Asier y yo
Asier y nosotros Por Jose Cabello
El Confidencial decidió titular la entrevista con los directores Luis López Carrasco y Daniel Castro bajo la frase “Hablan los hijos cabreados de la Transición”. Y no les faltaba razón. Tanto uno como el otro, en sus dos últimas películas, o su única película en el caso de Daniel, rezuman un aire generacional de rechazo hacia el buenrollismo casi legitimado de esta etapa de la Historia de España. Y es que la Transición de este país nos la vendieron, y aún lo siguen intentando vender, como un proceso correcto, justo y sin enfrentamientos. Un momento necesario. La sociedad española, temerosa de los últimos coletazos de la dictadura de Franco, tragó sin miramientos el dogma que más tarde se convertiría en un paradigma para la clase política española. Así pues, presidentes del gobierno, cargos políticos, creadores de la Constitución o incluso el rey, comenzaron a vivir el sueño del estatus incuestionable y el prestigio del que aún hoy les cuesta despertar.
Y es importante hablar del trauma no vencido de la Transición para entender el desdén con el que han intentado intoxicar el documental Asier y yo.
El independentismo vasco, que es la cuerda sobre la que “funambulea” la película, se pone encima de la mesa con un enfoque totalmente distinto a otras que ya hablaban de la relación entre ETA y el País Vasco. Un documental muy exigente con el público precisamente por abordar el problema desde otro punto de vista, una postura nada condescendiente. Pero Asier y yo logra, sobre todo, enviar un mensaje claro y rotundo negando y condenando la existencia de una sola voz omnipotente que, al igual que tintaba la Transición de amiga, llama enemigo a cualquier pensamiento no cobijado por los intereses del Estado. Más aún si entramos en cuestiones tan delicadas como el nacionalismo donde el Estado se frota las manos antes de meterlas en la herida para, de un grito, como un pastor con su rebaño, volver a poner en vereda a las descarriadas. No pensamiento libre.
Aitor Merino, actor convertido en director para Asier y yo, narra en primera persona la especial relación de amistad que mantiene con Asier. Ambos son navarros de nacimiento y comparten el sentimiento pro independencia del pueblo vasco, aunque sólo en esencia pues serán sus matices los que marquen el inevitable distanciamiento entre los dos amigos, un distanciamiento acentuado ya por las diferentes vidas que llevan. Mientras Aitor traslada su residencia a Madrid para desarrollar su carrera como actor, Asier construye su vida entorno al antimilitarismo que recorre Europa. La reconstrucción de los distintos pasajes: la infancia en el colegio, la adolescencia o la marcha de Aitor a Madrid como último eslabón roto en la cadena que les mantenía unidos, evidencian las artimañas del director para forzar la continuidad de unos hechos injertados a puñetazos en la trama. A pesar de ello, funcionan, y Aitor Merino es capaz de armar una escena de su pasado con una simple carta o con un tablón de anuncios, olvidándose de evitar que, en más de una ocasión, su locución caiga en el histrionismo.
La fluctuación en el vínculo, como cualquier relación de amistad con máximos y mínimos de contacto, toca techo el día que Aitor es informado de la detención de Asier en Francia. Según la carta que recibe Aitor, Asier narra una serie de hechos fortuitos que, tras declararse públicamente insumiso en España, le obligan a marcharse a Francia, donde acaba siendo relacionado con ETA. La supuesta ligazón le cuesta ocho años de prisión. Los encuentros ahora quedan marcados por los tempos pautados de visitas en la cárcel de Paris, además del correo tradicional. Y todo esto como parte de una minuciosa contextualización del film que no solo abarca las vidas de los protagonistas sino que, brillantemente, reproduce el clima asfixiante de las diferentes fases de una España reciente marcada a fuego por el terrorismo. La verdadera intención de Asier y yo se exterioriza una vez Asier ha cumplido la condena y vuelve a su pueblo para continuar con su vida.
Y si hasta ahora el MacGuffin lo encarnó el deseo de Aitor por plasmar en un vídeo la cara más amable de Asier con el objetivo de acercar posturas entre él y sus amigos de Madrid, en la segunda mitad, la lucha interna de Aitor se convierte en el gancho propulsor del film. La duda sobre si Asier forma o formó parte de ETA planea constantemente sobre la cabeza de Aitor sin que éste sea capaz de formular la pregunta directamente. No obstante, en cierta medida, los pequeños detalles despejan las incógnitas sin dejar el peso en una respuesta, motivo que podrá cabrear a muchos porque Asier y yo rechaza acudir al blanco o al negro, y se aloja en el espectro de grises. Así, en el entorno de Asier, su madre, representada como Atlas, con una gigantesca carga a sus espaldas, no comulga con la visión de su hijo sobre la lucha por la independencia, al contrario que el pueblo en el que viven, donde Asier es recibido como un héroe de guerra, un mártir que entregó ocho años de su vida a la causa.
Aitor se debate entre el afecto y el rechazo. Le escama la idea de que el amigo de su infancia pertenezca a una banda que se dedicaba a matar gente por el hecho de pensar diferente. Se cuestiona la posibilidad de mantener, o no, su amistad en el caso de confirmar sus sospechas, y la derivada controversia de sentirse cómplice de los actos de alguien al que ha acogido como amigo. En una de las charlas en el bosque, el director intenta colocar las trampas para conducir la conversación hacia la resolución de alguna duda, pero lejos de eso, Asier muestra una falta de autocrítica, un escaso cuestionamiento sobre la doctrina de sangre, ésa que parece justificar. No hay redención. Y esto puede ser el móvil que cause el rechazo frontal con el público más sensiblero que acuda a la sala en busca de un reforzamiento positivo a su teoría preconcebida. Aquella que pensaron por él. No solo la dureza y la obligada reflexión asusta al público, también la distribución, al menos en Madrid, ha girado la cara a la valentía de Aitor Merino por hablar sin tapujos sobre la herida de muerte de la sociedad española, posicionándose con su silencio ante un tema extremadamente delicado del que solo podrían emitir un juicio concluyente aquellos que están inmersos en el conflicto día a día.