Annette

Confesiones de una máscara Por Javier Acevedo Nieto

JAVIER. Quisiera construir un templo de memorias que me devolviera el instante preciso de ciertos recuerdos. Hurgaría en mi bolsillo y encontraría las migas de palabras que me hubiera gustado decir. Solo así enmendaría mis muchas mentiras y quizá así hallaría la verdad que me gritó y silencié conjurando mi fantasma en su paraíso.

Escena I

Erich Korngold en el estreno de La ciudad muerta anticipando la encrucijada de Leos Carax.

En 1920, Erich Korngold estrena La ciudad muerta, una ópera con la que el compositor alemán —pionero en la construcción de la banda sonora de Hollywood— navegaba entre el postromantcismo y el modernismo. En la obra, Paul intenta olvidar a Marie, su esposa muerta, a pesar de mantener vestigios de su vida pasada y sufrir de frecuentes sueños. Tras conocer a Marietta, una mujer idéntica a su difunta mujer, su obsesión se acelera hasta rozar la neurosis. Marietta, cansada de intentar seducir a Paul, realiza un último intento. No obstante, el joven, maniatado en una zona liminal entre la realidad y el sueño, la estrangula sosteniendo el mechón de pelo de Marie para, finalmente, despertar. En el último acto, Paul y su amigo Frank abandonan la ciudad con la promesa de derruir el templo de memoria erigido en honor a Marie. La ciudad muerta es una composición tensionada entre los estertores de la ópera clásica y los redobles del modernismo: una tragedia de sentimentalismo tan patético que, en ocasiones, roza la farsa. Este giro es crucial para entender cómo posteriormente los modernistas rusos —con Shostakóvich a la cabeza— fueron capaces de construir formas dramáticas y satíricas tensionando los cánones operísticos a través del jugueteo con la artificialidad expresiva y la atonalidad musical. Pese a ello, la ópera de Korngold malvive en esa zona liminal ocupada por el respeto a un medio de expresión y la necesidad de trascenderlo. De ahí que la farsa de desnudamiento oculta en La ciudad muerta —una farsa pesimista encaminada a aislar lo significativo de la realidad— sufra el mismo mal que su protagonista: la incapacidad para discernir qué es real y qué es artificio.

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Escena II

Los cuerpos de Adam Driver y Marion Cotillard yacen en el encuadre esperando ser algo más que confesiones de máscaras ficcionales.

Henry no tiene gracia y lo sabe. Ann es una persona atrapada en la representación lírica de su ego. Los dos son simple puesta en abismo, espejo tras espejo y reflejo tras reflejo hasta que comprendemos que su sentimentalidad es un constructo ficcional y social. Un monólogo sobre la crueldad de la depresión, devaneos acerca de la salud mental: el olor a detergente del albornoz y el tacto de los pies de Ann cuando Henry le hace cosquillas. Aprender a desamar es desarmarse: la fisicidad de Adam Driver rota en ralentíes, el cuerpo de Marion Cotillard quebrado en transparencias espectrales. Que el fin del amor es como una muerte en vida que nos obliga a resucitar porque la vida no muere y solo mueren quienes lo padecen. Y queda el cuerpo y la máscara adherida al sentimiento: alguna vez pensamos que nuestras expectativas bastaban para formar un sujeto romántico hasta que las mentiras que nos contamos quebraron nuestra peor ficción. Y queda el cuerpo y una voz que se esconde a murmullos y susurros.

El cuerpo en Annette es lo que siempre ha sido para Leos Carax: una forma de escapar del materialismo y de los confines del encuadre. Allá en los 80 los cuerpos de sus amantes rompían con un legado europeo anclado en un cine de la crueldad sentimental erigido a dentelladas de burgués sentimentalismo por Antonioni. Cuerpos que corren ajenos al espacio y arquitecturas orgánicas que componen, cortan y pivotan entre planos construyendo una forma de entender el cine como transición de emociones a golpe de tacto, golpe y abrazo. Poco queda de eso en la última película del francés salvo las sempiternas carreteras y los despistados travellings que dan continuidad a los estados neuróticos de Henry. Aún así, la construcción del espacio en la película es una prolongación espectral de los estados del cuerpo. El espectro de Ann sobreimpresionado recuerda a Henry que, en realidad, él se mueve como un mero fantasma en un paraíso. No es nada nuevo que Carax construya sus cuartos de maravillas en forma de mausoleos de la memoria. Todo parece ya ido, muerto, desaparecido y perdido. Es en el mecanismo artístico de la evocación fútil del poder de la imagen para vivificar la pérdida donde el francés ha desarrollado una obra encaminada hacia la conquista de lo inútil. Puede entenderse Annette como el capítulo final de esta conquista en la medida en la que el descenso de Henry a su infierno personal supone un ascenso de lo fantástico como resorte capaz de construir alrededor de Ann un templo de la memoria. Como el protagonista de La ciudad muerta, Henry es un ser patético en el espacio liminal del recuerdo y la realidad. Solo quedan cuerpos en escenas cuya artificialidad se realza por esa cámara que actúa de permanente proscenio entre el punto de vista y lo mirado.

