Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore
El relato como conjuro Por Ignacio Pablo Rico
En una de las más apasionantes entregas de la saga que la escritora británica Joanne Rowling –bajo el seudónimo J.K. Rowling– dedicó al joven mago Harry Potter, titulada Harry Potter y la Orden del Fénix, Harry, Ron y Hermione pasaban casi mil páginas desesperándose ante la abrumadora certidumbre de que el mundo, tal como lo conocían, llegaba a su fin. Mientras la pérfida Dolores Umbridge, burócrata de rasgos psicopáticos, asumía en nombre del Ministerio de Magia la dirección del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, el trío protagonista y sus aliados intentaban participar de un entramado de acontecimientos —la lucha en la clandestinidad de la heroica Orden del Fénix contra el renacido Lord Voldemort y sus mortífagos— que, a todas luces, les venía demasiado grande. Así pues, durante buena parte de la narración, Rowling se centraba en las vehementes tentativas de los jóvenes por sortear las restricciones crecientes del centro escolar, y así descubrir en qué estado se hallaba la batalla contra el enemigo común. Harry Potter y la Orden del Fénix se erigía, de esta forma, en una novela de aventuras sin aventuras, en una narración huérfana en búsqueda de un relato; en una obra, en definitiva, acerca de la relevancia de las historias improbables, extrañas, a menudo incomprensibles, que leemos y escuchamos, para alcanzar una comprensión de la realidad más honda que aquella que nos facilitan las vías sistémicas.
Pese a que el desconocimiento del original literario haya llevado a afirmar erróneamente lo contrario en varias ocasiones, lo cierto es que, en buena medida, el Wizarding World de Rowling y sus colaboradores —compuesto no solo por las siete novelas de Harry Potter, sino por numerosos spin-offs novelísticos, ensayísticos y teatrales, ocho adaptaciones cinematográficas del corpus potteriano, un puñado de videojuegos y la hasta ahora trilogía Animales fantásticos— se ha abonado desde sus orígenes menos a la fantasía que a lo fantástico. Es decir: no se trata de trabajos que apelen a lo mágico como una vía de escape, sino como herramienta susceptible de permitirnos conocer mejor —gracias al aprendizaje de viejas leyendas y ocultos arcanos— el mundo en que vivimos, las amenazas invisibles que se agazapan en la oscuridad del grisáceo día a día de quienes piensan que no merece la pena hacerse preguntas. Así pues, las criaturas bellas y terribles, las profecías que susurran en recipientes enigmáticos, los escenarios ominosos y la asunción de que siempre hay realidades más allá de lo cognoscible, otorgaban al extensísimo bildungsroman de Harry Potter no solo la fascinación que despiertan en nosotros lo escondido y lo extraordinario, sino una visionaria lectura de presente, que alcanzaba su primera cima en el libro Harry Potter y el prisionero de Azkabán (1999), donde se actualizaba, en clave gótica y a través de la figura del Dementor, la mirada de George Orwell a propósito de las relaciones entre libertad, vigilancia y control, hoy en las sociedades tardocapitalistas.
Animales fantásticos y dónde encontrarlos (Fantastic Beasts and Where to Find Them, David Yates, 2016), Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald (Fantastic Beasts: The Crimes of Grindelwald, David Yates, 2018) y, ahora, Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore, fruto de la complicidad, auspiciada por Warner Bros., entre J.K. Rowling y el cineasta David Yates —responsable de las últimas cuatro adaptaciones de Harry Potter—, buscan nuevos horizontes para los elementos mágicos que han articulado el Wizarding World, hallando en ellos un modo de repensar la Historia de la primera mitad del siglo XX. El medio para hacerlo: las vivencias de un personaje legendario a ojos de los lectores de Rowling, por lo esquinado de su presencia, como es el magizoólogo Newt Scamander. Dos hechos, que cada filme haya sido producido con un calendario más generoso que aquellos con que contaron las Harry Potter, y el punto de partida netamente cinematográfico del proyecto, otorgan a estos Animales fantásticos una condición audiovisual más armónica —dada la eficaz integración de la estructura del guion en el desfile de escenas y secuencias—, si bien el bagaje novelesco de la autora no evita que, especialmente en Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald, nos topemos con secuencias que funcionan mejor sobre el papel que en pantalla. Problemas que, intuimos, tienen que ver con el rol autoritario de Rowling en relación a su trabajo, ya demostrado reiteradamente en las producciones de Harry Potter. Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore no solo solventa estos problemas, sino que a los muchos logros de las entregas previas —una puesta en escena detallista hasta lo obsesivo por parte de Yates; una reconstrucción de grandes urbes del siglo XX subvertida por la perturbadora intromisión de lo fantástico; unos apartados técnico y artístico apabullantes— le suma una de las apuestas narrativas más audaces de la fantasía fílmica reciente.
