Amour, de Michael Haneke

La enfermedad como desahucio de la vida, antesala de la muerte Por Fernando Solla

"La vejez es la única enfermedad de la que uno ya no espera jamás curarse"Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941)

Silencio. Silencio respetuoso. Silencio mortuorio… Silencio. Así presenta Michael Haneke su última película. Y así la recibe un público que ocupa la platea con una actitud respetuosa, expectante, cautelosa, atemorizada, inquieta, doliente, que no indolente; cercana a la que nos embarga cuando participamos de un velatorio por la muerte de un ser, querido en mayor o menor mesura, pero, en cualquier caso, cercano. Es Amour una película ejemplar desde cualquier punto de vista que la queramos analizar. Y a pesar de su transversal virtuosismo se enfrenta a un gran pero: la vida. Quizá no tanto la vida, como la experiencia vital, compungida y hastiada de unos espectadores que, probablemente, rechazaremos gran parte del material cinematográfico que se presenta ante nuestros ojos, mostrándonos altamente intolerantes ante el aséptico punto de vista narrativo de Haneke (que no conceptual, si no ilimitado en contenidos) para plasmar una situación muy concreta, una gestión de las emociones, impulsos e instintos primarios (que provocarán reacciones y acciones trascendentales e irrevocables) complejísima y desolladora y un doloroso hasta la extenuación y, aunque parezca contradictorio, conformista, claudicante, relativizado y desdramatizado instinto de supervivencia. ¿A quién le duele la muerte de un ser querido? ¿A quién se queda o al que se va? La respuesta está clara. Entonces, ¿por qué tanto dolor? ¿Por qué el sufrimiento?

¿Por qué, pues, hacer el esfuerzo de experimentar Amour? Sinceramente, no lo sé. Una duda que me embarga después de fustigarme con el visionado de cualquiera de los títulos del realizador. Haneke duele.

Se instala en el rincón más escondido, en el núcleo de nuestro sistema nervioso para conseguir dominar nuestra conciencia y provocar que mantengamos un encendido y acalorado debate (con)tra nosotros mismos, cuestionando todo y a todos: nuestras motivaciones, nuestras preocupaciones, nuestras interacciones con el prójimo, los vínculos de sangre, el placer que nos provoca autoinfligirnos dolor, el ataque violento contra aquél más indefenso que nosotros (y el placer que, una vez más, experimentamos al impartirlo)… Cuántas veces un servidor no ha deseado disponer de un mando como el que utiliza Paul (Arno Frisch) en la espeluznante Funny Games (1997) para rebobinar una escena, para volver a adormecer un impulso sádico, para revocar una inquietud… Imposible e infructuoso intento de reestablecer la calma. Con Haneke no hay vuelta atrás y, aun así ahí seguimos de manera total y voluntariamente masoquista, cómplices del terrorismo psicológico y cinematográfico del realizador austríaco. A pesar del título, Amour, sigue esta perturbadora dinámica apuntalando los cimientos autorales con alguna que otra vuelta de tuerca.

Amour

Como apuntábamos al principio, nos encontramos ante una película ejemplar. Tanto desde el punto de vista narrativo como argumental, Haneke delimita y acota concienzuda y muy claramente qué es lo que quiere explicar, dónde coloca la cámara y qué papel jugamos los espectadores desde un principio. El realizador nos situará en el escenario del Théâtre des Champs Elysées, mirando hacia el público, donde se encuentran Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva), que asisten a un concierto sinfónico del pianista Alexandre Tharaud (interpretándose a sí mismo en el que sea, quizá, el único juego que se permite Haneke en la cinta que nos ocupa). En el escenario, pues, nos encontraremos en un primer momento; como un pasajero más del autobús en el que vuelven a casa la pareja de ancianos a continuación, para más adelante encontrarnos, de nuevo, dentro del piso que habita el matrimonio. De nuevo, porque es desde ahí donde empezamos la película, que arranca con lo que parece un desahucio, aunque enseguida veremos que nos encontramos ante el descubrimiento de un cadáver, secuencia que servirá de prólogo y epílogo a la vez, ya que lo que veremos a continuación será un largo y doloroso flashback, del mismo modo que la vida lo es de la muerte, algo que desde que nacemos (aunque quizá no seamos conscientes en ese primer momento) sabemos que será nuestro desenlace. ¿Por qué estamos allí? Si el tono de la película fuera otro podríamos engañarnos pensando que Haneke quiere que velemos al muerto, que nos empapemos de la desgracia y sufrimiento de sus protagonistas, pero no. A medida que avanza el metraje nos mostraremos asépticos (ya lo hemos comentado) e implacables, nos colaremos sin avisar en la intimidad de la pareja protagonista. Empezaremos rondando, asomando la cabeza, esperando en los pasillos del domicilio o escuchando tras las puertas para poco a poco y con sigilo colarnos en la cocina, en el dormitorio, incluso en la cama de los protagonistas. El realizador austriaco nos transforma en el simbólico esqueleto que empuña la temida guadaña. Sí señor, convirtiéndonos no en víctimas, sino en el más poderoso y temido verdugo: la muerte. Espeluznante y, una vez más, portentoso y (des)humanizado Haneke.

