Apuntes desde el Dock of the Bay 2019
Por Aarón Rodríguez
01.
El eterno problema constitutivo de las fronteras del género cinematográfico puede parecer agotado para la teoría, pero sigue vivo y coleando en lo que a la distribución y exhibición cinematográfica se refiere. El espectador casi siempre llega a la sala con un género clavado entre los ojos, ha salido de casa con la guardarropía del género puesta, se fuma el pitillo rápido del género antes de la entrada. Es un sano deporte eso de escuchar a la población local preguntarse con cierta incredulidad y en educada voz baja, pasado un rato, si aquello que están viendo es realmente una comedia, o un musical, o –llegado el caso- un documental. Desde la cómoda butaca de la prensa especializada la cosa no plantea ya apenas interés en tanto nos reconocemos abiertamente como postmodernos, hibridados, resilentes, y yo que sé cuántas zarandajas más.
Pero el espectador, que suele ser más cauto que nosotros mismos, sale de la sala, chasquea la lengua y pregunta, obstinadamente: ¿Esto era un documental?, y después ya puede regresar a otras cosas que también le importan: mirar el correo, tomarse un vino, recorrer las calles.
02.
Uno tiene la intuición de que el 2019 será recordado como un año de transición en el Festival Dock of the bay. Y no tanto porque no hubieran encontrado una fórmula, una audiencia y un modo de hacer las cosas, sino porque siempre resulta más inteligente o más valioso ponerse a uno mismo en crisis. No es la estupidez de la puñetera zona de confort que nos venden en las sesiones de adoctrinamiento empresarial: muy al contrario, se trata de escapar de ese feo vicio que podríamos llamar el Festival Mercadona, ese Festival ordenado y bien dirigido en el que cada película/objeto, año tras año, permanece en el mismo estante, ofrece el mismo sabor, ocupa el mismo espacio en el estante. La dirección del festival ha sido cauta y no ha vendido a los medios el humo siempre fresco de la renovación pret-a-porter: es cierto que este año quizá se haya aumentado ligeramente la presencia femenina, o que se haya mimado el debate social con obras como Cantares de una revolución (Ramón Lluís Bande, 2018), Bixa Travesti (Claudia Priscilla y Kiko Goifman, 2018) o la extraordinaria recuperación de Hasta que el cuerpo aguante (Fernando Trueba, 1982). La cuestión de fondo es que este tipo de apuestas por un documental musical en perpetuo diálogo con los problemas sociales que nos atañen ya se encontraba bien dispuesta en ediciones anteriores y no parecía necesario vender la enésima revolución cultural ni la enésima programación comprometida.
Antes bien, y aquí está el núcleo del interés de la cuestión, este año el Dock of the bay ha realizado una apuesta mucho más compleja en el terreno de la forma fílmica. Esto es, ha emergido parcialmente por encima del eterno montaje de bustos parlantes, imágenes de archivo y estructuras narrativas heroicas para ver hasta dónde se podía torcer la inteligente pregunta del espectador -¿Es esto un documental musical?- y hasta dónde había dado en el último año la exploración sobre el género. Un vistazo rápido a las distintas secciones lo ponía rápidamente en negro sobre blanco: Lois Patiño, Alberto Gracia, Jake Meginsky. Algo se había implementado, algo se había modificado en lo que hubiera sido el diseño tradicional de una parrilla del Dock of the bay.
03.
(Vale la pena señalar que el cambio sobre lo que se exhibe fue también un cambio sobre cómo se exhibe y sobre cómo se piensa lo que se exhibe. El hecho de incorporar visionados de piezas experimentales o documentales con formato de mediometraje con música en directo, el hecho de incorporar Spoken Word o intervenciones sonoras a los seminarios teóricos permitió que se proyectaran piezas mudas, que se trabajara el funcionamiento concreto del sonido, que ocurrieran, en fin, cosas inesperadas y excitantes).
04.
Sin duda, a los puristas de ambos bandos –los del documental convencional, los de la experimentación a toda costa- les parecerá muy mal que un festival tome una vía intermedia y se cuestione –y nos cuestione- cómo hacer convivir propuestas inevitablemente clásicas con gestos de vanguardia. Siempre hay erigidos guardianes de la pureza cinematográfica y el rigor del discurso que encienden sus varitas de sándalo en los altares de su cine. La cuestión es que el Dock of the bay no va de esto, sino de otra cosa mucho más compleja: generar un espacio plural y de perpetua tensión para el género, negar la mayor a esa máxima bíblica del vómito de los tibios, establecer un diálogo con sus espectadores donde la programación sea al mismo tiempo una invitación, una incitación y un reconocimiento. No se trata de demostrarle al converso lo mucho que ya se sabe, sino de convertir al que sabe mucho más y se deja caer por la sala por esas dos razones tan poco tomadas en cuenta: porque ama su cine, porque ama su música.
Si Eva Rivera y su equipo –entre los que, con algo de pundonor puedo decir que ya hace muchos años que me incluyo- no hubiera decidido dar un golpe de timón y asumir nuevos riesgos, Dock of the bay hubiera seguido siendo un gran festival, pero no nos hubiera transmitido esa sensación de aventura, de riesgo, de buen rollo y de autocuestionamiento con la que hemos salido este 2019.
Qué suerte seguir saliendo de la sala lleno de preguntas.
La estrella errante (Alberto Gracia)