Antonio Muñoz Molina en el cine

Perdido en la traducción Por Pablo Sánchez Blasco

Surge una imagen amarga, o rictus irónico –y también desproporcionado–, cuando uno estima el legado cinematográfico de Antonio Muñoz Molina, galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2013. Este se reduce a tres largometrajes, tres obras solas sobre tantas otras posibles –Beatus ille (1986), Los misterios de Madrid (1992), Ardor guerrero (1998) o El viento de la luna (2006), por ejemplo–, que el sonrojo invoca a la sonrisa frente a las ocho de un Pérez Reverte –Polanski, McBride o Díaz Yanes tras las cámaras–, o las seis ocasiones de Eduardo Mendoza y de Elvira Lindo, su propia esposa. Y, sin embargo, con los números en la mano, hay pocos autores en España con la fortuna del de Úbeda: prosistas tales como Chirbes, Llamazares, Millás, Vila-Matas, Cercas, Antonio Soler o Javier Marías han tenido solo una oportunidad en el cine. Y aún a la espera de sus imágenes permanecen Francisco González Ledesma, J. M. Guelbenzu, Soledad Puértolas, Maruja Torres, Mariano Sánchez Soler o José Carlos Somoza, entre muchos otros.

Debe sentirse afortunado Antonio Muñoz Molina en este panorama seco de literatura que presenta el cine actual. Debe sentirse afortunado ya que, por lo demás, puede presumir de tres obras satisfactorias si exceptuamos El invierno en Lisboa (1991), de la que el propio director ha renegado por desacuerdos con los productores1

Curiosamente, sus dos primeras ventas comparten la fecha de 1991 y el contexto de la Ley Miró, justo la directora de la primera de ellas: Beltenebros. Entre mediados de los años ochenta y principios de los noventa, la industria había asimilado unos criterios subvencionables por el ICAA en la literaturiedad del proyecto, la prudencia estética, el look europeo, un realismo conservador y temáticas político-sociales: Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) en sus mejores momentos o Tirano Banderas (José Luis García Sánchez, 1993) y Luces de bohemia (Miguel Ángel Díez, 1985) en los peores. Es este un período de adaptaciones indiscriminadas hasta que, a mediados de los noventa, surge una joven generación embebida de un cine de autor total. Directores como Pedro Almodóvar, Medem, de la Iglesia, Bollaín o Bajo Ulloa son los responsables del regreso predominante al guion original y a una mayor experimentación estética. Así que la tercera película de su cuenta particular, el thriller Plenilunio (1999), será producido todavía por uno de los creadores del período anterior, Imanol Uribe –El rey pasmado (1991, de Torrente Ballester), Días contados (1994, de Juan Madrid)–.

Unos relatos tensos, en esencia psicológicos, enigmáticos, de manifiesta narratividad y técnicas a menudo cinematográficas, es lo que ofrece la bibliografía de Antonio Muñoz Molina.
Se han caracterizado sus novelas por hermanar con soltura el ensimismamiento de la novela experimental con la voluntad –reinstaurada desde Eduardo Mendoza o Vázquez Montalbán en los años setenta– de producir un entretenimiento afín a los géneros. Es un autor a todas luces adaptable si nos ceñimos a los conceptos de argumento, progresión de personajes, ambientes o su talento para sintetizar en la ficción el espíritu de la sociedad española. Los directores de sus adaptaciones han comprendido y respetado el material de sendas novelas –ambas son extremadamente fieles–. En sus planos se reconoce la pluma del escritor, pero ni una ni la otra han alcanzado ese rastro de estremecimiento y placer que nos recorre durante su lectura. Al margen de las críticas puntuales a cada obra, las dos exudan una frialdad superficial que es consecuencia de las estrictas relaciones entre cine y literatura.

