Asesinato en el Orient Express (2017)

Inventar la pólvora Por Pablo Sánchez Blasco

Entre los muchos términos que han intentado aclarar el panorama de la novela policiaca, el de novela-enigma solo puede aplicarse a un número muy reducido de casos, la mayor parte ofrecidos en los albores del género y entre los que no figura el Asesinato en el Orient Express dirigido por Kenneth Branagh.

Sería una pérdida de tiempo comparar la tradición del género, o incluso la primera adaptación de Sidney Lumet, con una estrategia consistente en apropiarse de ellas por medio de las formas de entretenimiento más actuales. Branagh intenta reinventar la novela-enigma del pasado desde el tiempo del presente, o modelar lo que podría ser una novela-enigma traducida a las claves y estructuras del cine presente. Su adaptación aparece envuelta en un halo atemporal solo porque se sale del tiempo, porque secciona la línea histórica que la precede como si nadie la hubiera recorrido antes que él. Según decía Fredric Jameson 1 en 1984, “el modo más seguro de comprender el concepto de lo postmoderno es considerarlo como un intento de pensar históricamente el presente en una época que ha olvidado cómo se piensa históricamente”.

Cuanto más se tiene en cuenta la novela-enigma desarrollada por Agatha Christie, menos parece que el cineasta sienta interés por ella o por sus elementos. En cierto modo, es una decisión comprensible. Aunque siempre se la haya considerado una literatura muy cinematográfica, escasas obras maestras han salido de las novelas de S. S. Van Dine, de Ellery Queen, de Chesterton, de Michael Innes o de la propia Agatha Christie. El ritmo de lectura de estas novelas solicita un tiempo de reflexión para los espectadores, una consideración de los hechos pausada y minuciosa para concretar una hipótesis personal y participar del juego. Julio Cortázar describió bien su proceso en Continuidad de los parques, donde el lector debía refugiarse en la soledad de su salón, sentado en una butaca de orejeras, para introducirse en el universo del relato.

A falta de tiempo para ello, es lógico que Branagh dirija su narración hacia el thriller, hacia un cine de sorpresas con giros y efectos dramáticos que salpica de alguna que otra escena de acción. También es lógico, por lo tanto, que su Asesinato en el Orient Express recicle los recursos de Christie en una sustitución de lo especular por lo espectacular y prodigioso, por la impresión inmediata. Los vagones del mítico tren, por ejemplo, ya no se definen como burbuja de una clase social o reflejo de una época, sino como escaparate del universo perfecto e idealizado del relato maravilloso. En las escenas de Estambul, la cámara se recrea en la preciosa reconstrucción de sus imágenes, igual que ve necesario mostrarnos el desprendimiento de nieve que inmoviliza el tren en la montaña.

Asesinato en el Orient Express

La nueva adaptación de Branagh, temorosa, o consciente, quizás, de abordar tierra quemada, de contar una sorpresa ya sorprendida a gran parte del público, dirige también su énfasis hacia las implicaciones legales y morales de la novela. Exacerba el arco dramático de Poirot y pretende llevarle a una anagnórisis contradictoria, como poco, con su trabajo de detective y con la manera en que ha enfocado el concepto de la justicia y el delito hasta entonces.

En primer lugar, su Hércules Poirot apenas conserva del personaje original su nombre, su país de origen y las curvas de su bigote. Yo diría que, de hecho, el bigote es el principal detalle que justifica su adscripción, ya que el carácter arrogante y egocéntrico del personaje responde más al perfil de Sherlock Holmes que al del pequeño, gracioso y excéntrico anciano belga. Su detective se presenta a sí mismo como “el mejor detective del mundo” y completa su personalidad con rasgos propios de un superhéroe o un héroe de acción contemporáneo: Poirot siente culpabilidad por todos los casos de los que no puede ocuparse, concibe la justicia como una tarea encomendada personalmente a él, oculta un amor trágico en cuya tristeza se refugia cuando está solo y viaja en busca de un descanso que el mundo le niega porque le requiere, sin que falte, por supuesto, una escena de presentación eurocéntrica predicando la razón y la democracia fuera de su continente.

