As bestas

Los unos y los otros. Ellas. Por Raúl Álvarez

Hay mucho del Quijote en As bestas. Sobre la tierra, cuando sus protagonistas hablan de razón y sinrazón, sueños y locura, deseos y frustraciones. Y también bajo ella, cada vez que Olga (Marina Foïs) y Antoine (Denis Ménochet) la siembran de vida –el futuro–, la escarban en busca de raíces –las suyas– o la desbrozan de malas hierbas –el odio. Una idea de Arcadia y la certeza del infierno. Galicia o La Mancha, tanto da, para contar una historia de duelo por el Otro. La montura de Cervantes es también la de Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña, y de entre todas las imágenes memorables sobre las que cabalga su última película, pocas tan explícitamente quijotescas como la de Antoine al pie de un moderno molino de viento. El hombre frente a su destino, un gigante cuya naturaleza no puede ser sino trágica.

Este instante de apabullante belleza funciona además como bisagra retórica entre las dos mitades de As bestas. La primera, más sólida, la dedican sus creadores a exponer el empeño de unos y otros; ese triángulo de violencia sostenida que forman Antoine y los hermanos Xan y Loren a cuenta del futuro de la aldea donde viven. Se trata de un ejercicio de tensión y pulso narrativo encomiables que muestra la habilidad de Sorogoyen como un autor dotado especialmente para la puesta en escena. Pocas películas españolas de este 2022 están tan bien planificadas para, después, en la sala de montaje, encajar como arado en tierra fértil. Si el primer tercio de las películas de Sorogoyen suele ser impecable en términos de construcción de personajes y crescendo dramático, el de As bestas alcanza un raro grado de perfección que culmina en la escena antes descrita y en la conversación posterior entre Antoine, Xan y Loren, la que sella el destino de los tres. El testamento de un difunto ante dos hombres muertos.

Se ha hablado de la influencia, cierta, de Furtivos (José Luis Borau, 1975), El 7º día (Carlos Saura, 2004) y Perros de paja (Straw Dogs, Sam Peckinpah, 1971). Sin embargo, creo que As bestas es más deudora, al menos en lo formal, de la mirada cruda de los fotógrafos Cristóbal Hara y Jesús Monterde. Pienso, por ejemplo, en Nemini Parco, el fotolibro de Monterde dedicado a las costumbres de su pueblo natal, Benassal, en las montañas de Castellón. La ferocidad y el sufrimiento del mundo rural que exponen sus fotografías, el pathos, dialoga plano a plano con la atmósfera turbia y enrarecida de la primera parte de As bestas. Es una danza macabra, por goyesca, sobre barro teñido de sangre, que termina igual que empieza: el boqueo de un animal libre. Por su parte, del trabajo de Hara puede rastrearse una interesante idea de ancestralidad ligada a lo telúrico. Pozos, surcos, cuevas, ruinas, troncos… Lo subterráneo emerge y regresa a sus abismos en imágenes.

La segunda mitad de la película, más irregular, se centra en comprender las razones de ellas; otro triángulo dramático, el compuesto por Olga, su hija Marie (Marie Colomb) y Anta (Luisa Merelas), la madre de Xan y Loren. En la ductilidad con que Sorogoyen y Peña logran cambiar el punto de vista de unos a otras reside, en buena medida, la fuerza ejemplar de su propuesta. Basta una elipsis, la que media entre la muerte de Antoine y el duelo de Olga, para vaciar el relato de ira y miedo y llenarlo en su lugar de angustia y congoja. El cambio de estación, de verano a invierno, subraya ese tránsito y lo singulariza en lo estético con una paleta de colores –blancos y marrones apagados frente a los azules y verdes intensos de la primera parte– que representan ese tiempo nuevo. El film se vuelve más introspectivo, se arruga y se encoge, por así decirlo, y, en consonancia, los espacios interiores ganan peso frente a la naturaleza. La fotografía de Alejandro de Pablo, magnífica de principio a fin, descubre y esconde a conveniencia cada detalle de la cocina, el baño y los dormitorios de la casa de Olga. Lechosa y turbia, como la bruma exterior, cala en los huesos.

Decía, una parte más irregular porque el arco argumental de Marie, aun siendo necesario para comprender mejor la relación entre sus padres, y la suya con ellos, tarda en cuajar en el conjunto de la narración. La escena de la discusión entre madre e hija en la cocina se antoja un tanto forzada y gratuita en este sentido. Demasiadas explicaciones y reproches para el tono de una película que, hasta ese momento, se había precipitado en diálogos amagados y situaciones subyacentes. También patinan algunas escenas en comisaria, por redundantes, y la trama de las eólicas se aparca como si nunca hubiera existido. De este tramo quizá lo más significativo en lo dramático sean los matices, ahora sí, sugeridos, que describen la ansiedad de Antoine, la crisis vital de Olga, el extravío sentimental de Marie, la amargura existencial de Xan y Loren y la condena de la pobre Anta. A lo lejos, húmedo y fantasmal, un entorno rural que solo alcanza a comprender el viejo pastor de la aldea. “El campo desgasta. Ya lo verás”. Nos habla el tiempo y la certeza de la muerte.

El último tercio de As bestas se repone de estos bajonazos puntuales merced a la recuperación del equilibrio entre la puesta en escena y su simbolismo trágico. La cámara flota y bascula alrededor de espacios vacíos, los personajes regresan a los márgenes del plano, la luz se vuelve lente, no filtro, y la música de Olivier Arson atrapa y proyecta el latido desgastado de la tierra. La sonrisa final de Olga no es sino la constatación de que había, hay otra manera de combatir el desencuentro. Se llama compasión. Silencio. Ellas.

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