Alien, el octavo pasajero
Cuarenta aniversario Por Raúl Álvarez
In utero
Visitar una cueva prehistórica es una experiencia única. Las condiciones naturales de esos lugares, forzadas mínimamente por una puesta en escena expositiva, predisponen al recuerdo exacto de cada detalle. La entrada de la cueva, el descenso progresivo a las entrañas de la tierra, la oscuridad densa, el olor a humedad, el goteo del agua, el silencio omnímodo, el brillo curioso de los minerales. Y, por fin, la imagen: las pinturas. Puede ser un grupo de animales total o parcialmente representados, unas manos que tiemblan a la luz de las focos, figuras de cazadores por aquí y por allá, líneas que se pierden entre los pliegues de las rocas, manchas de color que hace miles de años delineaban la figura de… ¿Quién lo sabe? Ese momento, el de la contemplación, suscita un estado de ánimo que oscila entre el misterio, la maravilla, la perplejidad y, en mi caso, también el miedo. Siento miedo ahí abajo, rodeado de fantasmas, abrazado por un abismo sordo y el eco de las pisadas. Entonces mi cerebro reptiliano me recuerda una verdad olvidada; venimos de las tinieblas y a ellas estamos condenados a regresar.
Mientras veo esas imágenes, o al recordarlas, olvido cualquier consideración artística, siguiendo el criterio de Randall White, y trato de imaginar –que no de saber– por qué y para qué pintaban las cuevas nuestros antepasados. Ese hilo me dirige a las tesis de Brian Boyd y Richard Gerrig sobre la memoria emocional y el aprendizaje grupal; la misma de Werner Herzog en La cueva de los sueños olvidados (Cave of forgotten dreams, 2011), que atribuye un valor testimonial, y por tanto narrativo, a esos vestigios ancestrales. Y de ahí, siempre, inevitablemente, llego a Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979). Pienso que quienes lo hicieron sentían miedo, de todo, y pintaban las paredes para sobrevivir en sus trazos, creados en los que quizá fueran sus únicos instantes de paz, al abrigo de la roca, el fuego y otros cuerpos. Acaso entonces vivir era sobrevivir. Esa emoción básica me azota cada vez que veo Alien porque ambas vivencias, las cuevas y la película, suponen un regreso a ese pasado primordial en que el hombre era la presa. El refugio, la Nostromo; las bestias, el xenomorfo; el fuego, los lanzallamas; el miedo, el terror; la muerte, la muerte.
No es extraño que la filosofía empezara en una caverna, la de Platón. ¿Cabe imagen más universal, por compartida, que la de unos seres humanos escondidos en las sombras de la madre tierra? Fuera de ese útero solo hay angustia, nervios e incertidumbre; emociones que producen ideas, ideas que luego tratan de fijarse en rojo, negro y ocre para, quizá, reducirlas y someterlas en un primitivo intento de comprensión. La vida empieza y acaba en una cueva. Me agarro a este cordón umbilical para reflexionar sobre Alien en su cuarenta aniversario. Esta lectura visceral es además una de las escasas salidas que quedan para escribir sobre una de las películas más estudiadas en la historia del cine. Ahí están si no las docenas de libros, ensayos, documentales y hasta exposiciones que el film de Scott ha generado a lo largo de estos años. La pasión por el fenómeno ha cubierto la práctica totalidad de temas que sugiere el film. Y lo ha hecho desde las coordenadas del arco más amplio que puede tensarse para analizar una película; el que une al fan con el académico, la camiseta de la Weyland-Yutani con la reflexión sociológica de Henry Jenkins.
El reciente documental Memory: The origins of Alien (Alexandre O. Philippe, 2019) constituye un magnífico ejemplo de esa obsesión por desentrañar desde todas las perspectivas posibles las razones del éxito de Alien. A cuestas con esa mochila en la que, por qué no decirlo, el merchandising ha cumplido una función importante en el mantenimiento del interés intergeneracional, desciendo a otras profundidades, las del lenguaje, en busca de preguntas y respuestas. Con el mismo espíritu que los personajes de Robert E. Howard y H.P. Lovecraft se adentran en fosas primigenias, siento que la oscuridad atrae y rechaza, protege y amenaza, engulle y vomita. Es preciso desafiarla para arañar sus veladuras y encontrar el origen de ese murmullo que nos atrae hacia ella. Me guía precisamente una frase de Howard escrita en Los gusanos de la tierra: «El círculo sin principio. El círculo sin final. La serpiente con la cola en la boca, que abarca el universo». En una cueva, como en el espacio, nadie puede oír nuestros gritos.
