As I Lay Dying
La puesta en escena literaria Por Pablo Sánchez Blasco
Cualquier acto de lectura implica, por naturaleza, un acto de violencia contra el texto. Leer es una actividad sinonímica de interpretar, de otorgar un sentido a una cadena específica de signos. Y esto supone solo una distinción de grado con el comentario, la crítica o la glosa, que conducen a la creación de un texto subsidiario del primero. Una crítica de una obra quebranta el significado de ésta igual que una traducción quebranta, sobre todo, su significante. Adaptar, traducir, transcribir, recrear o interpretar son ejercicios que, sencillamente, revocan la virginidad ilusoria de la obra artística. El texto puro solo puede existir al margen de sus lectores.
Pero el acto más violento de todos es, sin duda alguna, la adaptación. Trasladar los elementos de un código sígnico a otro implica una desintegración completa de la obra, seguida por una teórica recomposición de dichos elementos bajo el nuevo código. Hoy en día, ningún espectador se atreve a reclamar fidelidad –salvo Javier Marías y los fans de Cincuenta sombras de Grey– entre una obra literaria y la película que la reescribe. Estas se componen de distintos sistemas semióticos que, a su vez, requieren distintas estrategias de comunicación. El cine y la literatura utilizan lenguajes independientes, y no siempre paralelos ni comparables entre ellos. En palabras de Luis Miguel Fernández, en una adaptación “el proceso transposicional no se orienta tanto hacia el sistema de partida como hacia el de llegada, hacia el funcionamiento del texto fílmico no con respecto al texto literario del que parte sino como integrante de otro sistema”.
Precisamente porque ya nadie alimenta estos debates, porque dicha cuestión parece sellada con lacre, resulta más sorprendente la aparición de As I Lay Dying de James Franco, una adaptación de William Faulkner que fue presentada en la edición del Festival de Cannes del 2013. La primera osadía de la película es, obviamente, la de retarse con un autor sagrado –aunque desde la admiración–, figura capital de todo experimento de la novela contemporánea. La segunda osadía es que su director se llame James Franco y que, además, no le tenga miedo a nada. Porque la tercera sería seleccionar concretamente Mientras agonizo, la novela más perfecta de Faulkner y la más digna del adjetivo infilmable junto a El faro de Virginia Woolf, el Ulises de James Joyce o el Manhattan Transfer de John Dos Passos. Mientras agonizo no es, sin embargo, una novela extensa. En apenas doscientas cincuenta páginas, nos narra la odisea de la familia Bundren –Anse y sus hijos Darl, Jewel, Dewey Dell, Cash y Vardaman– para enterrar a la madre fallecida en su pueblo de origen. Más que una odisea, se trata de una peregrinación convertida en sucesión de penalidades donde la fuerza de la testarudez humana fluctúa entre la épica, la hondura trágica y el simple patetismo existencial. Dicha fluctuación se debe, en cierta medida, a la fluctuación de puntos de vista utilizados –hasta quince narradores distintos– que, desde voces diferentes, estilos, técnicas, tonos y prejuicios, derruyen la visión omnisciente como una utopía sin dueño ni ejecutor.
No obstante, la cuarta osadía de James Franco es la que merece mayor atención.
Porque As I Lay Dying propone reabrir un diálogo –y quizás no de forma consciente ni voluntaria ni tampoco por primera vez– que ya había sido cerrado por la semiología del siglo XX. En su propósito de ser lo más fiel posible a la novela, Franco pretende realizar una adaptación integral que traduzca no solo sus contenidos semánticos a un nuevo código, sino también sus formas narrativas a una serie de formas cinematográficas. Los recursos formales de su película –polivisión, monólogos frontales, cámara en mano, cámara lenta– cobran verdadero sentido en dirección a la obra de partida, y no a la obra de llegada. Para el cineasta, el significado que encierra el texto yace así mismo en la maquinaria de su significante. Un significante distinto daría lugar a un significado también nuevo. Una adaptación de Mientras agonizo sin su fragmentarismo, sus múltiples perspectivas o su riqueza de voces, nunca arañaría el contenido real de la novela. As I Lay Dying propone, por lo tanto, con suma libertad y convencimiento, una traducción entre códigos que olvida, durante su acto, toda teoría previa sobre la relación entre ambos medios.
En Mientras agonizo, William Faulkner culminaba su fragmentación del punto de vista narrativo. Unos mismos hechos son relatados desde varias perspectivas y diversos lenguajes. Existen varios narradores que anulan la autoridad informativa de los demás. Como escribe J. M. Guelbenzu,
“la fragmentariedad deviene así una forma de conocimiento literario de la realidad; una realidad que, a su vez, el hombre contemporáneo sólo es capaz de percibir fragmentariamente”.
Esta disgregación del punto de vista se correspondería con la narración coral del cine, pero James Franco decide llevarlo más lejos al añadirle la polivisión, la pantalla partida que segrega a sus personajes en compartimentos individuales, parciales y relativos. La escena, como unidad centralizadora, se quiebra en una miríada de enfoques donde ninguno predomina sobre los demás. A esto se le suma, en paralelo, el uso de la cámara en mano y de la cámara lenta como elementos de desestabilización. La primera pretende alterar la seguridad de la imagen de forma similar a como Faulkner, y no solo en Mientras agonizo, desequilibra el lenguaje de sus protagonistas. En cuanto a la segunda, la cámara lenta se justifica para manipular el énfasis, el estatismo, la obsesiva reiteración de motivos que circulan por la novela.
