Asesinato en el Orient Express, de Sidney Lumet (1974)

Encanto y descubrimiento Por Pablo Sánchez Blasco

Entre los muchos términos que han intentado aclarar el panorama de la novela policiaca, el de novela-enigma solo puede aplicarse a un número muy reducido de casos, y casi todos ellos ofrecidos en los albores del género, en las novelas clásicas de Agatha Christie, S. S. Van Dine o Ellery Queen. Su empleo todavía despierta antiguas rencillas entre literatura culta y popular, evoca el desprecio, ya superado, hacia las novelas de crímenes y su recepción crítica como un divertimento menor. Y, sin embargo, sigue siendo el término más adecuado para definir a un grupo de novelas que no solo ofrecen un enigma entre sus páginas, sino que constituyen un enigma en sí mismas, o que plantean un enigma o un acertijo a través de la forma particular de una novela.

Como apuntaba en su libro José F. Colmeiro 1, la novela-enigma o novela-problema es aquella que pone al servicio de su rompecabezas todos los demás elementos, y, por lo tanto, convierte sus instancias narrativas en signos, en pistas o indicios, en datos susceptibles de análisis y error por parte de sus lectores. Para resolver un misterio de Agatha Christie -si es que eso es posible- no basta con analizar la trama de la novela, es necesario añadirle una conciencia metalingüística del género, del papel del narrador, los personajes y las distintas licencias, elipsis, implicaturas o contradicciones halladas en su relato.

Es preciso analizar la novela como una novela y la película, por lo tanto, como una película. Por eso la adaptación de Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 1974) de Sidney Lumet encara el texto de Christie desde su naturaleza de artificio y no “a pesar” de su artificio, como harían las secuelas, mucho más sosas, con Peter Ustinov en el papel de Poirot. Lumet entiende el papel del autor como garante del juego, como crupier de la película, y transforma las referencias literarias en reflexiones cinematográficas que prosiguen la farsa, el cuestionamiento de la representación tan propio de la autora británica.

Asesinato en el Orient Express, de Sidney Lumet

En el Orient Express se ha cometido un asesinato y el asesino debe ser uno de los pasajeros del tren. El mundo exterior o, mejor dicho, la realidad, quedan al margen de los vagones reservados a la aristocracia europea, a ese mundo de amoríos, de adulterios y modales exquisitos que Lumet refleja en el llamado all star film, en aquellas películas de los años treinta, como Gran Hotel de Ernest Goulding (Grand Hotel, 1933), que reunían a las estrellas del estudio en repartos corales, en tramas de historias entrecruzadas dentro de un mismo espacio. Si, como aseguraba Laura Silvestri, la investigación del género policiaco congrega lo que está disperso y “busca continuidad y correspondencia entre textos diferentes”, Asesinato en el Orient Express confía el protagonismo a los sospechosos, a un reparto multitudinario de intérpretes cuya principal función será confundir, despistar al espectador para que mire en la dirección equivocada.

Mediante el uso de teleobjetivos y la iluminación trasera -Lumet describe el proceso en su libro de memorias 2-, la imagen otorga a cada personaje un encanto especial, le retrata y encuadra de manera complaciente entregándose al amor por los actores que caracterizaba al cine de los años treinta y, en general, al culto por lo bello y lo ligero del período de entreguerras en que transcurre la acción. Solo un asesinato puede introducir en el melodrama la duda, la sospecha de un encubrimiento que revela esa actuación como sobreactuación, como escalada de representaciones superpuestas hasta su desenlace.

Si la película muestra cierto sesgo teatral se debe a que narra el desarrollo de una opereta, de una farsa creada por los pasajeros para engañar y enturbiar la verdad del caso. Ante nosotros no vemos personajes, sino actores interpretados por actores, vemos artistas de una serie de shows, de momentos de gloria individuales que parecen competir entre sí por obtener el protagonismo y que hacen del interrogatorio, del duelo en plano/contraplano, la escala ideal del actor. Lumet ya nos presenta a sus sospechosos abordando el tren en un desfile individual por la plataforma. El ruido y la niebla a su alrededor logran así el efecto de aislarlos, diferenciarlos del ambiente y distinguirlos como intérpretes de una ficción, de una representación estilizada.