Primera galería: LV-426
En la mayor parte de aproximaciones a Alien se insiste en dos puntos. El primero es la cualidad mítica del relato, en tanto el guion se desarrolla como una narración arquetípica de viaje, búsqueda y descubrimiento. Es un asunto bien tratado por Ian Nathan en su libro Alien Vault: The Definitive Story of the Making of the Film (2011). El segundo tiene que ver con las influencias iconográficas que inspiraron el diseño de la criatura y la nave donde se hayan los huevos de su especie. Pese a su tono hagiográfico, el documental Dark Star: El universo de H.R. Giger (Dark Star: H.R. Giger’s Welt, Belinda Sallin, 2014) identifica con claridad unas fuentes que comprenden las culturas egipcia y griega, la pintura de Francis Bacon y el imaginario pictórico del nuevo surrealismo centroeuropeo de mediados del siglo XX. A estas consideraciones clásicas se podría añadir la idea de reencuentro con lo primitivo. El xenomorfo, en este sentido, no sería significativo en sí mismo, pese a la obvia efectividad de su diseño en el propósito de transmitir terror al público. Lo sustancial es el viaje al corazón de las tinieblas.
Alien reproduce y nos conecta con una emoción pretérita que escapa a todo intento de raciocinio. Es el miedo en su primera acepción. El miedo natural, según expresión de Freud, ante una amenaza que puede suponer la muerte. Pero esta, y es uno de los logros de Alien como hito del terror, no estaría tan relacionada con una conciencia de desaparición definitiva por parte del individuo –una noción espiritual– como con su oposición al concepto de supervivencia –un instinto–. La película nos devuelve al principio de los tiempos, cuando la única posesión valiosa era la vida. Scott y su equipo generan ese miedo mediante tres secuencias que expresan una sutil pero progresiva serie de descensos (físicos, espaciales y visuales) que llevan a los tripulantes de la Nostromo y, por tanto, al espectador a los dominios de lo desconocido. Primero, el Narcissus, un módulo de la nave, desciende sobre la superficie de la luna LV-426; después, sus ocupantes descienden por las cubiertas de la nave alienígena que encuentran allí, y, por último, estos descienden a los infiernos de su propia nave. No importa lo que se oculta en la oscuridad, sino la oscuridad misma y el camino que conduce a ella; esta no precisa de nada más para infundir miedo.
El descenso del Narcissus sobre LV-426 es una de las secuencias más citadas e imitadas en el cine de ciencia ficción de las últimas décadas; incluso por el propio Scott, que modula dos variaciones evidentes en Prometheus (2012) y Alien: Covenant (2017). En la narratología clásica de Campbell, este instante se correspondería con la llamada a la aventura, un hecho en principio ilusionante porque supone la primera etapa de un viaje transformador. El guion de Alien, que en efecto bebe de los patrones míticos identificados por el autor de El héroe de las mil caras, subvierte el tono de esa llamada y la convierte en un motivo a la vez atemorizante y seductor, como el canto de las sirenas homérico. Despertados prematuramente de su estado de hibernación, casi ninguno de los tripulantes desea responder a una misteriosa señal de supuesto socorro procedente de una luna inexplorada, máxime cuando aún se encuentran a varios meses de distancia de la tierra. Pero lo hacen.
La razón lógica que ofrece el guion –así lo determina una norma de la compañía propietaria de la Nostromo– tiene su contrapunto audiovisual en las imágenes de radar y en los pulsos sonoros que proceden de LV-426. Scott, un director eminentemente icónico, expresa de esta manera el verdadero motivo de alunizar. Descienden por curiosidad; porque la naturaleza humana no tolera la incógnita. Esa capacidad de negar lo literario a través de lo visual es lo que distingue al director inglés como un maestro del medio, y empieza a desarrollarla en Alien. Prometheus y Covenant, a pesar de sus múltiples problemas de guion, merecen la pena porque cada una de las malas decisiones que toman sus personajes –ejemplos del idiota moral, según expresión del crítico Diego Salgado, que tanto abunda en el cine contemporáneo– tiene una refutación visual única. Ningún personaje hace lo que dice. Es extraordinaria la facultad de Ridley Scott para establecer en paralelo, en ambas películas, un discurso visual que cobra vida propia y es, desde luego, más interesante que el literario. Son las películas que a él le interesa contar.
