An Elephant Sitting Still
Fragmentos de humanidad Por Damián Bender
En una de esas charlas largas que suelen darse entre películas en los festivales, uno de los derroteros surgidos fue la tendencia al cinismo de los directores europeos a la hora de hacer crítica social en sus películas. En algunos casos es cinismo y en otros una tendencia a manipular emocionalmente al espectador –piensen en los niños llorando para la cámara en Loveless (Nelyubov, Andrei Zvyagintsev, 2017)- para manifestar un punto, pero el asunto es el mismo: en esta suerte de “escuela post-Haneke” los directores mantienen una distancia importante sobre el tema de estudio, como titiriteros y analistas neutrales que leen la realidad y luego muestran sus conclusiones, salpicadas de ironía y comentarios mordaces. La prosa audiovisual de estos autores les permite estas libertades: en líneas generales no están exentos de talento. Sin embargo, en estos casos la crítica social representa más una fachada que un discurso real, la distancia con el discurso busca alzar el valor del individuo por encima de la temática y coronarlo como un mordaz vocero de la realidad, irreverente y políticamente incorrecto ante la audiencia. La tendencia a poner el ego del realizador por encima de la temática genera un cortocircuito por el que la denuncia brutal de la caída espiritual del hombre europeo –porque siempre es europeo- genera un poco de sorna.
Es probable que el hecho de no haber puesto siquiera un pie en territorio europeo o no pertenecer ni empatizar con los sectores de la alta burguesía tengan un poco que ver con mi posición sobre este tipo de películas. Sin embargo, una obra como El diablo, probablemente (Le diable, probablement, Robert Bresson, 1977) fue capaz de mantener la distancia sobre su tema de estudio y analizar desde un punto de vista intelectual –muy “francés”- el vacío espiritual de la juventud. Lo que distingue a Bresson es su manera de representar ese vacío, que se percibe en cada silencio entre los secos pasos de los protagonistas y en personajes complejos que se niegan a ser caracterizados con facilidad. Estos caracterizan más a una juventud de clase media y culta, pero la clave es la implicación del director en el relato. A pesar de la distancia impuesta por sí mismo y por la brecha generacional, a Bresson le importan sus protagonistas y lo que representan. La preocupación es genuina. En el caso de Hu Bo, director de 29 años radicado en China, la preocupación no es sólo genuina sino que es profundamente personal.
An Elephant Sitting Still, su debut absoluto como director, se establece como una radiografía de un sector de la sociedad china que a lo largo de casi cuatro horas indaga en la vida de cuatro personajes para extraer conceptos y precisiones en el vacío de la cotidianeidad. La película no indaga en la alta cultura, ni siquiera se asoma a mirar a la clase media. Hu Bo pone el ojo –o la cámara, como quieran leerlo- en las clases bajas, en la gente sin grandes ingresos que vive humildemente en departamentos pequeños. Este sector tiene lo suficiente como para no pasar hambre pero no le sobra nada. En una sociedad como la china que está integrada por 1,379 millones de habitantes, sentirse insignificante ante la falta de progreso adquiere un significado completamente nuevo. Uno de billones en la superestructura estatal, sin aspiración más allá del ocupar un lugar determinado. Ese es el primer concepto sobre el que se erige el filme: en esta sociedad no existe la ambición, sin embargo cada individuo debe velar por sí mismo. No hay grandes metas a cumplir ni deseos que consumar, solamente hay que mantenerse estoicos en la posición que te toca. El que rechaza su lugar no es más que un desclasado.
Y eso es exactamente lo que son nuestros protagonistas, unos desclasados. Gente que por diversas circunstancias ha rechazado el lugar que le tocaba ocupar dentro de la máquina, y que por ello ha puesto en duda las pocas razones que le quedaban para vivir. Dos de ellos son jóvenes –Bu y Ling, varón y mujer respectivamente- que no han terminado el secundario, pero que ya tienen claro desde la cuna –familiar e institucional- que no hay futuro esperándolos una vez se gradúen. Otro es un adulto –de nombre Cheng- que no tiene ocupación más allá de encabezar a un grupo de matones. El último, Wang, es un hombre mayor que rechazado por su hija y yerno tiene como destino final un asilo de ancianos, ese lugar en donde reposan los que ya no pueden aportar a la cadena productiva. Los cuatro tienen ese punto en común: de una u otra forma no contribuyen a la matriz y no quieren o no pueden ser parte de ella. Su destino entonces queda en el aire, viven porque respiran y respiran porque es una acción involuntaria del cuerpo. Ese vacío es lo que Hu Bo pone en juego, de lo que se reflexiona a cada momento.
