Amar
Exceso de velocidad Por Pablo López
El amor durante la adolescencia es una paradoja. Por un lado, está la dificultad de que dos personas se quieran en un periodo de sus vidas en el que están formándose como individuos y, por tanto, ni siquiera tienen claro si se quieren a sí mismos. Por otro, solo a través de la experimentación llegamos a construir nuestra identidad, y el amor es uno de los mejores campos de investigación porque nos obliga a vernos reflejados en el otro. De ahí que, por muy doloroso que resulte, se trata de un camino que es necesario recorrer, que todos reconocemos porque, en algún momento de nuestra juventud, lo hemos transitado. Quién sabe, puede que aún lo estemos haciendo. Por eso el cine lo ha retratado con tanta frecuencia, buscando comprender (o recuperar) la montaña rusa emocional que es querer a alguien cuando apenas sabes quién eres tú.
Ese es el territorio que explora Amar, el debut en el largometraje del conocido cortometrajista Esteban Crespo. Sus protagonistas, Laura y Carlos, son dos jóvenes normales de Valencia. Ella está terminando el instituto, él empezando la universidad. Están enamorados y viven ese amor con una intensidad furiosa, casi enfermiza. Después de follar sin condón, ella se hace el test de embarazo: ante el resultado, se siente confusa, no sabe qué habría sido mejor. Él fabrica dos máscaras de gas unidas por un tubo para que puedan respirarse el uno al otro. Sus vidas giran en torno al otro, lo que sucede a su alrededor es irrelevante. Tampoco puede ser relevante para el espectador, al que Crespo se propone colocar en el ojo del huracán para que sienta en sus carnes lo convulso y turbador de una relación así.
¿Qué significa esto? A nivel de puesta en escena, supone una cámara en constante movimiento, siempre pegada a los amantes; una fotografía de tonos saturados y marcados claroscuros; un montaje picado, que apenas deja momentos para respirar, y un apartado sonoro que bordea constantemente la línea entre diseño de sonido y música. Esta apuesta logra una atmosfera viciada e inquietante, pero es tan coherente con la falta de mesura de sus protagonistas que acaba por caer en el terreno de la afectación y el exceso.
Detengámonos un segundo para comparar Amar con el cortometraje homónimo que Crespo dirigió en 2005. La primera escena de la película es, argumentalmente, un calco del corto. Una pareja de jóvenes enamorados juega al intercambio de roles sexuales, convirtiéndose ella en la que penetra. A mitad del acto, un familiar entra en la casa, provocando una situación de tensión que lleva al chico, avergonzado, a querer recuperar su rol tradicional. Es una situación interesante porque resume el choque entre el deseo de experimentación propio de la adolescencia con el temor a salirse de los patrones marcados por la sociedad, y trae a colación la confusión que debe estar provocando en muchos jóvenes, especialmente chicos, la dinamitación lenta pero, afortunadamente, imparable que se está produciendo en la actualidad de los roles de género tradicionales. Sin embargo, la manera en que la película enfoca formalmente este momento traiciona buena parte de los triunfos del corto. La “realidad mejorada” del largometraje, con sus luces etéreas, sus encuadres cuidadosamente estudiados y sus colores perfectos, está peligrosamente cerca del anuncio. Parece como si el amor se estuviera exponiendo en un escaparate, como si los planos existiesen más por su valor estético que por su eficacia dramática o su significancia narrativa.
Visto el abismo formal que media entre el corto y el largo -del más crudo estilo directo a la extrema estilización- parece claro que esa artificiosidad era algo buscado, y Crespo y su equipo no tratan de matizarla en casi ningún momento, pero cuesta mucho entender la razón de semejante cambio. Prácticamente ninguno de los diálogos de Amar parece haber sido adaptado para sus actores, que se pasan todo el metraje recitando frases tan intensas que, por mucho que encajen en ese amor obsesivo y desequilibrado, resultan ridículas. Al contrario que en el cortometraje, que se valía de diálogos banales y cercanos para contar su historia, los actores de la película, pese a sus esfuerzos, son incapaces de defender sus líneas y caen en ocasiones en lo paródico. Hay en este cambio algo de salto sin red, de entregarse a la idea central -vivir en primerísima persona ese amor que devora y transforma- sin ningún tipo de vergüenza ni cortapisa. Por desgracia, también hay mucho de circo de tres pistas, de voluntad de impresionar, de querer estar siempre tocando el cielo. En Amar no existe la calma, solo la tormenta. Lo que Crespo no parece haber entendido es que no es posible estar las casi dos horas de metraje en constante agitación, ni pegados a unos protagonistas que lo viven todo tanto que acaban por agotar.
Porque ese es, al final, el verdadero problema de Amar: la falta de distancia. Está tan convencida de su decisión de llevarnos al epicentro del terremoto que acaba por caer en su propia trampa. No hay distancia para comprender o reflexionar, no hay espacio para nada que no sea las turbulencias de los protagonistas. Aunque, durante un rato, parece que la película trate de construir diferentes interpretaciones del amor mediante personajes cercanos a Laura y Carlos, ninguna de esas visiones acaba por cristalizar y son, finalmente, descartadas de la misma forma que se olvidan las ideas que el cortometraje plasmaba de forma tan eficaz. Lo único que queda a partir de ahí es el amor, con mayúsculas, vivido con semejante intensidad que acaba por resultar algo marciano. Es cierto que la atmosfera irrespirable de Amar se pega a la piel, pero su artificiosidad es tal que no resulta difícil quitársela de encima, porque, más que una herida, es una pegatina.