Almas en pena de Inisherin

La variante del encierro Por Ramón H Sosa

El dolor es el camino a la verdad. O ese es, al menos, el supuesto que se extiende a través de un tópico común a películas y series de todo pelaje. Escribe Rafael Sánchez Ferlosio, en uno de sus pecios, que nunca podremos saber por lo simpática que se muestra, o por si da o no da conversación en el vagón de un tren, si una persona pensará solo en sí misma o también en los demás en caso de que dicho tren sufra un accidente. Y no solo por aquello de que las apariencias engañan, sino porque la verdad, su verdad, no aparecerá hasta que el dolor la haya puesto a prueba. Las comodidades y obligaciones sociales, tanto éticas como de etiqueta, solo serían capas que servirían para esconder, de los otros y de uno mismo, el auténtico ser de una persona. Según esa idea, sería tan solo en las situaciones límite en las que esa realidad profunda, nuclear, de un individuo se manifestaría: su alma. Esta estratagema de conocimiento, que en su modus operandi —a la verdad por el sufrimiento— parece proceder o estar emparentada con la tortura, es usada, con múltiples variantes, en todo tipo de guiones. Desde la dulce y dickensiana revelación de Family Man (Brett Ratner, 2000) a la amarga y sangrienta Battle Royale (Kiniji Fukasaku, 2000), sirve para darnos una opinión sobre la humanidad o para que, a través de su redención o su miseria, conozcamos mejor a sus personajes. La prueba del dolor se puede manifestar de muchas formas, pero una de las más habituales es aquella que Luis Buñuel cristalizó en su día en El ángel exterminador (1962): la variante del encierro.

En Almas en pena de Inisherin (The Banshees of Inisherin, 2022), Martin McDonagh hace uso de esta última variante y nos muestra a un grupo de personas que, recluidas, acabarán por conocer y revelar su verdad. Con la particularidad de que, en este caso, los personajes ya han nacido, por así decirlo, dentro de la prisión que ocupan: la ficticia isla de Inisherin. Un travelling aéreo nos adentrará en ese entorno, verde, horizontal y abierto, como arrastrados desde esa cercana Irlanda a la que McDonagh representa y sintetiza. Allí acompañaremos a Padraic (Colin Farrell) por el camino que diariamente le lleva desde su casa, en el interior de la isla, hasta la que su amigo Colm (Brendan Gleeson) tiene junto a la playa. Las ventanas de la casa de Colm miran hacia afuera, hacia ese mar en el que se pierde la isla. La casa está, por el contrario, cegada en la dirección que da al interior: dirección desde la que Padraic vendrá a buscarle y hacia la que le llevará, día tras día, a cumplir con la rutina del pub, del beber, el hablar y el ver pasar la vida. Se trata, en fin, de un camino metafórico que nunca llegaremos a ver, pues ese día Colm no le abrirá la puerta a Padraic, ni le mirará, ni le responderá. Ha habido una rutina, sí, pero nosotros llegamos después, en el momento del cambio.

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Si la historia se puede permitir introducir al espectador en ese momento tardío es porque la cotidianidad que precede al cambio no necesita ser explicada. Inisherin es un reducto marcado por una lógica repetitiva en la que el hábito y el destino de sus isleños están asignados desde su nacimiento; un limbo en el que sus habitantes poco pueden hacer aparte de esperar la muerte. En Inisherin la rutina de uno es la rutina de todos y por eso, al ver a Padraic aparecer en la taberna sin su compañero, los demás parroquianos compartirán su extrañamiento. Ante su insistencia, Colm acabará por revelarle que la razón por la que le ha retirado su amistad es que aquel, su compañía y su cháchara, le parecen aburridos. A sus ojos, Padraic representa la sonámbula inercia en la que flota la isla y en la que él mismo ha estado sumido. Deshacerse de él debería, según razona Colm, permitirle aprovechar los años que le quedan y realizar, al menos, una pieza musical que le sobreviva. Nunca veremos el discurrir de esa amistad entre una de las personas más reflexivas y artísticas de la isla y uno de sus lugareños menos inspirados. Llegar en el momento del cambio hace de esa amistad una afinidad invisible y casi increíble. Aumenta con ello tanto lo cómico como lo obsesivo del comportamiento de Padraic, pues sus empeños no dejarán de ser, para nosotros, la machacona y absurda persecución de una realidad inexistente.