Si en Harry Potter y la Orden del Fénix, el trío de héroes deseaba formar parte de un relato cuyos artífices los confinaban al rol de meros lectores de fragmentos dispersos a los que debían dar forma en sus mentes, Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore convierte a Newt, Jacob, Laly, Bunty, Yusuf y Theseus en protagonistas de una gesta cuyo guion, urdido por Albus Dumbledore, director de Hogwarts, desconocen por completo. Una idea, por cierto, prefigurada en Harry Potter y el príncipe mestizo (2005) y Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (2007), novelas que sometían a los valientes estudiantes a un verdadero acto de fe, impelidos a confiar en los planes de un Dumbledore que solo ofrecía la información justa. Aquí, sin embargo, la ambición llega mucho más lejos: Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore recupera el asombro del relato por el relato mismo, apelando a la condición mistérica de una historia en la que espectador y héroes avanzan, a la par, a ciegas, brincando de una localización a otra, aprendiendo escena a escena, secuencia a secuencia, que no saben nada. O mejor dicho: que deben aferrarse —tal como Yusuf, empujado hacia la más dura de las pruebas de todos estos guerreros de Dumbledore— a aquello que conocen de sí mismos y de sus compañeros, con el fin de encontrarle sentido —también en lo que respecta a sus propias emociones— a un viaje que, para la audiencia, es puro goce, colmado de set-pieces que nos piden, una y otra vez, que demos un salto de fe y nos dejemos llevar por una exuberancia audiovisual que encuentra sentido en sí misma. Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore es la entrega del Wizarding World que con mayor ímpetu se abraza al folletín: pensemos en la amalgama de episodios breves de carácter variopinto; la yuxtaposición de personajes definidos, sobre todo, por su carácter en la acción; las revelaciones melodramáticas; la adscripción altamente codificada a diversos géneros —las aventuras, el espionaje, el terror—; y la centralidad de un héroe, Dumbledore, cuya grandeza va acompañada de un espíritu inefable.
Si el movimiento perpetuo propio de la novela por entregas, así como la capacidad de invocar un permanente estado de maravilla a quien encuentre grata la propuesta, hacen de Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore una experiencia hipnótica, que se reinventa sin descanso y por placer, su alcance político no debe ser desdeñado. En efecto, Rowling alude con el ascenso de Grindelwald al auge de las ideologías totalitarias —especialmente del nazismo, dados los postulados supremacistas que defiende el mago—, pero el personaje otrora encarnado por Johnny Depp y a quien ahora da vida Mads Mikkelsen, es en esta ocasión menos oscuro que oscurantista. Su victoria no pasa por someter violentamente a magos y brujas a un reinado de terror, sino por perfilar una cuidada campaña propagandística y de imagen, desprestigiando por el camino a sus rivales. Desde las obras que la dieron a conocer, Rowling ha cuestionado la lectura mesiánica del héroe —recordemos que Voldemort era quien convertía a Harry Potter en su verdugo, cayendo en la trampa de una suerte de profecía autocumplida—, y Grindelwald no es sino un cínico que falsea su condición de salvador con tal de llevar a cabo un sueño político fruto antes de taras emocionales que de una visión consistente del mundo. Es decir, una quimera gestada en las aguas residuales de la ideología.
No es difícil establecer un nexo entre la simulada pureza —que incluye toda una mise en scéne— de la causa del villano y la violencia mediática sufrida por Rowling, merced a su oposición marcadamente feminista a las llamadas políticas de la identidad. Ella ha conocido, como pocas figuras de la industria cultural en la última década, la fiereza destructiva del oscurantismo woke. Lo que en principio estuvo concebido como una pentalogía bien podría culminar con Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore —como tímidamente han dejado caer distintos responsables de Warner Bros., y así lo sugiere el filme mismo mediante una conclusión abierta… y cerrada—, que tiene mucho de despedida felizmente melancólica de un universo creativo. Una boda, la certeza de la derrota inminente del malvado, el hombre recto que se aleja de toda compañía, triste y contento, condenado a la soledad por la firmeza de sus principios. Un canto de cisne —o de qilin— que es también el de un modo de entender el blockbuster, cuando se ha renunciado generalmente a poner el espectáculo al servicio de las fuerzas creativas de los implicados. Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore es pura criptozoología fílmica, el arrebatado despliegue visual de una concepción personalísima de lo fantástico y de la vida.
Y Grindelwald acaso aún no lo sepa, pero ya ha sido vencido.