Amama (Abuela)

Él nunca decía te quiero Por Carlota Ezquiaga

Desde el cromlech neolítico hasta nosotros no nos separa más que una sucesión de 80 relaciones de abuela a nieta Jorge Oteiza

Hay cosas que se dicen mejor en silencio, y en un baserri, además de ovejas, árboles y abono, se puede encontrar la más bonita de las poesías. Lo demuestra Asier Altuna en Amama, segunda película en euskera que forma parte de la Sección Oficial en toda la historia del Zinemaldia, tras Loreak (Jose Mari Goenaga y Jon Garaño, 2014) el año pasado.

En un continuo debate entre lo viejo y lo nuevo, lo tradicional y lo moderno, Altuna expone que las raíces no tienen por qué perderse aunque se pierdan parte de las costumbres. De hecho, no pueden perderse por mucho que intentemos deshacernos de ellas y romper con todo. En ese sentido, Amama trata también del destino. En la familia de Amama tienen la costumbre de plantar un árbol cada vez que nace un nuevo miembro, y la amama (abuela) pinta de tres colores diferentes los árboles de sus tres nietos. Los tres hermanos estarán marcados por estos colores.

 Amama 2015

El hermano que iba heredar el caserío -con él árbol color rojo sangre- emigró; el hermano vago y débil, marcado por un árbol blanco, formó una familia, y la hermana rebelde y malvada, de árbol negro, era al final la más apegada al baserri. Cada uno lleva el apego a su manera, pero el de Amaia resulta especialmente interesante porque lo desarrolla en forma de arte. Es así como se da uno de los contrastes más interesantes de la película: sus creaciones, en forma de videoarte o fotografías, basado en el mundo rural, y las imágenes de lo que sería el mundo rural en sí. La reconciliación con su padre se produce en gran parte gracias a su obra, y es una de las escenas más conmovedoras: viendo sus cuadros se da cuenta el padre de la importancia del caserío y de la amama para Amaia.

El padre, al fin y al cabo, forma parte de esa generación de baserritarras parcos, que creen poco en las palabras y mucho en el trabajo; poco en el decir y mucho en el hacer. Los sentimientos, pues, se demuestran mejor construyendo una cama de madera que pidiendo perdón. Las palabras se las lleva el viento, pero es difícil que haya un viento capaz de llevarse por delante una estructura tan sólida como la de esa cama.

De carácter similar es la amama Juliana: no pronuncia una sola palabra. Esto, en lugar de quitarle protagonismo, acentúa su relevancia. Amparo Badiola, la actriz primeriza que la interpreta (debuta con 83 años: se la encontraron en un bar y pensaron: “Esta es la cara”), es capaz de transmitir solo con miradas esa dimensión casi mitológica de las amamas vascas. Sus elegantes arrugas y su largo y blanco pelo suelto ayudan a crear ese aura.

 Amama 63SSIFF

Como decíamos, no pronuncia una sola palabra. Sin embargo, incluso cuando las nuevas generaciones no están de acuerdo (Amaia le espeta a su madre que siempre está callada y a la sombra de su marido), hay en el matriarcado tradicional vasco un respeto especial a las mujeres, a esas mater familias que se encargan de mantener unida a la familia y de asegurarse de que se mantengan las tradiciones o, al menos, de que el conocimiento se traspase a las siguientes generaciones.
Las poderosísimas imágenes de Amama entran continuamente en el terreno de las metáforas. Puede que sea lo más apropiado; las palabras podrían sobrar en una película como esta. Son, además, imágenes de esas que permanecen en el imaginario del espectador mucho tiempo después de terminar la película. Aunque puede que en ocasiones pequen de demasiado obvias -la cuerda que tira del hijo hacia el caserío y no le deja escapar-, la mayoría son sutiles y están cargadas de simbolismo.

En ese afán que tenemos a veces de buscar significado a elementos de las películas que no tendrían por qué tenerlo, algunos quisimos ver un pequeño homenaje a Loreak en esta película. Sin que tenga ninguna relevancia para la historia, la madre ofrece a su nuera un ramo de flores. La nuera está interpretada por Nagore Aranburu, que era a su vez protagonista de Loreak. ¿Casualidad o guiño a su predecesora? Al parecer casualidad; el Zinemaldi es un lugar maravilloso donde puedes encontrarte a los cineastas en cualquier momento, y pude preguntar a Telmo Esnal, coguionista de la película. No era la primera vez que se lo preguntaban, y les sorprendió: era un gesto de cariño sin mayor trascendencia.

Amama da una nueva vuelta de tuerca al mundo rural, y en concreto al mundo baserritarra vasco, contando de una manera muy especial una historia que, al fin y al cabo, es universal: los hijos que rompen con las tradiciones de su familia. Asier Altuna reconocía haberse basado en un poema de Kirmen Uribe en ciertas partes de la trama, y todo apunta a que se trata de Te quiero, no (Maite zaitut, ez en el original), que dice así, capturando a la perfección el alma del aita de la película:

Aunque trabajó durante cuarenta años

en los Altos Hornos,

en su interior había todavía un labrador.

En octubre, asaba pimientos rojos

con un soldador

en el balcón de su casa de barrio.

Su voz era capaz de hacer callar

a cualquiera.

Solo su hija se atrevía con él.

Él nunca decía te quiero.

El tabaco y el polvo de acero

quemaron sus cuerdas vocales.

Dos amapolas a punto de caer.

Cuando se jubiló,

su hija se casó en otra ciudad.

Él le hizo un regalo.

No eran rubíes, ni siquiera seda roja.

Había ido sacando piezas de la fábrica.

Poco a poco, sus manos soldaron una cama de acero.

Él nunca decía te quiero.

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