Volvamos a LV-426. Con el descenso, se pone en marcha un inteligente mecanismo narrativo que se repite en cada una de las tres secuencias mencionadas. En lugar de otorgarle el protagonismo a los personajes, Scott los encierra en sus correspondientes espacios de representación, reduciéndolos a un papel instrumental y casi anecdótico; son testigos, presas de un entorno hostil. El cineasta se aleja del preciosismo de los primeros planos y planos medios de Los duelistas (The Duellists, 1977) y presenta en su lugar una puesta en escena de planos generales y largos, con mucha profundidad de campo, que se hacen progresivamente más cortos hasta devorar literalmente a los tripulantes. La cámara inicia un proceso de deglución visual que recrea magistralmente la idea de caída al vacío. El Narcissus se desprende de la Nostromo y «cae» al espacio; a continuación, el módulo «cae» sobre la luna y atraviesa su atmósfera, y por fin la nave «cae» sobre la superficie. En esas tres fases, los protagonistas empiezan a desdibujarse y a confundirse con su entorno, siempre en marcha, azotados por la atmósfera y los vaivenes de la nave. Alien es en lo visual un obra que tránsita entre vacíos. El espacio, las naves, los trajes espaciales, los túneles. En muy pocos momentos se ve a los personajes respirar.
Segunda galería: la nave alienígena
La segunda secuencia de descenso relata la llegada, la entrada y la bajada –de nuevo tres fases– al interior de la nave que reposa en LV-426. Scott enclaustra a sus personajes para multiplicar la sensación de angustia que sufren en ese periplo. Los trajes de exploración, en primer término; las condiciones ambientales de la luna, en segundo, y la misteriosa nave, en tercero, funcionan como tres capas que aíslan a los tripulantes de su entorno, convirtiéndolos en una suerte de parásitos que vagabundean por un mundo extraño y fascinante. Desde su salida del Narcissus y hasta su descenso por la bodega que alberga los huevos del xenomorfo, la puesta en escena empequeñece de manera progresiva a los personajes hasta casi disolverlos. Es un proceso de abstracción visual que alcanza su cima en la tercera secuencia, a bordo ya de la Nostromo, cuando solo hay ruido de sirenas, luces, gritos, muerte y destrucción.
Como Hansel y Gretel, la expedición del capitán Dallas (Tom Skerritt) se dirige de cabeza a la casa de la bruja. A diferencia de la secuencia previa, en que la cámara se mantiene fija en la mayor parte de los planos, ahora esta se convierte en una presencia que bascula y acompaña, como un tripulante más, a los componentes del equipo. Es un ente que camina, mira y duda. De nuevo, en estas escenas los espacios tienen más importancia que los cuerpos. El perfil recortado de la nave alienígena sobre el cielo de LV-426, las emulsiones de gases que salen de la superficie rocosa, las paredes de la extraña nave, la sala del emblemático space-jockey, la bodega de carga. La película ofrece en esta secuencia algunas de las imágenes más icónicas del film y también de la carrera de Scott. Como el magnífico escenógrafo que es, este dirige la mirada del espectador a los ambientes, sabedor de que en sus texturas descansa la experiencia inmersiva del cine. Es ante todo un creador de mundos.
En este campo es necesario mencionar también el trabajo de H.R. Giger, Michael Seymour (diseño de producción), Ian Whittaker (decoración de sets) y Roger Christian y Leslie Dilley (dirección de arte). Son, junto con Scott, los responsables de un imaginario industrial que fusiona la carne con el metal, lo orgánico con lo inorgánico. Su trabajo conjunto, no obstante, sería estéril si no estuviera al servicio de esa estrategia narrativa que consiste en precipitar poco a poco a los personajes al vacío. La secuencia culmina con la bajada de Kane (John Hurt) a la bodega, a la que se refiere literalmente como una «enorme cueva». La película adquiere entonces un tono prehistórico y preternatural que no abandona ya las imágenes. El hombre y toda su tecnología se vuelven inútiles ante la fuerza de la oscuridad. Kane, engullido por el pozo, es un niño perdido y asustado. Su respiración se entrecorta, la escafandra se le empaña, le tiemblan las manos, su sistema de comunicaciones deja de funcionar y la linterna se apaga. Pero sigue adelante, atraído por la niebla y la figura de los huevos supurantes. Es la irresistible llamada del misterio, que, como el tigre de los proverbios chinos, siempre espera al fondo de la cueva.
El ataque del facehugger a Kane visibiliza por primera vez al monstruo y apuntala esa sensación de regreso a tiempos ancestrales, cuando el miedo era la sensación que acompañaba día y noche a los seres humanos. Es la escena que marca el desarrollo posterior de la película, la saga y buena parte del cine de terror contemporáneo. Los elementos son mínimos pero efectivos: oscuridad y espanto. Al devolver al hombre a su estado primitivo, que se define por la fragilidad y la inseguridad, el filme devuelve un reflejo incómodo de su época, tan parecida a la nuestra. Pero también encuentra uno de los temas angulares que preocupan a filósofos y sociólogos desde la crisis de la modernidad: hace falta muy poco para que el hombre vuelva a ser una bestia. Esa es la única alternativa que le queda a los tripulantes cuando regresan con Kane a la Nostromo. No hay lugar para la ciencia (Ash / Ian Holm), la razón (Dallas), el pragmatismo (Parker / Yaphet Kotto y Brett / Harry Dean Stanton) o la duda (Lambert / Veronica Cartwright). Solo cabe el instinto de supervivencia (Ripley / Sigourney Weaver). Y el gato.