Simbolismos y analogías disfrazadas de realismo. Realismo mágico, género metalingüístico (y hasta ahora literario) que trata de mostrar estilísticamente lo irreal o extraño como algo cotidiano y común, cuyo interés no se centra tanto en suscitar emociones o apelar a los sentimientos, sino expresarlas a través de una marcada actitud frente a la realidad. Por si fuera poco, el realizador no se centra, como podía parecer en un principio, en el personaje de Anne, la enferma, sino en Georges. Para ello cuenta con dos cómplices de excepción: Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant. Excelsa ella, colosal él. La actriz (re)crea meticulosamente todo el proceso de degradación física y mental con una verosimilitud encomiable como pocas, que si no consigue trascender su ilusión de verdad, para convertirse en verdad auténtica, es sólo porque, obviamente, no puede borrar de nuestra memoria a esa abuela, esa madre, esa amiga a las que, por vicisitudes de la vida, nos ha tocado acompañar durante esos últimos momentos. Riva se entrega totalmente a su personaje, haciéndonos partícipes de la sorpresa inicial al saberse enferma, la negación de la enfermedad, el deseo fútil de valerse por sí misma hasta el último momento… Pero donde más nos conmoverá será en su empeño por no convertirse en una carga para su marido, eximiéndole de toda responsabilidad hacia ella pero implorándole, a la vez, no volver a la consulta del médico y en la plasmación de la irrevocable pérdida de facultades, del miedo, del desamparo, de esos breves instantes plenamente conscientes de su estado que desembocan en largas horas de abismal e inconsciente incertidumbre…

Amour 2

Pausa y párrafo aparte para Jean-Louis Trintignant, inconmensurable, definitivo y definitorio con su interpretación de un estado anímico que, hasta el momento del visionado de la película, creíamos imposible de plasmar en cualquier otro recoveco que en lo más profundo de nuestra intimidad, de nuestra memoria. Colosal mano a mano del Haneke guionista, que construye uno de los personajes más complejos que un servidor ha disfrutado en la gran pantalla (si no el que más) y de un actor que se muestra capaz de todo y más: cada gesto, cada mirada, cada palabra y cada movimiento están ahí, en su lugar, porque no puede ser de otra manera. Un personaje que se convertirá en nuestro propio antagonista, del público, echándonos un triunfante pulso final que se saldará con un portazo, siendo la muerte prisionera de sí misma y quedando atrapada en el piso donde transcurre prácticamente la totalidad de la acción. Trintignant protagoniza algunas escenas que, al igual que su interpretación, quedan ya cinceladas a perpetuidad en la retina cinematográfica de éste espectador: la rebelión silenciosa y vehemente renuncia contra todos aquellos que parece que buscan antes el consuelo que la capacidad de apoyar o ayudar a la pareja protagonista, incluida su hija Eva (interpretada por Isabelle Huppert), saldada con una sintética e irrevocable sentencia: “…no tengo tiempo para vuestra preocupación”; la pérdida de los nervios ante la tozuda negativa de la esposa a ser alimentada (brutal) y la emocionantísima escena en que después de negarle a la muerte la capacidad de ocupar el cuerpo de su esposa de manera natural, George muestra todo el cariño que todavía es capaz de dar, sosteniendo y acurrucando a una paloma que se ha colado en el piso entre sus brazos. Nos quitamos el sombrero ante Jean-Louis Trintignant, sí señor. Sin duda, la interpretación del año.