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Escena III

Leos Carax vuelve a ver Holy Motors y se da cuenta de que el obituario ya estaba escrito

Carax también convive en un espacio liminal en esta última película, escindido entre los estertores de una forma de ver el cine y la celebración inocua del exceso de la memoria cinematográfica. Creo que le hubiera encantado que la audiencia odiara su película. Sin embargo, desde que una crítica cahierista viera en sus cuerpos crucificados por el amor un posible enfant terrible que colmara a la nueva cinefilia, carga con el estigma de renovador del cine. De poco sirve que Holy Motors (2012) actuara de epitafio del cine. Una película igual de consciente de la artificialidad del artefacto cinematográfico que Annete, pero infinitamente más consciente sobre el hecho de que la pregunta acerca de la imagen en el siglo XXI está mal formulada. La pregunta no es qué tecnología marca la imagen del cine, sino si esa tecnología todavía es viable. La respuesta de Carax era mostrar una audiencia muerta y pergeñar episodios que recorrían la historia del cine. El Oscar de Dennis Lavant se engalanaba con los códigos de la imagen y los subcódigos del género: planos cortos y nerviosos para la mendiga del cinéma vérité, zooms dramáticos para episodios musicales que lloran por Cheburgo, planos secuencia y planos al hombro para el thriller y estatismo rígido contemporáneo en episodios que hablan de una bella y una bestia. Carax diseccionaba cada género consciente de que la limusina que llevaba a su protagonista era el privilegiado travelling que conducía a una cochera en forma de mausoleo del cine. Holy Motors era una despedida elegíaca sobre una forma de entender el cine, aunque fuera entendida como una celebración del cine. Imágenes que se derretían, géneros fluidos y ectoplasmas de personajes que confesaban desde la máscara de la ficción. Un hito en la medida en la que su ideario creativo y existencial era capaz de hilar una nueva génesis audiovisual.

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Escena IV

La película es un éxito. Carax sonríe a su reflejo en la mámpara del estudio de grabación. Seguro que nadie pilla su broma, él es mejor humorista que Henry.

No hay nada de eso en Annette. El tono elegíaco es ahora una celebración de la artificialidad y el egotismo de Carax sabe que bien podría insultar a su audiencia como si Henry se tratase, porque todo seguiría igual. Annette no es una película extraña, ni críptica, ni indescifrable, ni inaccesible ni apasionante ni mucho menos valiente. Allá donde Holy Motors utilizaba la artificialidad de la representación para hacer una arqueología de la imagen a partir de una endoscopia digital, Annette se vale de esa artificialidad para replegarse en su neurótico régimen de representación convencional. Es el paso de una antitrama basada en el ectoplasma humanista de Carax —un romanticismo oscuro que paradójicamente derivaba en posthumanismo digital— a un velatorio glam-rock que cuestiona lo representado sin ir más allá. Paradójicamente, Annette es la película más deliberadamente opaca y artificial de su director y, al mismo tiempo, la más accesible. Desde arrebatos de Jean Epstein a excesos pop ya agotados por Brian de Palma, por triste que sea reconocerlo Carax demuestra que sus ideas están agotadas y se limita a tejer un discurso sobre un presente que no tiene ideas. La ironía de la niña autómata explotada frente a la audiencia y el demiurgo incapaz de quererse a sí mismo mientras espera que el resto lo amen es acaso la mejor broma de alguien tan inteligente como Carax en su inmolación catártica de cinefilia sin proyecto.  La ciudad muerta y Annette se quedan en cuestionamientos de la representación incapaces de anticipar qué vendrá después: anacrónicas celebraciones incapaces de leer el presente o imaginar su doloroso final. Confesiones de máscaras huecas.

*

JAVIER. Creo ver una parte de la idea del amor de Carax, pero no reside en Annette. En realidad, siempre estará aquí. La experiencia más simple es mirar y sentir el calor de la infancia y el frío de la madurez. En el deterioro de la voz se recomponen los cachitos que ajas con cada una de tus palabras. Todas las noches limpio los restos del día y entre las imágenes calmo mi sed de vivir. Entra en mi noche rasgando las páginas que leeré, latiendo en mis pensamientos cansados, emborronando las hojas que vomitan mis dudas, recorriendo los rincones de mi boca. La distancia de los cuerpos es la contestación a todas las preguntas que no nos haremos. Un nombre que duele en los labios. Una mentira ausente, una ausencia ocupando el otro lado de la cama.

Annette

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