Tercera galería: la Nostromo
La tercera y última secuencia de descenso tiene lugar a bordo de la Nostromo. Se inicia a partir de la escena más recordada de la película: la muerte de Kane a consecuencia del nacimiento del alien. La eficacia de esta escena, obviando, por sabida, la excelencia de su planificación y montaje, reside en la combinación de los clásicos eros y thanatos. Es el momento en que el relato se entrega a la visceralidad inherente a estos dos impulsos; física, porque la sangre salpica, y psicológica, porque los personajes se ven enfrentados a sus peores pesadillas. El tigre ha salido de su cueva y se ha colado en la del hombre. La identificación de esa vivencia pretérita, alojada en lo más profundo de nuestro cerebro, con la de Ripley y sus compañeros, podría explicar la fascinación inmarchitable que ha provocado Alien durante estos cuarenta años. Se puede analizar una y mil veces su mezcla de referencias culturales, desde los mitos clásicos hasta la serie B de ciencia ficción. Pero eso no alcanza para explicar su secreto. Quizá este sea tan simple como entender que no es una película de terror. Es el terror. El cine, como observó Edgar Morin, no solo produce estados de ánimo, sino que puede encarnarlos.
El tercio final de Alien es, en este sentido, una demostración de la apabullante capacidad expresiva de la imagen cinematográfica. Scott pinta su particular abrigo de Lascaux –es su cueva favorita, la misma que reproduce al principio de Prometheus– para dejar testimonio de la lucha ancestral por la supervivencia. La Nostromo se convierte definitivamente en una cueva por cuyas galerías corren y gritan los supervivientes de la expedición. Sobre sus paredes se pinta con sangre, huesos y piel, a la luz de sirenas y lanzallamas que vibran en cada pasillo y cada recodo, desde las cubiertas superiores de la nave hasta las bodegas donde se esconde la criatura. No hay escape ni rendición posible. Es el hombre o la bestia, envueltos en un combate en el que Ripley se erige en el contendiente más fuerte. Habría que estudiar en otra parte la contribución de Scott a la normalización de la mujer en papeles sustanciales, alejados de estereotipos, gracias a Ripley, desde luego, pero también a otros personajes de sus películas como la teniente O’Neill, Thelma y Louise y la reina Isabel la Católica.
Las lentes anamórficas empleadas en el rodaje de Alien, para deformar la luz por los laterales y concentrarla en el centro de cada imagen, son fundamentales en esta última parte de la película. El desasosiego, la inquietud, la agitación y el histerismo que se apoderan de la nave no tendrían tanta intensidad si esas imágenes no rayaran la abstracción gracias, precisamente, al desenfoque de las esquinas y a los flares de luz que producen las linternas, las sirenas y las llamaradas. Son planos de una modernidad visionaria, al servicio no de un esteticismo gratuito –J.J. Abrams abusa de ello en sus incursiones en Star Trek y Star Wars– sino de una intencionalidad emocional. Cuanto menos y con peor nitidez vea el espectador, mayor es el terror que este puede sentir. Este efecto duplica su impacto en tanto Scott viene de visibilizar superficies y texturas, y, en ese tramo, se olvida casi por completo de ellas. En la Nostromo manda el ruido y la furia; el flameo caprichoso del fuego sobre las paredes de la cueva.
Sería injusto no señalar la contribución en este aspecto del montaje de sonido y de la banda sonora compuesta por Jerry Goldsmith. Ambos capítulos funcionan sobre un principio básico de contraste, es decir, o se escucha poco –las tripas mecánicas de la Nostromo– o se escucha mucho y a la vez
–voces, sirenas, sonidos electrónicos, truenos, motores–. Cuando esto último sucede, se trata de una combinación de estímulos estridentes que intensifican la sensación de horror y amenaza. Volvemos a la cueva prehistórica, donde el silencio natural de la tierra se alternaba con el rumor confuso de las respiraciones, las pisadas, el crepitar del fuego, gruñidos, sollozos y balbuceos. Volvemos a la cueva prehistórica visitada, donde el silencio natural de la tierra se alterna con el rumor confuso de las respiraciones, las pisadas, el crepitar de los focos, susurros, silabeos y exclamaciones. Hoy, como ayer y como mañana, cuando Alien nos alcance –ya lo ha hecho Blade Runner (1982)–, solo habrá una alternativa: entrar, descender, atravesar, tantear y sobrevivir. A nuestra propia oscuridad.