Es interesante cómo se desarrolla el protagonismo coral del relato, porque no estamos hablando de un grupo cohesivo de gente que se conoce de toda la vida, sino de lazos más casuales. Los jóvenes son los más unidos por ser compañeros de colegio, pero luego el anciano es vecino de Bu y apenas se conocen por cruzarse en las escaleras, y Cheng se cruza en el camino de Bu por ser el hermano del compañero de escuela que lo amenazaba y que sin quererlo, detonó esta bomba narrativa. De esta manera los momentos en que interactúan entre sí son escasos, dando lugar a que cada arco se desarrolle por su lado. Al final del relato, llegamos a conocerlos más en profundidad de lo que ellos se conocen entre sí. El montaje va alternando un rato con cada uno en una continuidad temporal estricta: todo transcurre en el lapso de un día y los caminos de los protagonistas se entrelazan dentro de ese tiempo y del espacio citadino en el que se sienten atrapados.
La ciudad configura un lugar hostil desde la arquitectura hasta los habitantes, pasando por el gris permanente del cielo y la falta de colores vivos. Hu Bo caracteriza a la sociedad china como un contingente de egoístas, incapaces de mirar hacia el prójimo con otra intención que la de satisfacer los intereses propios. La reunión de este grupo en busca de un objetivo común e insólito rompe esa monotonía, le brinda una cuota de absurdo y aventura de la que la vida suele carecer. Ese objetivo es visitar a un elefante de circo en Manzhouli, una ciudad cercana a la suya. Este elefante permanece sentado todo el tiempo, como si esperase algo, o simplemente se dedicara a contemplar el absurdo de su existencia. Es como una parábola que los identifica y reclama su presencia, los agrupa contra toda oposición en una apuesta sin sentido hacia lo colectivo. Ante una sociedad que se inclina cada vez menos a la convivencia, para Hu Bo la unión hace la fuerza.
El valor más grande del filme está en lo personal del discurso. El entorno que rodea a los protagonistas genera un mundo en el que la vida no tiene sentido alguno y el director los hace pronunciarse con más dudas que certezas. Todo el metraje está plagado de un existencialismo intenso, de una confrontación directa entre el nihilismo y la esperanza. Es este planteo el que lo distingue y lo transforma en una obra emotiva, cruda, que abraza los excesos y se regodea en ellos. Porque es una ópera prima, en ciertos puntos se deja llevar de más en su lucha interna. Los interludios musicales –con mucho Post-Rock- pueden interrumpir la fluidez de los acontecimientos. Pero es esa inmadurez la que lleva al director a dejarlo todo, a plantear un discurso complejo sin ningún tipo de atenuantes que refleja su propio estado espiritual. La percepción de los protagonistas es la suya propia, repartida entre cuatro caracteres que la transforman en algo más global. En eso se diferencia radicalmente de otras radiografías sociales de su tiempo. No hay distancia alguna entre la ficción y su realizador, sino una simbiosis entre ambas que define su posición y agudiza tanto la crítica hacia la realidad actual como el costado emocional del audiovisual. Pocas veces el realizador se refleja con tanta claridad en su propia obra.
Y por esa razón es que duele enterarse de que Hu Bo se quitó la vida tiempo después de terminar la película. Es como si su lucha, de la cuál fuimos testigos gracias a una película de cuatro horas, hubiese sido en vano. Los ecos del dolor quedan impregnados en cada fotograma que ahora pesa más que antes por su carácter póstumo, pero verdadero. Lo que lamento es que él no haya podido encontrar a ese elefante que lo haga avanzar a pesar de todo, porque estaba claro que dentro del cine tenía un gran futuro. O quizás este filme fue su elefante, y al oír ese bramido poderoso y casi mágico que corta el silencio sobre el final de la película ya no quedó más nada por contar. Quedó vacío tras traer su testamento al mundo. Una obra valiosa que tiene argumentos suficientes para destacarse más allá del triste final de su creador –razón por la que traigo a colación el tema recién ahora-, porque denuncia, critica y emociona. Porque reflexiona intempestivamente sobre la vida. Porque todo lo hace con alma y corazón, intangibles difíciles de encontrar en este mundo de cínicos.