Amazing Grace

Lo inalcanzable Por Ignacio Pablo Rico

I'm not meant to live alone
Turn this house into a home
When I climb the stair
And turn the keys
Please be there
Still in love
With me.

Aretha Franklin, «A House Is Not A Home».

I. «I’m so glad I got religion!»

Circunspecta como una niña que hace cola en el patio del colegio antes de entrar a clase, Aretha fija la mirada en algo que está más allá de los muros de la iglesia baptista de New Temple, de las ávidas lentes de las cámaras, de los vehementes gestos del reverendo James Cleveland, de esa audiencia —mayoritariamente negra— inquieta ante la visión de quien ya era, a sus treinta años, un icono cultural. Las calurosas noches del 14 y 15 de junio representan un viraje creativo —del que se ha escrito tanto que se ha acabado diciendo poco—, a ojos de los historiadores de la música, en la carrera de una artista que, tras haber reinterpretado el soul a partir de un prisma enraizado en lo popular, se atrevía ahora a redefinir las líneas de su carrera a la luz de la tradición de los spiritual. Sin ir más lejos, brilló, en aquellas sesiones, una versión góspel de «Wholy Holy», de Marvin Gaye. Pero el encuentro, que terminó condensado en el álbum de hora y media Amazing Grace (Atlantic Records, 1972), es, asimismo, un regreso a los orígenes en un doble sentido: industriales, en primer lugar, evocando aquel debut de Franklin en el LP con The Gospel Soul of Aretha Franklin (Checker Records/Battle, 1956); y vitales, pues la propia cantante incidió en ocasiones —por ejemplo, en el programa radiofónico Fresh Air— en la idea de que el góspel fue su background y la iglesia su hogar. Amazing Grace es la vuelta a una infancia espiritual que no es necesariamente un terreno biográfico. Lo que nos brinda no responde, como ocurriera en Songs of Faith (Checker, 1964) —grabado en New Bethel, la iglesia donde C.L. Franklin, su padre, era pastor—, a la música de su niñez: más bien, se sitúa en la intersección entre aquella pequeña Aretha y la de 1972, permitiendo que convivan la clásica canción anónima «Mary, Don’t You Weep» y el popular tema contemporáneo «You’ll Never Walk Alone», del musical de éxito Carousel.

Amazing Grace

Por tanto, tampoco hablamos de invocar el pretérito a la manera en que normalmente se hace cuando el temor a la decadencia asoma en el horizonte de la madurez; para eso tendríamos que esperar, tal vez, a One Lord, One Faith, One Baptism (Arista Records, 1987), donde el góspel reviviría melancólicamente la figura de su progenitor, recién fallecido. Amazing Grace es pasado y presente, tradición y revolución, la vuelta atrás y un paso adelante. El mismo año en que Miriam Makeba llevaba a Abbey Lincoln por la tierra de sus ancestros, iniciándose esta última en el descubrimiento de una nueva voz artística —«una cuentacuentos» al modo de sus antepasados, como se retrató ante LaShonda Barnett en el imprescindible I Got Thunder 1 —, Franklin aparecería en la portada de Amazing Grace vistiendo un atuendo tradicional africano. La poética y música cristianas se dan cita con lo mucho que hay del subcontinente negro en las armonías y ritmos del spiritual. Así pues, en vez de un retorno a la infancia vivida, tiene lugar un viaje hacia una simplicidad primigenia que surge de la interiorización de las raíces propias. Pese a ser un disco que emerge, como podemos comprobar, de la armónica simbiosis entre conceptos antagónicos —ayer y ahora, niñez y juventud, África y América—, las canciones no son fruto de la tensión, sino de un suave flujo de conciencia que va de la chica que mascaba sus primeras piezas cantadas a la artista aún joven, pero hiperconsciente, que demuestra entenderse en tanto creadora. El espacio místico conquistado por Franklin, donde se reapropia como hogar del sagrado recinto en el que resuena su voz, no procede del retorno a una pureza que sabe irrecuperable, sino de la conciencia —no muy distinta a la que adquirieran, en el mito bíblico, Adán y Eva— de que únicamente perdiendo la inocencia somos capaces de otorgarle un valor trascendente al Edén añorado en que dicho atributo se encarna. La religión se abre paso en los compases y cadencias como anhelo —adulto, no pueril— de una candidez inalcanzable, que acaso Aretha entrevé tras el velo que separa nuestra existencia de lo que se extiende más allá de sus límites.