Hay un fantasma en las novelas de Antonio Muñoz Molina que, hasta el momento, se ha escurrido en su trayecto hacia la pantalla. Ninguna de las tres películas atrapa con satisfacción esas atmósferas deslumbrantes que el autor crea con su prosa.
Es como si sus palabras pisaran ya empobrecidas, como astilladas, la pátina del nuevo formato. Aunque Plenilunio se reconvierta en un digno Georges Simenon, su novela es apretada y sombría, con una complejidad de técnicas y recursos insólita para el autor francés. En Beltenebros, su directora engarza una trama de cine negro deudora de varios clásicos del género. Sin embargo, su desarrollo carece de acción, progresa de forma estática en un ambiente de sospechas irresueltas. Y es que la obra de este célebre novelista de Jaén construye un estilo personal donde predomina el flujo de conciencia, que es evocado desde la primera persona narrativa o un estilo indirecto libre de agobiante proximidad. A partir del lenguaje violentado hasta sus límites, sus novelas más logradas –y estas tres lo son– alcanzan a disolver la solidez aparente del realismo en una estilización laberíntica de los procesos mentales. Y lo hace por medio de largas, serpenteantes oraciones, que crecen sobre el papel de manera imprevista sin avisar de su destino, sin diferencias entre tiempos –a menudo dispuestos con estructura de muñecas rusas–, inquietudes, proyecciones, espacios reales o imaginados que se transforman irrevocablemente bajo la percepción subjetiva del protagonista.

Antonio Muñoz Molina, como Javier Marías, como Cercas o Rafael Chirbes, alargan precisamente sus oraciones, la longitud de la dicción del pensamiento, para crear un ritmo exigente que se sabe acérrimo enemigo del silencio, que debe mantenerse desde la primera hasta la última palabra del texto.
Algo que es posible en literatura –aunque muy difícil– resulta un reto atrevido para una película donde reina el lenguaje de las acciones. El thriller como género rechaza por decreto una voz en off permanente, así que las opciones pasan por confiar en la imagen como lenguaje sustitutivo, por transformar sus ideas en diálogos diegéticos, por recurrir a voces eventuales o demostrar un repertorio de ideas audiovisuales equivalentes al material –y al espíritu– que están adaptando. Y por ahora, ninguna de ellas parece haberlo logrado con éxito.

1. Beltenebros (1991) de Pilar Miró

 Antonio Muñoz Molina

Beltenebros

Esta novela cuenta el retorno al Madrid de posguerra de un comunista al que han encargado asesinar a un traidor. El narrador en primera persona se nos presenta, desde el inicio, con una violencia impactante –Vine a Madrid para matar a un hombre al que no había visto nunca– para implicarnos en el océano de sus recuerdos. El tiempo presente de la misión convoca la herida abierta de un pasado, el de otra misión realizada unos años atrás. Nuestro relato ya ha sido contado –y perdido– con anterioridad a la narración y ahora se trata de reinstaurarle ingenuamente un final apropiado: una redención. La contingencia del realismo es solo una fina tela traspasada por los cánones del género negro: el solitario Darman dialoga con la ciudad como un espacio que proyecta al mismo tiempo las miserias del presente y los vivos rastros de aquel pasado huido.

En la película de Pilar Miró –escrita junto a Camus y al maestro de guionistas Juan Antonio Porto–, la dimensión emocional de la urbe es descartada como elemento. Por el contrario, se decide que el relato transcurra solo en interiores asfixiantes como un reflejo, quizás, del exilio interior español. Eliminando de raíz la primera persona, sus guionistas someten el argumento a una sucinta relación de acciones y diálogos. La apuesta narrativa es irreversible: se pierde contenido transversal de la novela pero se consigue la fluidez y concisión del suspense. Pródiga en silencios y secretos intuidos, la nostalgia de su discurso descansa en la paleta grisácea de Aguirresarrobe y en la densidad de su maciza puesta en escena, la cual integra la estética del género –más sus actores anglosajones– hasta fundirse con la etapa dorada del noir. A un nivel incidental, muchas de sus escenas invocan, como en un sueño distorsionado, iconos extraídos de Gilda (1946), Vértigo (1959) o Érase una vez en América (Once upon a time in America, 1984)–. Desde la diégesis del propio film, el núcleo de su trama se desarrolla en una sala de cine que permite a la directora exponer obras clásicas –relatos legendarios de valentía o de idealismo– en contrapunto al desencanto de sus personajes.