Sin embargo, Lumet nunca fue George Roy Hill y, a pesar del éxito de El golpe (The Sting, 1973) un año antes, su película no pretende sumarse a los ejercicios de nostalgia y homenaje hacia el cine clásico. El regreso al pasado de Asesinato en el Orient Express tiene como objetivo evidenciar y cuestionar el artificio de sus ficciones, hacernos conscientes de ellas. Al año siguiente, el director rodará Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975) y un año después Network, un mundo implacable (Network, 1976), las dos dedicadas a la idea de manipulación de masas a través de la imagen audiovisual.

Asesinato en el Orient Express, de Sidney Lumet 1974

Dentro del Orient Express y de su lista de pasajeros existe una homogeneidad de clase y estilo que da forma a un discurso hegemónico y aparentemente inviolable. Solo la presencia inesperada del detective, del grotesco Hércules Poirot, quiebra la unanimidad en el interior del tren y les obliga a confrontar sus versiones con una mirada crítica, extranjera, una perspectiva tan observadora como imaginativa. El Poirot de Asesinato en el Orient Express no supone tanto un héroe con una inteligencia brillante como una perspectiva marginal y despojada de sentimentalismos sobre el relato. Porque detrás del espectáculo organizado por los sospechosos se descubre una impostura entrevista ya en las primeras escenas, fuera de ese vagón construido y financiado a su gusto.

Cuando el detective interviene en el drama, Lumet sustituye los teleobjetivos por los grandes angulares, su cámara asciende a los planos picados y se coloca muy próxima al actor para incomodarles, para ponerles nerviosos mostrando el exceso de maquillaje, las arrugas en el rostro, los tics y los gestos involuntarios. Las versiones de los testigos se contradicen, el testimonio de unos refuta el de sus compañeros. Al repetir la película con una lente más nítida, la trama suena forzada y estrafalaria, y la exquisita ficción de Agatha Christie exhibe sus imprecisiones. Incluso Poirot se queja de haber perdido el tiempo y se ríe de lo ridícula que es la historia inventada, de los giros, las sospechas, los objetos encontrados y escudriñados como si fueran pistas.

La idea de un relato coral donde, como decían en Gran Hotel, “la gente viene y se va y nunca pasa nada” se desvanece por la irrupción del secreto, del trauma, de la herida en ese pasado que todos tratan de reproducir. En el cine policiaco “siempre pasa algo”, aunque sea fuera del encuadre y del relato oficial. Más que encontrar una luz en el caso, la versión de Poirot encuentra su oscuridad y, en la secuencia climática de Asesinato en el Orient Express, los personajes pierden su aureola y son retratados cuando nadie los ve, con sus siluetas recortadas en medio de las sombras del vagón.

Asesinato en el Orient Express Sidney Lumet 1974

Lumet recurre a la novela de Agatha Christie para representar, al mismo tiempo, el final de una época histórica, la del mundo colonialista y eurocéntrico de la Europa de entreguerras, y el final de una época del cine, de un estilo inocente y encantador que ya no puede recuperarse. Asesinato en el Orient Express nos habla de las flaquezas de la justicia, de la venganza, de la imposible manera de redimir un crimen fuera de su tiempo. Nos habla, así mismo, de las personas que usan la violencia o el dinero para situarse por encima de la ley y de su necesaria desaparición en un moderno estado de derecho. De ese modo, la figura de Hércules Poirot adopta el sentido democrático del policía ecuánime y racional hacia los hechos, del intruso en la trama dotado con un punto de vista capaz de curar las heridas del pasado y recomponer con ellas un presente común.

La nostalgia de su fotografía y su dirección artística idealiza el pasado como un tiempo huido y, en gran medida, inventado por sus protagonistas, unos seres amargados que “viven sin vida”, aislados del presente. Por eso la presencia de estrellas como Lauren Bacall o Ingrid Bergman nada tiene que ver con la condescendencia ni el servilismo hacia su prestigio. Lumet quiere que reconozcamos su envejecimiento, sus ojeras y entradas, todas las imperfecciones que les hacen vulnerables. La estética vintage de Asesinato en el Orient Express señala precisamente a su encanto como encubrimiento y apunta que debemos superarlo para apreciar la realidad. El crimen supone siempre un acto vulgar y vacío y desagradable, y el buen cine debería afrontarlo con el realismo y la honestidad empleadas por Lumet en sus obras maestras de la década, en La ofensa (The Offence, 1972), en Serpico (1974) o en Tarde de perros (1975).

  1. F. Colmeiro, José (1994): La novela policiaca española. Teoría e historia crítica. Editorial Anthropos
  2. Lumet, Sidney (1999): Así se hacen las películas. Editorial Rialp
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