Angelo Badalamenti
Solo importa la última pincelada Por Raúl Álvarez
Cómo se notaba su ausencia… Salvo El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), bendecida con una composición histórica de John Morris, cada vez que David Lynch no pudo contar con Angelo Badalamenti (1937-2022) en su cine, la película en cuestión se resintió. Pasó tres veces. Toto se topó en Dune (1984) con el mismo problema que Alan Parson en Lady Halcón (Ladyhawke, 1985): la electrónica no es un juego dado a caprichos. Y cuando fue el propio Lynch quien lo intentó, en Cabeza borradora (Eraserhead, 1977) e Inland Empire (2006), el laboratorio sonoro también saltó por los aires. Badalamenti nació para musicalizar las imágenes de Lynch, y desde ayer –siempre es ayer en sus partituras– ese vínculo se ha roto en nuestra dimensión, la maldita vigilia. El hilo, en cambio, es irrompible en el territorio de los sueños, ese donde Betty y Rita siguen llorando por su amor, o en el que Fred Madison rebobina una y otra vez sus pesadillas.
Natural de Nueva York, aunque con orígenes sicilianos, su primer contacto con la música vino de la mano de su tío Vinnie Badale, trompetista de sesión para Benny Goodman y Harry James. Ahí está el germen de su afición al jazz y las big band, y el motivo por el cual su padre, el próspero dueño de un mercado de pescado en Brooklyn, lo matriculó primero en la Eastman School of Music y más tarde en la Manhattan School of Music, dos de las escuelas universitarias dedicadas a la enseñanza musical más prestigiosas de la ciudad. Badalamenti se graduó en 1960, y pasó la siguiente década trabajando como profesor de canto, pianista y letrista para cantantes de jazz y pop. Le regaló su talento en esos años y posteriormente a Shirley Bassey, Patti Austin, Marianne Faithfull, Liza Minnelli, Roberta Flack, Dolores O’Riordan, Tim Booth, David Bowie, Paul McCartney y, de manera especial, a Nina Simone, que cantó para él las hermosas Another Spring, He Ain’t Comin’ Home No More y I Hold No Grudge.
En 1973, entró en la industria del cine para componer la banda sonora de La guerra de Gordon (Gordon’s War), un curioso ejercicio de blaxploitation dirigido por Ossie Davies. Sí, el mismo Ossie Davies que casi veinte años después nos diría aquello de Haz lo que debas (Do the Right Thing, Spike Lee, 1989). Badalamenti, que por entonces se hacía llamar y firmaba sus partituras como Andy Badale, hizo la mili en productos menores de Hollywood hasta que en 1986, durante una lección de canto a Isabella Rossellini en el set de Blue Velvet, conoció a David Lynch. Azar que fue destino. Músico y cineasta se entendieron a la primera, y, juntos, decidieron escribir uno de los temas más significativos de la película, Mysteries of Love, para una cantante muy, muy querida por Badalamenti, la singular Julee Cruise, que nos dejó también este 2022. Badalamenti amaba las voces femeninas de tono sinuoso y nostálgico; también eran y son del aprecio de Lynch. Por este motivo, ambos escribieron varias canciones y produjeron Floating into the Night (1989), el álbum de debut de Cruise, y años después volverían a contar con ella para la banda sonora de Twin Peaks (1990), en la que interpreta Into the Night, The Nightingale y la versión vocal del recordado Falling.
Pero estas líneas no deben ni pueden ser una simple cronología de nombres y títulos para recordar la carrera de Badalamenti. Lo esencial de este breve recorrido por sus comienzos es constatar que su aura y la de Lynch se elevaron juntas hacia ese plano distante del arte donde se vacían los significados y “solo importa la última pincelada”. Con estas palabras describía su ansia de perfección, entendida como vida insuflada en el lienzo, el viejo pintor Frenhofer en La obra maestra desconocida (1831), de Balzac. Las he recordado al conocer el fallecimiento de Badalamenti porque su música tiene esa misma cualidad pictórica y matérica –fluye, se amansa y abruma por capas– en la que, en efecto, lo sustantivo es la última pincelada, la que rebela la melodía desconocida.