Miró descarta con acierto la mescolanza del presente con el pasado y, por lo tanto, reduce este a dos flash-backs escuetos a la vez que eficaces. Una consecuencia de esta opción es que cancela su sorpresa final revelando antes de tiempo el rostro del villano. Una segunda consecuencia –más grave para el conjunto– es que simplifica la complejidad del antihéroe a sus manifestaciones exteriores, las más superficiales. A pesar de su fidelidad –extrema en cuanto a los diálogos–, este Beltenebros carece de la imaginación y la frescura que posee la prosa de Muñoz Molina. Resulta muy dramático en su ejecución pero a la vez luce falto de la intensidad emocional de la novela. Su puesta en escena se antoja en exceso académica: salvo alguna idea voluntariosa –el tango sobre un círculo premonitorio, el uso de claroscuros o estructuras laberínticas–, lastra la película una frialdad que se va extendiendo por su metraje hasta desembocar en algo cercano al hermetismo. Sus antihéroes permanecen, finalmente, como estatuas de otra época, doblemente enterrados en sus tumbas y sus fosas históricas.

2. Plenilunio (1999) de Imanol Uribe

Plenilunio

La novela número ocho del escritor nacido en Úbeda incluye una dedicatoria: “Para Elvira, que tenía tantas ganas de leer este libro”. Se trata de Elvira Lindo, esposa de Muñoz Molina, y ese interés por Plenilunio iba a confirmarse con su encargo como guionista en la adaptación de Imanol Uribe. Con alguien tan cercano a cargo de la escritura, la tercera película de su filmografía es la que se acerca con mejores armas a la esencia del material original. Elvira Lindo, o Imanol Uribe como director, saben del valor del telón urbano como una sinergia con el sentir de los personajes. Así que utilizan esas calles provincianas, de cotidiana melancolía, para entablar un enfrentamiento entre detective –marcado por su estancia en el País Vasco– y un asesino de niñas que se esconde entre los ciudadanos. Al igual que en la novela, un relato policiaco, una reflexión sobre el miedo y el desencanto y una esperanzadora historia de amor sirven como extremos en una estructura contrapuntística confluyente en la escena del plenilunio. Mientras el criminal secuestra, viola y abandona a una niña en el río, el policía y su amante se entregan a una noche de pasión que, como fuerzas contrapuestas, provoca la mágica resurrección de la niña y el primer paso hacia un cambio real. El milagro de esta niña superviviente alcanza entonces el clima de irrealidad escurridizo en las adaptaciones anteriores.

Este giro, a su vez, escinde el relato en una primera parte de incertidumbre febril y una segunda parte con un pausado resurgir hacia el compromiso. Las decisiones expresivas que toma Elvira Lindo desde aquí nada tienen que ver con las de Pilar Miró. En la trama del policía, intenta convertir las capas de hondura de su pensamiento en una estructura convencional de diálogos que, lamentablemente, retardan su ritmo de thriller. Quizás fuera esta la mejor opción que ofrecía Plenilunio. Sin embargo, su excesivo raciocinio es, a la larga, un impedimento para extraer, en contrapartida, la energía irracional de su violencia. En manos de Uribe, la película se descubre demasiado educada, siempre normativa, pródiga en autoanálisis y explicaciones, justo al contrario de aquello que hacía el Beltenebros de Pilar Miró.

Esto se hace patente con el recurso ideado para la voz del asesino. Un personaje sin amigos, sin conocidos ni confidentes ha sido siempre un desafío para cualquier guionista. Así que el cineasta y su escritora optan por recurrir a la técnica del soliloquio; es decir, que el personaje exprese su pensamiento en voz alta por convención. Dicha idea provoca un desconcierto repentino, ya que supone la ruptura inevitable de la verosimilitud. El concepto de Uribe del punto de vista es semejante en ambas tramas paralelas. Sin embargo, los códigos que utiliza son divergentes e incompatibles. Rechaza la objetividad del cine clásico ese tipo de polifonía que trata de imitar a la novela: no armoniza su confluencia de registros mientras la puesta en escena mantiene una distancia que bloquea la identificación. Plenilunio se topa así con unos límites señalados por sus propias formas, que menoscaban aciertos tales como la explicitud incómoda de las niñas, la atmósfera lluviosa de la ciudad –entre Onetti y Simenon, o la valentía de las escenas climáticas del film.

  1. José A. Zorrilla se ha desentendido del resultado debido a la miseria del presupuesto y a las falsas promesas de los productores. De una base literaria tan fascinante –una historia de amor y peligro en el ámbito del jazz y el tráfico de arte europeo–, queda para el recuerdo las intervenciones del jazzman Dizzy Gillespie como su émulo Billy Swann.
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