Quizá por su experiencia en el mundo del teatro, McDonagh confía en sus actores y les deja que sostengan, en buena medida, el peso de la cinta. Farrell, Gleeson y Kerry Condon, que interpreta a Siobhán, la hermana de Padraic, realizan sus magníficas interpretaciones mientras que la cámara parece debatirse únicamente por la distancia que debe tener de un personaje: entre dejar que hable el movimiento interior que se dibuja en un rostro o alejarse de él hasta que el paisaje lo minimice y aplaste dentro del plano. La actuación austera y centrípeta de Farrell, convertirá a Padraic en un espejo en el que se reflejará el conjunto de la isla y con el que el espectador empatizará mientras este pasa, una tras otra, por las diferentes etapas del duelo. Pues con él viajaremos de la negación a la negociación y de la depresión a la ira, mientras su duelo personal acaba por acentuar y exteriorizar el duelo colectivo en el que habitan el conjunto de los isleños. Quizá la peor de las soledades es aquella que se sufre en compañía y en Inisherin la compañía es inevitable. El del duelo será, en cualquier caso, el dolor que, a través de la soledad, pondrá a prueba a Padraic, le llevará por ese camino que va a la verdad por el sufrimiento. Un encierro, decía antes, sí, pero uno interior.

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Aunque no se trate de nada nuevo, pues resulta una tensión inevitable a todo contexto social, y aunque haya sido retratado en innumerables ocasiones, sorprende que en este inicio de año coincidan en cartelera diversas películas que exploran el conflicto entre lo individual y lo colectivo. En Los Fabelman (The Fabelmans, Steven Spielberg, 2022), por ejemplo, Spielberg encara en su propio trasunto y en el de su madre el dolor que se puede llegar a propagar en el núcleo familiar cuando algunos de sus miembros deciden abrazar el discurso, nada ajeno a Colm, de perseguir sus propios sueños a toda costa. Pero será en Llaman a la puerta (Knock at the Cabin, M. Night Shyamalan, 2023) y en El triángulo de la tristeza (Triangle of Sadness, Ruben Östlund, 2022) donde esa tensión entre lo plural y lo singular se revelará, al igual que ocurre en Inisherin, a través del encierro de sus personajes. Haciendo uso de la clásica cabaña en el bosque el primero y, sucesivamente, de un barco de lujo y de una isla desierta el segundo, ambos emplearán el encierro de sus personajes como equivalente a aquello a lo que Ferlosio se refería con el accidente de tren: ya se trate la prueba moral de Shyamalan o de Östlund y su resaca de fin de fiesta, los dos valoran la capacidad del ser humano de comportarse altruistamente en una situación de crisis. Con aroma postpandémico el primero y de quiebre capitalista el segundo, pondrán frente a nosotros la grandeza o la miseria de sus personajes según lo que cada uno de ellos entiende como la verdad profunda del ser humano.

Ahora bien, si la elección entre lo individual y lo colectivo es la sorpresa y colofón de las dos películas anteriores, en Almas en pena de Inisherin es solo su punto de arranque: cuando empieza, Colm ya ha escogido seguir el mandato —que no sonaría extraño en el libro de autoayuda que podría escribir tanto un psicólogo como un ejecutivo— de liberarse de aquello que le estorba. Más pesimista que las otras, en la película de McDonagh la verdadera cara de sus personajes no será la que se muestre en la elección entre uno mismo y los demás, sino la que se deriva de esa elección que ya está previamente dada y es, en cierto sentido, inevitable. En Inisherin el individualismo no es revelación sino sistema. El yo ha ganado la partida antes de empezar. Elegirse a uno mismo no tiene por qué ser, claro está, un ejercicio de crueldad para con los otros, pero McDonagh parece preguntarse cuánto coste externo es aceptable o, por lo menos, cuánto somos capaces de asumir. Al decidir escribir, según se ha dicho, la historia del final de una amistad como si se tratara de una ruptura amorosa o al representar, igual que Spielberg, la pulsión artística como una práctica egoísta, el autor parece poner su propia intimidad bajo la lupa. Inisherin transmite un regusto a espacio de autoanálisis y, quizá, también a cierta entonación de un mea culpa. Por supuesto, no podemos saber cuánto de biografía sentimental hay en la película y cuánto es pura especulación, pero la soledad en compañía de Padraic y Colm destila la amargura de la pareja que habitando la misma casa no se dirige la palabra: soledad compartida, encierro interior.