Amazing Grace 2

II. «All our sorrow will end and our voices will blend».

Casi tan apasionante como lo rodado por Pollack es el relato de la producción de una obra que llega hasta nosotros casi medio siglo después de su concepción. La cuestión fundamental que me suscitaba desde un principio Amazing Grace (a partir de este punto, nos referimos al filme, no al álbum) es cómo abordaría el realizador tan desbordante riqueza creativa, atrincherado tras cámaras y micrófonos. ¿Pueden las imágenes respirar al mismo compás que Aretha Franklin y sus colaboradores? ¿Tiene este encargo de la Warner Bros. algún peso más allá de su indudable atractivo como documento? La hora y media de grabaciones que, bajo el sello de 40 Acres and a Mule, han recuperado oportunamente Alan Elliott, Spike Lee y compañía a poco de morir la cantante, es un material perezoso a menudo en su montaje. Como si hubieran pesado negativamente las prisas y la justificada conciencia de que el filme se bastaría con la presencia de la artista para convencernos. Pero es precisamente este estatus de «cine en bruto» del que gozan sus imágenes en el acabado final el que otorga un peso extraordinario al resultado: los titubeos de la cámara —desplegados en paneos o movimientos bruscos en los que a veces se desenfoca el encuadre—, su ímpetu por capturar algo tan vivo y grácil que es casi inasible, siempre a punto de escurrirse entre los dedos, nos lleva a entender que Amazing Grace no es únicamente la cobertura de un legendario evento musical: es una película que se interroga sobre cómo fijar lo sublime en formas audiovisuales, acerca de cuál es la manera más apropiada de hacer justicia a un espectáculo glorioso.

Amazing Grace 3

Esta es la razón por la que, incluso en sus momentos aparentemente débiles y vaporosos, el largometraje sigue resultando fascinante, pues es en el fondo una meditación metafílmica sobre sus propios procesos internos; es decir, asistimos a la puesta en escena de una búsqueda incansable, y en no pocas ocasiones frustrada. No cabe réplica a Armond White cuando alega que «la cámara busca frecuentemente a Mick Jagger entre los asistentes (como si fuese necesaria la realeza blanca del rock para conferir importancia) 2». Un discutible matiz en la mirada de un director que, por lo demás, se entrega con convicción al rodaje de un show que muchas veces lo supera. Sus esfuerzos, no obstante, no resultan vanos, ya que en un puñado de instantes cargados de belleza, Pollack alcanza una extraña comunión con lo que está filmando: los primeros planos de las facciones crispadas por la emoción de Aretha en «Precious Memories», y su réplica materializada en la diagonal de rostros de los miembros del Southern California Community Choir; el pañuelo de C.J. secando el sudor que perla la frente, el cuello y las mejillas de su hija; el oscuro plano de Aretha, con una única franja de luz sobre los ojos, justo antes de comenzar la segunda noche, que sintetiza la serenidad, la seguridad y esa apertura al misterio que determinan su estado de ánimo; un zoom que cerca a Franklin con el piano, liberándola de los omnipresentes focos y cámaras, y permitiéndole así envolverse —y envolvernos— en su luz interior; el llanto desconsolado de Cleveland, cuando «Amazing Grace» agita el aire; el contrapicado en el perturbador episodio extático de una mujer del público.

El tramo más inspirado de Amazing Grace, también el más significativo de lo mejor que puede ofrecernos la película, llega cuando lo que vemos se acopla mágicamente al ritmo interno de «Never Grow Old»: el vínculo entre Aretha y los presentes comienza a latir con fuerza en cada encuadre. De repente, la protagonista se erige ante nuestros ojos rebosante de vitalidad, eternamente joven, hermosamente esculpida contra los muros de la iglesia, con las gotas que resbalan —ayer, hoy, siempre— por sus sienes. El velo se ha levantado, y con Pollack atisbamos lo que hay más allá. Cuando ella habla sobre «un lugar en el que nunca nos haremos viejos», podría parecernos que está cantándole candorosamente no solo al Paraíso perdido, sino, sin saberlo, al cine y a su capacidad de preservar el esplendor del espíritu frente a la tempestad arrolladora del tiempo.

Amazing Grace 4

 

 

 

 

  1. BARNETT, LaShonda Katrice (2007): I Got Thuner: Black Women Songwriters on Their Craft, Philadelphia: Thunder’s Mouth Press
  2. WHITE, Armond (2018): Aretha Franklin, Politicized and Alienated en National Review https://www.nationalreview.com/2018/12/movie-review-amazing-grace-aretha-franklin-documentary/
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