Alleluia
El amor inmenso Por Manu Argüelles
Fabrice Du Welz le tiene muy poco apego al cine de terror contemporáneo. No sólo por alguna afirmación suya en entrevistas concedidas sino especialmente por Alleluia, película que vuelve a recrear en el cine el sórdido recorrido de los asesinos de los corazones solitarios, Raymond Fernández y Martha Beck. Y de lejos, no sólo es la mejor película que ha realizado Fabrice Du Welz hasta la fecha sino que es la mejor adaptación de aquel caso real de los años cuarenta, después de Los asesinos de la luna de miel (The Honeymoon Killers, 1969), primera adaptación llevada a cabo por Leonard Kastle dentro de las coordenadas de la serie B convulsa y abigarrada de finales de los 60.
Con Alleluia, Fabrice du Welz subió el nivel de forma considerable en la pasada edición de Sitges, alicaída y escasa de películas con potencia. Con ella el director belga denota haberse revisado y estudiado las anteriores adaptaciones, incluso la más irregular y reciente Corazones solitarios (Lonely Hearts, Todd Robinson, 2006), 1, aunque Du Welz en su desconexión del cine contemporáneo realiza una regresión que le enlaza directamente con la joya de Leonard Kastle, omitiendo el enfoque de Ripstein, Profundo carmesí (1996), más teatral y peripatético 2.
Profundo carmesí
Alleluia está filmada en 16 mm como Faces (John Cassavetes, 1968), La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, 1974) o Henry, retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer, John McNaughton, 1986). De todas aquellas películas que se han filmado en 16 mm selecciono tres ejemplos que guardan estrecha relación con la película de Fabrice du Welz y que delimitan las intenciones expresivas y formales del film. Este tipo de película utlizado especialmente en los documentales realizados en la Segunda Guerra Mundial, por tanto, destinado a un uso más televisivo y menos «profesional» que el estandarizado de 35 mm, imprime una decisión que va a enfatizar la textura sobre la imagen. Porque su aproximación tiene mucho de epidérmico, de elucubrar un trabajo más sensorial, de embargar al espectador a partir de lo rugoso e imperfecto. Y en esa obsesiva fijación por lo carnal de una pasión desaforada sobre la que Alleluia trabaja, se alinea el mismo impulso maníaco por la propia piel de la imagen. Aquí, la imagen en bruto de Cassavetes resulta fundamental. El apropiacionismo del cine verité de los documentales de los 60 reactualizado en nuestro presente, en tiempos de excelencia y de imágenes compactas y perfectas, en esta era de empresas tecnológicas por una mayor definición a través de lo digital, directamente fija el film como una propuesta a contracorriente, muy en la línea del cine experimental que se interroga más por el dispositivo cinematográfico y su materialidad que por todo aquello que alberga lo visual.
No obstante, no pretendo hacer una prematura entronización de la postura de Du Welz porque, dentro del género, por mucho que rechace el cine de terror que se realiza en la actualidad, no dista tanto de directores como James Wan, Alexandre Aja o Rob Zombie. Porque como ellos, él es un director que manifiesta ser consciente de su legado. Su paleta está tomada del Off-Hollywood de finales de los 60, películas que hoy ya han sido digeridas y consensuadas, por lo que poco de «alternativo» guardan. Eso no quita que los resultados sean excelentes, dado el penetrante efecto expresivo que consigue, pero seamos conscientes que su acto de restitución arqueológica puede estar considerado a contracorriente pero carece de la transgresión que antaño sí poseían las películas citadas.
Alleluia
La crudeza, la exaltación del grano, la opacidad de la imagen (planos/contraplanos sesgados, tapados parcialmente por la silueta del otro) o la hiper aproximación a los rostros y cuerpos de sus personajes principales son vibraciones que remiten a la sinestesia perturbardora, la visceralidad y la aspereza sórdida de Henry, retrato de un asesino y La matanza de Texas. De esta manera es como encuentra a Leonard Kastle y desecha tanto a Corazones solitarios como a Profundo carmesí. La primera, bajo las directrices del neo-noir, enclava su historia dentro del marco mítico del género y la desvirtúa porque desvía su mirada hacia el relato heroico policial, sobresaturado de clichés insidiosos. La segunda se construye sobre lo patético y el folletín con plena autoconsciencia de ejecutar una representación, por lo que el artificio impera sobre lo pasional. Dos visiones que dejan caer un peso importante en la ambientación y escenografía, algo que estaba ausente tanto en Los asesinos de la luna de miel como ahora en Alleluia. Leonard Kastle abstraía a los personajes hasta un grado superlativo, destruyendo la base espacio-temporal de la puesta en escena clásica. De hecho, descompensaba las líneas de visión geométrica, ubicando siempre a sus personajes en los márgenes del marco a la vez que sobreexponía el celuloide a la luz y oscurecía a los personajes a medida que la escalada de crimenes crecía.
Alleluia se adhiere a un torbellino, a una fuerza sobrenatural como la que da Lola Dueñas al componer su personaje de Gloria, por el que se merece todos los premios del mundo (junto a la Cotillard de los Dardenne) de este año. Cómo no vamos a pensar en el dúo Cassavetes-Rowlands, donde Lola Dueñas efectúa un ejercicio de entrega con su personaje de los que dejan huella, muy en la línea de la gran Rowlands en manos de su marido. Así, hay mucho de transfiguración estética del interior de Gloria a través de la imagen, como el tintado en rojo, expresión de su placer intenso al tener sexo con Michel (Laurent Lucas). Por lo que procede a un similar trabajo de concentración que el que realizaba Kastle, sin la obligación de deberse a la reconstrucción fidedigna del caso real, dado que ya existen anteriores adaptaciones. Es desde aquí, en ese grado de libertad, donde se enfoca una Gloria que funciona como motor de lo dislocado.
Alleluia
Sin escatimar en lo macabro e incluso en el humor negro, Alleluia es una película de imágenes de choque, una arrolladora película que busca la inmersión experiencial, que penetra en la pasión como gran energía de arrastre, cincelando una atmósfera del malestar desde la enajenación y la entrega irracional. Du Welz compone la que dice ser su segunda parte de una trilogía junto con Calvaire (2004), dos incursiones en el noir rural que buscan lo extremo y lo enfermizo, donde se vuelve a las Árdenas, donde Laurent Lucas es presa de convulsos arrebatos y donde Du Welz compone su particular visión del amor en grado límite. Porque como dice Gloria:
La gente es incapaz de ver la inmensidad de nuestro amor inmenso
- Comparte con ella el guiño de la sierra en manos de la Martha ficticia y en lo referido al último crimen parece inspirarse en la forma en la que Martha/Gloria (gritándole y totalmente enajenada) incita a Raymond/Michel a que mate a la última víctima ↩
- La cámara de Ripstein siempre mantiene la distancia con los personajes y actúa como un ojo que nos deja ver, siempre recorriendo los espacios de forma sinuosa y rítmica pero completamente desapegada de los criminales, por lo que Ripstein deambula por una época, los años cuarenta mexicanos, donde los amantes, fuertemente ridiculizados en manos de Ripstein y Paz Alicia Garciadiego, son más un pretexto que una motivación ↩