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Frente a la costa de Inisherin, allá hacia donde miran las ventanas de Colm, aparece la silueta de una Irlanda en plena guerra civil. Tenues ecos y destellos de las lejanas explosiones son lo único que llega de ese lugar en el que la Historia —con esa ‘H’ mayúscula de libro de texto— se está produciendo. El sinsentido del enfrentamiento entre los dos antiguos amigos y la escalada de consecuencias que este conlleva, tienen un algo de metáfora del absurdo bélico. Pero diría que Inisherin es, ante todo, el lugar donde esa gran Historia no tiene cabida. En eso la isla de McDonagh es equiparable al propio cine de este que, puesto a competir con películas como Top Gun: Maverick (Joseph Kosinski, 2022) y Avatar: El sentido del agua (Avatar: The Way of Water, James Cameron, 2022) en la carrera por los Óscar, mira al espectáculo y la épica de estas desde lejos. Desde el otro lado del charco. En la isla de enfrente se desarrollan los grandes hechos, esos eventos de los que se derivan réplicas que duran a veces décadas y a veces siglos y que bien podrían alimentar una película del calibre de las dos arriba citadas. Inisherin es, por el contrario, el territorio de lo monótono, en el que las cosas no ocurren o, bien, en el que no ocurrían hasta ahora.

Esa es la razón por la que a Siobhán la posibilidad de realizarse le llegará a modo de carta e invitación de la otra costa. Allá donde las cosas suceden y las personas, en lugar de deambular como sombras, cambian. Y esa es también la razón por la que Colm, que quiere crear una composición que le sobreviva e ingresar así, aunque sea un poco, en la gran Historia, mira hacia el mar. Colm, que vive en la playa, es decir, casi en el exterior, y cuyas ventanas dan afuera pero no al interior de la isla, será el responsable de traer con su decisión un ápice de esa otra tierra —con sus cambios, sus enfrentamientos y su espectáculo— a esta tierra en la que tales desbarajustes no tenían cabida hasta la fecha. Ese es, en fin, el duelo —en los dos sentidos del término— que presenciaremos entre un Padraic que desea el retorno de la rutina y un Colm que busca la excepcionalidad. Padraic es igual de individualista que Colm. Insensible a las peticiones de este, pero también a la tristeza de su hermana, es el mayor representante de la isla en tanto que es el gran defensor de la inmovilidad. Será la llegada del cambio y del espectáculo la que le muestre la realidad en la que ha estado inmerso. Ni cabaña en el bosque, ni barco, ni isla desierta, en Inisherin las personas ya han nacido presas. Será la pérdida de la anestesia que suponen el amor fraternal y la amistad que hará visibles para Padraic los muros y las rejas de una prisión que le era, hasta el momento, imperceptible.

La peor prisión es uno mismo y, en la soledad a la que le empujan, Padraic se verá obligado a estar consigo mismo y observarse por primera vez. Bajo el foco del duelo y el aislamiento, la misma bonhomía que le caracterizaba se truncará en crueldad y egoísmo. Otra cara de la moneda que ya estaba ahí, pero que, exaltada por las heridas recién abiertas, puede alcanzar proporciones siniestras. El encierro interior será, pues, el detonante para que el dolor revele su condición auténtica: su verdad. McDonagh ha llevado el mal representativo del capitalismo a una sociedad pre-fabril enunciando así que, de esta, nadie, en ningún lugar, se escapa. La prueba del dolor es muy parecida a la del algodón y de aquí nadie saldrá sin mácula. Más oscura que la fábula de Östlund y la home invasion de Shyamalan, Almas en pena de Inisherin comparte con ellas esa mirada entre divina y antropológica que hace tan indisociable una producción de la época que la genera. A pesar de su aparente atemporalidad, Inisherin da la sensación de responder, ella también, a un tiempo en que el futuro se percibe frágil y dubitativo. Tiempo que da la impresión, sea esta real o falsa, de llevar en sí la semilla de una crisis no muy lejana en la que la tensión entre lo individual y lo colectivo podría llegar a ser un conflicto a vida o muerte. Desde este punto de vista, quizá, y solo quizá, no quepa entender la película de McDonagh como una simple muestra de la visión cínica y pesimista del autor. Quizá, y solo quizá, se trate de un intento de que, si llega, la prueba del dolor no nos pille desprevenidos y que, entre la grandeza y la miseria, podamos tomar la decisión correcta. Quizá, y solo quizá, no se trate de un pronóstico sino de una advertencia.

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