De igual manera, la pirueta dramática en el tercer acto exige a Branagh intensificar el rol de Poirot como mediador en un sentido prácticamente religioso. Al director no le basta con que Poirot sea policía; el protagonista debe ser también un juez para los actos criminales. En su mayor atrevimiento, Branagh diseña la reunión final de sospechosos como una famosa composición del arte renacentista. Mientras Lumet, por ejemplo, describía la escena situando a Poirot en el centro, virando y maniobrando entre los testigos y su laberinto de mentiras, Branagh pone en escena la suya como un duelo frontal del héroe con el misterio, un enfrentamiento entre el individuo y el resto del grupo, encuadrando, además, a Poirot contra la locomotora del Orient Express, como protegido o reforzado por la autoridad de la máquina.

La película nos propone a un personaje tan racional en la práctica como luego místico en la teoría, un policía tan hábil para observar la realidad como escrupuloso cuando analiza al ser humano. Esta lectura trascendente e inédita en el género -ni siquiera el Padre Brown de Chesterton asumía semejante responsabilidad espiritual- equivale la idea de bien con la de orden y la observación con el juicio moral, y, aunque lo haga para luego cuestionarlo, su trayecto termina por reinventar el policiaco hallando la primera condición de su existencia, fijando como hallazgo el fundamento más básico del género.

Asesinato en el Orient Express 2017

Al igual que la versión de Sidney Lumet, la nueva Asesinato en el Orient Express nos habla o nos intenta hablar de las flaquezas de la justicia, de la venganza, de la imposible manera de redimir un crimen fuera de su tiempo. Nos habla, así mismo, de las personas que usan la violencia y el dinero para situarse por encima de la ley y de su necesaria desaparición en un moderno estado de derecho. Y serían temas muy interesantes si no fuera porque su lectura olvida el verdadero secreto de la trama, el que hace inservibles sus reflexiones y que he dejado para el final como un homenaje al antiguo Poirot -y por respeto a los spoilers-.

Porque de todos los aplausos que merecen las obras de Agatha Christie, lo cierto es que el más excéntrico sería considerar su obra como radical o desafiante o transgresora respecto a las concepciones morales de su época. Sus tramas se inauguran con un asesinato y terminan con la detención, o a veces el suicidio, del asesino responsable, restituyendo, por lo menos, una sensación de orden en el seno de la sociedad. Si parece que Asesinato en el Orient Express infringe esos términos y se muestra comprensiva hacia los criminales se debe a que, en su tremenda habilidad narrativa, Christie nos presenta la trama de manera inversa, comenzando por el desenlace y terminando por el principio. El verdadero crimen de la novela es cometido mucho antes de su prólogo, muy lejos de las montañas de Bulgaria o las callejuelas de Estambul. Su responsable ha sido señalado en un tiempo previo y es ejecutado en las primeras páginas de la novela. De ese modo, Poirot accede a la trama cuando esta ya se ha clausurado sin su intervención. Primero identifica al culpable y luego se dedica a recapitular las razones y motivaciones detrás del caso, que, finalmente, le permiten conocer y poner rostro a las víctimas del crimen.

Se trata, por lo tanto, de un policiaco con una estructura invertida, ordenada de adelante hacia atrás, donde solo Poirot y su público desconocen las circunstancias de los hechos. La contradicción moral del Poirot de Kenneth Branagh resulta, por lo tanto, un mero error de lectura o, cuanto menos, una exageración de las posibilidades psicológicas y sociopolíticas del libro. Una vez más, la justicia se ha llevado a cabo por medio de un consenso, el asesino ha sido identificado y ha recibido su castigo a través de una representación simbólica del tejido social, sostenido, por supuesto, en las clases más altas y privilegiadas. Por eso la decisión final de Poirot no supone más que una connivencia con el sistema clasista de su tiempo, y en ningún caso un desafío hacia sus reglas fundacionales.

Presentar Asesinato en el Orient Express como una transgresión moral de claroscuros y contradicciones solo ayuda a hacer su relato más correcto e inofensivo de lo que su autora lo hubiera imaginado nunca. Todo lo demás es ruido y espectáculo y, cómo no, bigotes.

  1.  JAMESON, Fredric (1984): “Postmodernism, or the Cultural logic of capitalism”, New Left Review, nº146, pp.53-92
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