Blue Velvet catapultó a Badalamenti a la fama. A partir de ese momento le llovieron encargos por parte de toda clase de directores para todo tipo de géneros, si bien sus composiciones más inspiradas fueron casi siempre para las visiones de Lynch. Si hay que elegir unos años escandalosamente fructíferos e inspirados, me quedo con el periodo comprendido entre 1995 y 2005. En cierto orden de preferencia: La ciudad de los niños perdidos (La cité des enfants perdus, Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet, 1995), Carretera perdida (Lost Highway, David Lynch, 1997), The Straight Story: Una historia verdadera (The Straight Story, David Lynch, 1999), Largo domingo de noviazgo (Un long dimanche de fiançailles, Jean-Pierre Jeunet, 2004), Mulholland Drive (David Lynch, 2001), El despertar de la inocencia (Story of a Bad Boy, Tom Donahy, 1999), Holy Smoke (Jane Campion, 1999), Forever Mine (Paul Schrader, 1999), La playa (The Beach, Danny Boyle, 2000), Arlington Road: Temerás a tu vecino (Arlington Road, Mark Pellington, 1999), Cabin Fever (Eli Roth, 2000), Rabbits (David Lynch, 2002), Darkwater: La huella (Dark Water, Walter Salles, 2005) y el videojuego Fahrenheit (David Cage, 2005). Ninguna fue nominada al Oscar. Jamás nominaron a Badalamenti.
En cualquier registro, el músico italoamericano entendía su trabajo como un ejercicio ante todo de disfraz sonoro. A partir de ritmos populares, fundamentalmente jazz y soul, o de estructuras sinfónicas clásicas, Badalamenti enceraba con bases electrónicas sus piezas hasta hacer irreconocibles esos primeros sonidos. Una cuerda se convertía en pulsar, y un platillo mutaba en supernova. En tanto Lynch, por ejemplo, jugaba con la correspondencia entre imágenes nacidas de la consciencia e imágenes producidas por la inconsciencia, a Badalamenti le correspondía el truco de solapar la música que enhebraba la vigilia y la música que enredaba el sueño. Una habilidad tan extraña como difícil de aprender (y de enseñar). Si en el lugar de Lynch colocáramos a Schrader, Boyle o Jeunet, la propuesta musical solo cambiaría de dirección, nunca de sentido. Badalamenti, como su buen amigo Vangelis, era de los pocos compositores contemporáneos de la generación de los años setenta que abordaba la imagen como consecuencia, no como causa.
Esquiva, sugerente y mágica, su música engendraba luz; una luz de la que después podían descolgarse arcanos y pasiones. A Badalamenti no le bastaba con narrar, describir o acompañar, porque eso era lo mínimo que debía hacer un músico. La música tenía además que remover las entrañas de la ficción, y para eso era preciso separar los pliegues de la imagen con una “última pincelada”. El Love Theme de Mulholland Drive es quizá su obra maestra más conocida en este sentido. Ahora es el momento oportuno de redescubrir Un toque de infidelidad (Cousins, Joel Schumacher, 1989), para la que creó una de las mejores bandas sonoras del último tercio del siglo XX. Pocas composiciones para el séptimo arte se han acercado tanto a comprender las derivas del amor desde una idea tan compleja como es la de la plenitud interrumpida.
La composición musical, como muchos otros elementos del lenguaje cinematográfico, se encuentra hoy sumida en una crisis causada tanto por los ritmos de producción heredados de las plataformas de streaming como, o principalmente, por una aberrante tendencia a la obviedad. Nos están raptando evanescencia y la sutilidad. Recordar y rendir homenaje a Angelo Badalamenti tras su muerte no es solo un gesto necesario por su singularidad artística, sino también un acto de justicia poética y un reconocimiento hacia una manera de entender el cine y la música condenada a la extinción. El cinismo corporativo y sus siervos lo están devorando todo. Cuando no quede nada, pincharé en bucle Kissing through glass y recordaré una imagen caótica y azul. Somos dueños de nuestro deseo.