Alien 3

Marrones al cubo Por Enrique Campos

Si rondas la treintena, te va estupendamente rodando videoclips y anuncios, pero cada noche te acuestas pensando que tu sitio está junto a Kubrick, Spielberg, Ridley Scott, y no al servicio de Madonna, un día cualquiera, sin saber muy bien qué hora es, oirás los cantos de sirena de Hollywood y tal vez olvides que las sirenas, aunque irresistibles, no quieren bien a los hombres. Cuando David Fincher recibió la llamada de los productores de Alien 3 para que pusiera orden en un rodaje que no terminaba de arrancar, que había visto ya desfilar a dos directores, a algún que otro secretario del juzgado portando querellas del sindicato de guionistas y hasta a un perro disfrazado de la criatura de la criatura de H. R. Giger, quizá no se paró a calibrar su situación. Pero su situación ante aquella oferta se resume en tres palabras: “David, estás jodido”.

Los depositarios de la saga alienígena por excelencia querían dos cosas de Fincher; la osadía de la juventud y un cabeza de turco de perfil bajo ante la muy probable (y ritabarberesca) hostia que les esperaba al final del camino. El aspirante a Kubrick, a Spielberg, a Ridley Scott, no tenía mucho margen de decisión. Decir que no y volverse a su loft angelino con sus sillones de 3.000 dólares y sus estatuillas de los MTV Awards o entonar el “Lose Yourself” de Eminem: “Si tuvieras una sola oportunidad de conseguir lo que siempre quisiste, un solo intento, en un segundo, ¿lo aprovecharías o lo dejarías pasar?”. Aunque duela darle la razón al rapero del pelo oxigenado, David no tenía más narices que recoger el guante por el bien de su carrera, y seguir entonando canciones: “¡Aquí mi fusil, aquí mi pistola! ¡Una da tiros, la otra consuela!”. Salir reforzado de un proyecto que olía a chamusquina o morir con las flamantes botas de director de cine puestas. Siempre le quedaría Madonna.

Alien 3

Fincher aprende a bailar con el diablo

Alien 3 se había estado gestando desde unos meses después de que James Cameron pusiera a Ripley, Newt, Hicks y al malparado Bishop a dormir el sueño criogénico de los justos. Cuatro años de tachones en el guión, conatos de motín y llamadas de Ridley Scott para que contaran con él de nuevo si le dejaban hacer Prometheus  (2012) en vez de esa vaina de prisiones espaciales que hubiera cabreado hasta la convulsión a la Annie Wilkes de Misery (Rob Reiner, 1990). Con ella, que detestaba que los personajes esquivaran la muerte sin una explicación convincente, bien lo saben los tobillos de James Caan, no habría colado este segundo rescate de la heroína Ripley, de nuevo a la deriva en el océano cósmico. Y sin que nadie nunca le frotara un cupón de la ONCE por la chepa. Afortunadamente, Annie, como todos sabemos, no vivió para ver Alien 3.

Con ese panorama, Fincher llegó a tiempo de oler el napalm fresco de la mañana y preguntarle a Sigourney cuánto le habían pagado por cada pelo de su cabeza afeitada. Poco más. Había mucho que hacer. Había todo que hacer. Adecentaba el guión por la noche en la medida de lo posible, y se ponía al timón del Bounty con la amanecida. El presupuesto se disparaba, rodaba a escondidas con Weaver escenas vetadas por los señores de los puros, todo bicho viviente hacía enmiendas a la totalidad. Hollywood para principiantes en sólo una película. El infierno que habían imaginado para la teniente Ripley iba muy parejo al calvario de un don nadie sin apenas voz ni voto en su propia película, y eso le iba a convertir en el director sin miedo a nada de Seven (Se7en, 1995) o El club de la lucha (Fight Club, 1999), pero renegó de aquella opera prima al minuto siguiente de gritar el último “¡Corten!”. Fincher no quiso saber nada del montaje. Sólo cuando se convirtió en el niño mimado de la industria le ofrecieron el premio de consolación del director’s cut para Quadrilogy, pero ya no necesitaba sacarse ninguna espina. Si acaso, hacer una declaración de principios: la creación para los creadores.

