Amanecidos

Háztelo tú mismo Por Manu Argüelles

¿Recuerdan a Fio Piccolo, la mecánica de aviones, fuerte y decidida de Porco Rosso, de Hiyao Miyazaki (1992)? Mantengan esta imagen mental de las prototípicas protagonistas femeninas de los gloriosos animes de Miyazaki, para hacerse una idea de la determinación que han adoptado Yonay Boix y Pol Aregall a la hora de realizar Amanecidos, tras un periplo de dos años de su vida, que se dice pronto. No es casual que Porco Rosso sea una de las películas favoritas de Yonay Boix.

Hablar de Amanecidos también supone hablar de un cine hecho con más ganas que dinero, más ilusión que infraestructura, más pasión que razón. La orientación ética y estética del mumblecore no tiene por qué ser exclusivamente un fenómeno norteamericano. Como El Alma de las moscas (Jonathan Cenzual, 2010), el D’A acerca a Barcelona un cine emergente realizado en España que no cuenta con ayudas oficiales, que se aleja de los modos industriales y que marca indefectiblemente las impresiones que uno recibe al verlas. El  joie de vivre como subtexto y como superficie, porque pese a la (aparente) intrascendencia de sus imágenes, hay mucho más aliento en sus fotogramas que en muchas películas con un gran aparato técnico y escenográfico. No hay nada más deprimente que encontrarse con una ópera prima totalmente acomodada y rutinaria. A pesar de sus imperfecciones y rugosidades, siempre es preferible un debut con coraje y con nervio que uno con una caligrafía ordenada y calculada. Cuántas veces le pedimos a los films que nos agarren de abajo, que se nos lancen al cuello, que traten de impresionarnos. Estoy pensando en el caso de Xavier Dolan y J’ai tué ma mère (2009), un joven de veintitantos años que se lanza sin red, que no tiene miedo de dar excesivas vueltas sobre sí mismo como una peonza y copiar a sus mayores; que busca epatar, dirán algunos en su abigarrado formalismo neo-barroco y pop, pero que lleva consigo una furia y un empuje que ya muchos quisieran para ellos mismos.

A falta de un Xavier Dolan, descompensado y gozosamente excesivo, tampoco tenemos que caer en el victimismo porque tenemos un Amanecidos que va encontrando su forma poliédrica y multiángulo mientras se va haciendo, como los largos rodajes dubitativos de Wong Kar wai. Son 36 secuencias de 32 segundos en las que aparecen 5 chicos y 5 chicas haciendo tonterías, según palabras de Yonay Boix. Un Madrid recorrido en porciones de pizza, algo urbano, rápido y despreocupado. No es tanto una arqueología de lo banal sino un collage de lo minúsculo, de aquellos instantes de nuestra vida cotidiana sin gran significancia; polaroids de la anécdota y de la broma, pero también del dolor y de los sueños rotos. La esencia cotidiana siempre conjugada en un tiempo presente continuo, como si fuese un momento que carece de fuerza gravitatoria, una pausa flotante antes o después del acontecimiento, que como tal nunca está visible.

Amanecidos

Situarse en los veinte es empezar a sentir el vértigo de encontrarse en un período de transición. Despegarse de la flotación divertida y gozosa de la adolescencia (para los afortunados) y, por ahora mientras se pueda, detenerse para coger impulso antes de entrar en la vida adulta. Esa es la captación de Amanecidos sin una forma temporal programada, mediante situaciones sin nexo, como si fuesen signos con significantes esquivos. Puede parecer que estemos ante el vacío frívolo cuando vemos a unos chicos jugando con la nieve, o cuando un chico y una chica, frente a frente, se hacen muecas en silencio, como si fuese un partido de tenis, para ver quien consigue aguantar antes la risa. Pero esa percepción es falta de observación y/o valorización de nuestra propia vida cotidiana, de aquellos momentos que permiten filtrar la novedad dentro de nuestros hábitos rituales.

Es aquella juiciosa lección de Smoke (Wayne Wang, 1995) mediante las fotografías de Auggie en la misma esquina del exterior de su estanco, a la misma hora. Qué valor supone para el observador ver un álbum lleno de esas fotografías, en apariencia idénticas, pero que en su concatenación permiten apreciar de forma fehaciente el tránsito del tiempo más allá del instante congelado. Esa es la belleza de la vida cotidiana, como las mínimas variaciones del teatro kabuki. Siguiendo con lo japonés, Amanecidos es como una recopilación de haikus urbanos, que arrancan con una colección de entremeses para ir configurando progresivamente momentos más dramáticos, culminados en la canción de Hotel La Paz, Rutina, cantada por los personajes como efectivo bálsamo para recuperar aquel ritmo jovial del inicio. Porque ya tendremos tiempo para el dolor y el sufrimiento que supone acumular años. Por lo que el orden de estas piezas, liberadas de nexos narrativos convencionales -algo que, por cierto, lastraba a Puzzled love (2011)-, viene marcado por la gradación emocional, antes que por la coherencia tácita de sucesos.

Amanecidos

Amanecidos fundamenta su honrosa libertad y su asumido riesgo, anulando la ligazón fuerte de los acontecimientos, los cuales también son negados para ser estados pasajeros, fragmentos que dejan ausente el entero. No es que existan lagunas o que se constituya una estructura episódica, sino que directamente se pulveriza por completo el canon narrativo y toda alusión directa o indirecta a él. Tampoco es un cine de guerrilla como algunos se apresurarán a catalogar, porque hay más una voluntad lúdica de aprendizaje que intentar descolocar al espectador. No es el Kim Ki-duk de Amen (2011), para entendernos. La actitud de rebeldía está detrás del film, en la perspectiva y la perseverancia del do it yourself, en las condiciones de realización. Pero lo profílmico siempre es tierno y agradable con el espectador, donde, si retoman a los personajes femeninos de Miyazaki del principio, podrán dar forma a las chicas del film. No hay duda que en la guerra de sexos, nosotros siempre somos unos ingenuos e inofensivos peleles.

Permítanme una digresión para terminar. También les ruego que disculpen la imprecisión de la anécdota, porque se basa en cómo he moldeado dicha situación a través de mi memoria caprichosa. En un capítulo de Friends (David Crane, Marta Kauffman, 1994-2004), tras la ruptura de Rachel y de Ross (una de tantas), Ross descubre dolido y escandalizado que Rachel siempre devolvía sistemáticamente los regalos que le hacía mientras eran pareja. La tensión que daba pie a todo el capítulo entre ellos dos, acababa reconociendo tal acción por parte de Rachel. Pero también la confesión de que guardaba en una caja una serie de tickets y objetos tontos que, pasado el vigor y vigencia del momento, alcanzan un profundo valor emotivo por el recuerdo de aquel insignificante día. La famosa magdalena de Proust. Amanecidos no es el objeto caro que regalaba Ross, sino más bien esa vieja y gastada entrada de cine de un día cualquiera que guardaba Rachel en su caja. Son esas cosas que les pasan a unos amigos escogidas al azar. Y quizás por eso ha resultado ser una de las cinco que más han gustado al público del festival.

Entrevista a Yonay Boix

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