Almas en pena de Inisherin
¿Qué tal va la desesperación? Por Raúl Álvarez
The Banshees of Inisheer iba a ser la tercera parte de la trilogía The Aran Islands después de las aplaudidas The Cripple of Inishmaan (1997) y The Lieutenant of Inishmore (2001). Como su anterior ciclo, The Leenane Trilogy, estas obras están ambientada en unos islotes frente a la costa de Galway, y Martin McDonagh las concibió como una serie de comedias negras acerca de la brutalidad física y el deterioro psicológico a los que conducen la rabia, la frustración y la desesperación. En definitiva, la soledad. The Banshees of Inisheer nunca fue publicada, y en su lugar McDonagh empezó a trabajar en su primer gran éxito teatral “no irlandés”, The Pillow Man (2003), y en el que sería su oscarizado corto Six Shooter (2005). Casi dos décadas después, McDonagh vuelve a casa, su casa, para retomar aquella historia con el propósito de cerrar un círculo temático y sentimental al que debe buena parte de su importancia artística, primero como dramaturgo y ahora como cineasta.
Volver a Galway, volver a Irlanda, significa reencontrarse con el mejor McDonagh, un soberbio escritor que liga física y espiritualmente personajes, espacios y palabras a la naturaleza, tan hermosa como terrible en su país de origen. La fuerza de su escritura no se entiende de pleno sin esta vinculación al paisaje, como tampoco se entiende la de otros escritores irlandeses como Joyce o Beckett. Con más razón en el caso de Almas en pena de Inisherin, en la que la trama se articula a través de las resonancias simbólicas de los cuatro elementos. La película empieza arañando la tierra, luego la golpea el viento, fluye después hacia el mar y termina envuelta en llamas. El primer y el último plano, idénticos, funden los cuatro en una imagen pictórica de la Creación, vista desde la perspectiva del ojo de dios.
En esta sucesión de atmósferas, en la que la luz del sol y la lluvia funcionan sutilmente como bisagras telúricas, y que representa tanto el estado anímico de los protagonistas como la evolución trágica de la historia, McDonagh acierta a contar de manera ejemplar, pero sin moralizar, el desencuentro de dos amigos. Un día, sin razón aparente, Colm (Brendan Gleeson) deja de hablar con Pádraic (Colin Farrell). Nadie en la pequeña aldea donde viven se lo explica, pero ese roce acaba teniendo consecuencias devastadoras para la comunidad. Siobhán (Kerry Condon) y Dominic (Barry Kheogan), cada uno a su manera, sufrirán el seísmo. De fondo –estamos en abril de 1923–, la guerra civil irlandesa ofrece al espectador un contexto obvio para trazar analogías y paralelismos entre los motivos del conflicto y los de esa disputa íntima.
Si lo primordial es un camino insoslayable para acercarse al cine de McDonagh –también a su teatro–, no lo es menos la dimensión religiosa que empapa sus historias. Filmes en apariencia tan dispares como Perdidos en Brujas (In Bruges, 2008), Siete psicópatas (Seven Psychopaths, 2012), Tres anuncios en las afueras (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017) y ahora Almas en pena de Inisherin bien podrían ser historias extraídas del Antiguo Testamento cristiano. Desde luego por los temas, ya que McDonagh muestra un interés recurrente en la culpa, el sufrimiento, la redención y el castigo como arcos de transformación de sus personajes. Pero, sobre todo, por el tono y la perspectiva desde la que los trata. La muerte nos iguala a todos, y hasta ese día lo único que importa es la clase de persona que es cada uno. Divina, poética o de los hombres, la justicia nivela su balanza en el éter de las desdichas causadas y padecidas. Ahí entra de lleno el personaje de la señora McCormick (Sheila Flitton), la parca, la banshee, el destino fatal de Inisherin.
Mejor que nunca, al menos en pantalla, el McDonagh de Almas en pena de Inisherin reflexiona con mimo, pero sin paños calientes, sobre este asunto de la mano de Colm y Pádraic, dos hombres solitarios que afrontan el vértigo de una existencia intrascendente con las escasas herramientas que les proporciona su torpeza emocional. El uno se conforma con unas pintas diarias en el pub, el cariño de su burrita y las charlas con sus amigos. El otro anhela ser recodado por las canciones que compone, sin importarle demasiado su actitud hacia los demás. McDonagh no coloca la modestia por encima de la ambición vital. Lo que hace es situar a Colm y Pádraic ante la vieja disyuntiva del destino tal y como se formulaba en la Materia de Bretaña, la fuente en último término de la que mana su literatura, y no por casualidad la que le permite combinar de manera tan brillante lo pagano (la fe en la naturaleza y en los hombres) y lo religioso (la fe en dios).
En uno de los pasajes más sugerentes del Caballero de la Carreta (1176-1181), Chrétien de Troyes imagina a Lanzarote en un cruce de caminos custodiado por la imagen en piedra de una deidad celta sobre la cual se ha clavado una cruz cristiana. El caballero debe decidir entonces qué camino tomar, si el que conduce al castillo de Maleagant por una senda plácida pero larga, o el que lleva al mismo destino por un atajo plagado de peligros. En la fortaleza suspira Ginebra, secuestrada por Maleagant para desposarse con ella y, de ese modo, tratar de burlar la profecía que lo condena a ser un rey sin descendencia. Martin McDonagh hace justo lo mismo en su película, pero no en uno sino en hasta tres cruces de caminos, cada uno bajo la mirada de un icono, pagano o religioso: el que separa las casas de Colm y Pádriac, con la Virgen; el que bifurca los caminos que conducen al pub y a la playa, con el viejo murete celta, y el que separa la iglesia del resto del pueblo, con la cruz.
El deseo (Ginebra), la inmortalidad (Colm), el amor (Dominic), los sueños (Siobhán), la amistad (Pádriac). Tanto da lo que haya al final de un camino –todos mueren en la muerte– si uno mata su propia conciencia al elegir el egoísmo. Porque así está matando también a los demás.