El tiempo en el original tampoco es homogéneo, ya que nunca podrán serlo sus puntos de vista enfrentados. Tiempo y espacio narrativos se derivan del esbozo subjetivo de los personajes. La película de James Franco, nuevamente, intenta dar un paso más allá para incorporar ambas sustancias en la pantalla. Junto a los recursos ya citados, As I Lay Dying recurre al monólogo en plano frontal, expuesto a cámara, que representa los pensamientos de cada protagonista. Si su concepto de la naturaleza –humana y animal– recuerda al panteísmo de Terrence Malick, su explícita penetración en la psicología tiene una notable huella bergmaniana, que no reducen, ni mucho menos, el fuerte simbolismo heredado de Faulkner ni su estudio concienzudo de las tensiones destructivas en el ámbito familiar.
Polivisión, cámara en mano, soliloquio, cámara lenta y simbolismo crean, de esta manera, una construcción retórica de grandes ambiciones para un director casi novel. La pantalla partida, por ejemplo, alterna, muy a menudo, entre la revelación y la distracción. El modo en que la cámara lenta enfatiza determinados planos –muchos de ellos intrascendentes– rebaja la belleza de otros, de muchos otros, con un lirismo admirable. En cierto modo, la grandeza del ser humano y su trágico patetismo confluyen en el propio intento de la película por elevar, sin precaución alguna, las condiciones de su propuesta. Mientras se trata de un film muy laudable solo por su esfuerzo arquitectónico y su asimilación de fórmulas literarias, la obra de James Franco se revela, en último caso, fallida en proporción a su referente, en este caso inexcusable desde los mismos presupuestos del film. Allí donde Faulkner creaba para su relato una gramática propia –con varios lenguajes superpuestos que relativizaban las herramientas de conocimiento del ser humano–, la película de James Franco, a lo sumo, recaba una nueva, o al menos una original, sintaxis cinematográfica.
En líneas generales, la oposición entre cine y literatura se puede resumir en la de imagen y palabra –en líneas muy generales, por supuesto–. Umberto Eco, en La estructura ausente (1968), equiparaba la dimensión del encuadre a la del enunciado, corrigiendo así el análisis previo realizado por Pier Paolo Pasolini. Siguiendo este mismo esquema, el sistema retórico de As I Lay Dying resulta ineficaz a la hora de descomponer la certeza del plano tras los hallazgos de la novela. Sus recursos afectan, sobre todo, al exterior de la imagen, a su manera de relacionarse con el conjunto de ellas. Pero cada plano de la película conserva una veracidad remanente cuya primera víctima es, para su desgracia, la dimensión mítica y épica del relato, claramente minimizada respecto al sentido trágico y a la cruel ironía –perfectamente lograda– de su final.
De forma paradójica, el lastre más notable de la película acaba resultando el personaje de Darl, interpretado por James Franco. Darl es la voz más consistente de toda la novela, dotado de cierta clarividencia de sesgo profético, y capaz de comprender la deriva en la que se hunde la peregrinación familiar. En la última parte del relato, Darl será quien asuma el liderazgo y quien pague, mediante la locura y el internamiento, su sacrificio a favor del colectivo. Sin embargo, el Darl de la película nunca alcanza un relieve semejante debido, en gran medida, a la tibia interpretación de James Franco. En comparación con sus hermanos resulta menos atractivo que Jewel o que Dewey Dell, con puntos de vista más marcados y tramas –la venta del caballo, el embarazo no deseado– que definen con precisión sus caracteres. La extraña sensibilidad de Darl, entre tantos fragmentos deshilachados, se descubre al final opacada por las pasiones y los instintos de su entorno.
Si bien creo que la puesta en escena supone el segundo lastre fundamental del film –visible, sobre todo, en la confusa secuencia del río–, As I Lay Dying alcanza a retener las numerosas cualidades del material adaptado. La penosa procesión del clan Bundren por las “tierras baldías” de Yoknapatawpha nos muestra en su viaje todo el desconcierto de la aventura humana. Citando de nuevo a J. M. Guelbenzu, “el mundo de los Bundren es un mundo cerrado y ciego, pegado a un pedazo de tierra y batido por la pobreza”. La única fe que permite sobrevivir en este mundo es la intransigencia y una testarudez de tipo individualista. Cada uno de los integrantes de la familia emprende su propio trayecto sin comunicación con los demás. La estructura coherente del viaje –el objetivo común, el recorrido geográfico, la colaboración de los participantes, la llegada al destino– queda así disgregada en varios relatos menores, algunos apenas sugeridos, que no conducen a ningún aprendizaje ulterior; sus personajes solo actúan por motivos egoístas que adquieren naturaleza simbólica –el caballo de Jewel, la dentadura del patriarca Anse, el aborto de Dewey Dell–. Si la narración nunca decae durante su trayecto es, precisamente, porque cada uno de sus elementos remite a una instancia esquemática de alcance totalizador.
Mientras agonizo, como novela, es una pieza seminal de la literatura del siglo XX. As I Lay Dying, como película, fue presentada en el Festival de Cannes con un recibimiento dispar y notable estupefacción. Aunque muchas críticas fueron positivas, sus responsables decidieron suspender la distribución internacional, algo que ha impedido proseguir un diálogo que sí provocó abundantes líneas con El gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013) de Baz Luhrmann o la decepcionante En la carretera (On the road, 2012) de Walter Salles. Mientras siempre parece conveniente dudar de cualquier libre albedrío con la literatura –y más con la gran literatura–, nadie aparenta escandalizarse ante lo contrario, la naturaleza epigonal de ciertas películas respecto a su origen. Habrá que ver si cambia esta dirección del viento cuando Franco estrene, a finales de año, su adaptación de El ruido y la furia, de nuevo resucitando a William Faulkner con una novela, si cabe, más densa y más dramática, menos narrativa también, y menos universal que esta resistente obra maestra.