una clínica de Versalles. Intentará frenar su voluntad de cometer suicidio y visitar por última vez a sus amigos de París. Ante la ampulosidad absurda y sin significado de la vida burguesa de éstos, concluirá que su existencia no merece alargarse más y se suicidará. En este título, la música de Erik Satie transmite la melancolía del enfermo, así como intensifica ese momento de máxima y definitiva lucidez que comentábamos antes.
VI. Mirada hacia el futuro (renuncia versus aceptación)
Terminaremos con un título que podríamos situar, igualmente, en los dos puntos anteriores. En Leaving Las Vegas, el personaje de Ben Sandeson (Nicolas Cage) es un guionista de cine, que tras perder el trabajo, así como a familia y amigos, a causa de su adicción al alcohol, decide irse a Las Vegas para beber hasta morir.
Hay en este largometraje una particular plasmación del alcoholismo a través de las imágenes. Por ejemplo, en ningún momento se dice que Ben sufra algún trastorno alimentario, pero nunca aparecerá comiendo a lo largo de todo el metraje, quizá por olvido, quizá por patología. Esa voluntad suicida del protagonista puede interpretarse tanto como renuncia (a uno mismo o a la enfermedad) o aceptación (de lo mismo). La mirada hacia el futuro no tiene que ser en sí misma hacia la voluntad de rehabilitación. Quizá esa luminosidad que desprende la ciudad de Las Vegas no sea más que un símil de la luz al final del camino. La muerte como único futuro o esperanza posible, algo que hermana a Ben con Norman Maine o Alain Leroy.
En la relación que establece el protagonista con Sera (Elisabeth Shue) hay también esta doble posibilidad de aceptación o renuncia: ella no tendrá derecho a cuestionar el alcoholismo de Sam, pero él no deberá interferir en la prostitución, su modo de ganarse la vida. Incluso podríamos interpretar ese último orgasmo antes de la muerte como símil de la paz que requiere un alcohólico en su incesante e indefinible búsqueda.
Leaving las Vegas
A modo de breve conclusión, nos gustaría citar el filme Alrededor de la medianoche (Autour de minuit aka Round Midnight, Bertrand Tavernier, 1986) ejemplificando la relación que se establece entre Dale Turner (Dexter Gordon) y Francis Borler (François Cluzet) como la que podamos establecer los espectadores cuando compartimos las motivaciones de todos los personajes citados en los párrafos anteriores.
Del mismo modo que Borler intenta rescatar a Turner de sus achaques con la bebida, todos los títulos escogidos retratan a través de sus personajes una patología que no tiene un único tratamiento o antídoto, puesto que es, precisamente, el antídoto a otras muchas dolencias que nos afectan. En el caso del alcoholismo, hemos escogido ejemplos que lo retratan a través del lenguaje cinematográfico y que no siempre aparecen en la cabecera de las listas sobre el tema en cuestión. Como decíamos al principio, personajes e intérpretes iconoclastas, cuya admiración no se reduce a un mero acto contemplativo, sino a un vínculo o conexión mucho más profundos, establecidos a través de la sincronización de lo visto en pantalla con lo vivido en nuestro trayecto diario.
- La clasificación de las distintas fases de la enfermedad está basada en el índice propuesto por Thomas Wallenhorst en su libro La dependencia del alcohol. Un camino de crecimiento (L’alcoolo-dépendance. Un chemin de croissance. 2006, Ellipses Édition Marketing, S.A., París, Francia) ↩