A destacar cuatro escenas más que al aquí escribiente le parecen explícitamente dolorosas y, a pesar de todo, hermosas y alegóricas. En definitiva, maravillosas. Haneke introduce una falsa salida por la tangente cuando George y Anne vuelven del concierto inicial. Parece que la puerta de su domicilio ha sido forzada, que han intentado robar, infructuosamente, en su hogar. Una vez más, como al principio de la película, nos encontramos dentro del inmueble. Somos nosotros, la muerte, los que hemos forzado la puerta, los que nos colamos violentamente en la plácida existencia de la pareja, los que robamos los últimos días de vida de Anne. Sigilosamente iremos adueñándonos de la casa (así como del cuerpo de la mujer). Doble y maravillosa alegoría: la muerte como robo de la vida y el piso como esqueleto estructural similar al cuerpo humano, continente de la vida del personaje femenino. Espeluznante también la pesadilla que sufrirá George: realista, asfixiante, acongojante, impresionante. Otra fase del pulso que el personaje de Trintignant realizará con la calavera de la guadaña. Sórdida y, una vez más, capaz de dejarnos catatónicos, embelesados y, a la vez, compungidos, la escena en que George escucha cómo su esposa toca el piano (no habrá banda sonora en la película a excepción de unas cuantas piezas esporádicas y escogidas entre el repertorio de Schubert, Beethoven y Bach) para acto seguido pausar el reproductor donde realmente sonaba la música y escuchar, una vez más, el silencio. Finalmente, no revelaremos nada más de la escena, pero queda dicho que deberemos escoger entre flores y estrellas, y como Haneke, nos quedaremos con las flores.

Amour 3

Poco más queremos decir de Amor. Un único (y último) reproche. Para los que hemos vivido una situación similar, no acabamos de ver qué puede aportarnos volver a experimentar una sensación parecida (que no igual). Para todos aquellos que todavía no han pasado por ello, afirmamos que no les hace ninguna falta adelantar acontecimientos de tal magnitud. Aun así, para los que creemos que el dolor provocado por la muerte de un ser querido no se debe superar, sino que es algo que debe acompañarnos mientras vivamos, ya que es de ahí de donde exprimimos y aprendemos las mayores y más útiles lecciones de vida, aplaudimos ese último portazo que comentábamos antes y que haya realizadores como Haneke que compartan con nosotros su rabia e inquietud ante la crudeza de unos hechos que son capaces de desbarajustar nuestro mundo (exterior, pero sobretodo interior) en cuestión de segundos. Como decía Anna Lizaran, ACTRIZ, que ha fallecido hace pocos días (y a la que me permitirán dedique este texto), “Si es fa bé, també agrada!” (“Si se hace bien, ¡también gusta!). Y, una vez superada la pataleta y nuestro rechazo inicial, reconocemos que el señor Haneke lo ha hecho muy, pero que muy bien. Como corresponde en estos casos, mostraremos nuestra más profunda admiración hacia el autor y su obra, del mismo modo que la recibimos: sumidos en el más absoluto y respetuoso silencio.

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Comentarios sobre este artículo

  1. ANA dice:

    Me ha encantado como Fernando recupera las flores y las estrellas en su crítica «y como Haneke, nos quedaremos con las flores».

    Probablemente nos encontramos con una de las obras menos controvertidas de Haneke, pero no deja de lado su crudeza al mostrarlo, ni su crítica social.

    La soledad es otro de los puntos que toca en su película, acentuándola en la demoledora escena final en el que el personaje de Isabel Hupper accede al piso una vez fallecidos sus padres y se encuentra sola en la inmensidad del piso.

    La desesperación y la soledad ante la dependencia de su mujer, lleva a un desenlace duro pero comprensible para el espectador, el mensaje no es polémico, es crudo, no ha desaparecido el amor, es el amor ante la desesperación, llevándolo a límites de difícil resistencia y soledad.

    Yo también me quedo con las flores.

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