A los montadores, Fincher les dejó latas y latas de pura oscuridad, esto sí, marca de la casa. Les dejó sudor, herrumbre y claustrofobia. Alien 3 volvía a funcionar como producto de acción orbital, aunque se dejaba por el camino la esencia de sus hermanas mayores: el terror. La propia inercia de la saga arranca de cuajo la raíz del miedo. Ripley ha convivido más tiempo con las criaturas de doble mandíbula que con los humanos, los ha despachado con pistolas, subfusiles, sopletes industriales. Los conoce bien. Son sus enemigos, no los demonios que habitan sus sueños. De sus nuevos compañeros, psicópatas y criminales varios enviados a tomar por saco del Sistema Solar tampoco se espera que reaccionen ante los enemigos íntimos de la teniente como Gordie Lachance cara a cara con la sanguijuela de río. Sangre, sí. Desmembramientos, nivel Saw (primera parte). Testosterona, más que en un análisis de Ben Johnson. Pero pocos corazones encogidos. Otras circunstancias, otras compañías, que hacen imposible el pánico colectivo tras el hallazgo del octavo pasajero o la angustia paroxística de una cría de 9 años sobreviviendo en los túneles de ventilación de una colonia transformada en cuartel general de mamá alien y sus cuatrocientos churumbeles. Ni siquiera hay huida in extremis esta vez, sino un suicidio heroico. El toque nihilista que abominó a Lance “Bishop” Henriksen y a la mitad de los fans. Una puñalada trapera a la sufrida Ripley. ¿Y qué podía hacer? ¿Confiar en un tercer rescate, como los griegos? ¿Pensar en conservar algo de su ADN para clonarla cien años después? Bueno, esto no suena mal. Aunque Fincher andaría para entonces lejos, muy lejos; más interesado en demonios terráqueos que en depredadores galácticos. Sabiendo que con el cesto de ropa sucia que le pusieron delante hizo la mejor película… posible.

Alien 3 Sigourney Weaver

La plusmarca de Cimino no peligró. Muchos lo recordarán; a principios de los 90 corría el rumor de que Kevin Costner andaba enredado en la producción de una suerte de Mad Max marino absolutamente ruinoso. Decían, entre otras cosas, que había tenido que construir dos islas artificiales, después de que un tifón arrasara con la primera, o que las prótesis capilares del propio Kevin no eran precisamente de Sandro’s Peluqueros. Waterworld se titulaba aquel pozo sin fondo. Muchos también creen recordar que fue uno de los grandes batacazos comerciales de la historia del cine, en dura pugna con el delirio far west de Michael Cimino. Pero la memoria es traicionera, sobre todo si los recuerdos están basados en el “he oído que dicen que dijo”. Waterworld fue un capricho muy caro que en realidad generó lo suficiente en taquilla para que nadie perdiera la mansión (ni la prótesis capilar). Lo comido por lo servido. Esa historia se repitió con Alien 3. Viendo las cifras tras su estreno en Estados Unidos más de uno debió de llevarse el cañón de la Magnun .48 a la boca, pero en el último momento el público internacional salvó los muebles. El bluf no fue tal, la cuenta de beneficios, aunque temblorosa, sonreía, y el resto es historia:

-¡Llamad al franchute ese de moda! El de Delicatés

-Es Delicatessen.

-¿Tengo cara de ir al cine? Llámale, que vamos a por la cuarta entrega.

-¿Una con clones?

-Tú llegarás lejos, chaval.

Cimino duerme tranquilo. Su nombre sigue grabado en rojo entre las ruinas del estudio que hundió. Nadie se ha pegado un hostión como el suyo. No, ni siquiera Rita. Y desde luego tampoco Fincher.

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