Atardecer
El cauce de la Historia Por Paula López Montero
Bajo mi punto de vista, Atardecer (Napszállta, László Nemes, 2018), a pesar de contar con la experiencia y puesta a punto del director -que esta vez cuenta con un mayor presupuesto-, es mucho más difícil de seguir que su predecesora, El hijo de Saúl (Saul fia, László Nemes, 2015). De hecho no me extrañaría en absoluto que muchos salieran de la sala desconcertados con lo que han visto, es para ello. Generó división en Cannes y creo que lo seguirá haciendo. No obstante, ¿acaso los grandes cineastas no la generan? Ese desconcierto, a mi modo de ver, es una baza implacable de lo que es, y atisbo que será, el sello del autor. Ese desconcierto es el juego del director, el mismo desconcierto contextual en el que nos sumerge, en los acontecimientos previos a la caída del turbulento y desestructurado Imperio Astrohúngaro y el estallido de la Primera Guerra Mundial y el auge del nacionalismo tras una serie de revueltas de las que se hace eco Atardecer.
¿Cuánto sabemos de la Primera Guerra Mundial? Sin duda alguna el relato de la Segunda ha eclipsado por completo nuestro interés histórico por la primera, y una vez que El hijo de Saúl se ha sumergido ya en la Shoah para vulnerar su carácter indecible, László Nemes nos introduce y nos cuestiona en una narrativa de identidad propia y que tiene como contexto ese declive de Occidente que se hace más patente a principios del siglo XX y del que aún no estamos seguros haber superado. Occidente, término histórico con el que referirse a una posición geográfica, por donde cae el sol, su atardecer, ha marcado su narrativa, su Historia y su modo de ver las cosas. Con un título inteligente, Atardecer comienza con el dibujo de una de las calles principales de Budapest, donde se puede apreciar el auge de la urbe a principios de siglo y donde poco a poco se va poniendo el sol, para después dejarnos ver un primer plano del sombrero con velo negro que lleva la protagonista Írisz (Juli Jakab), con su mirada perdida, mientras poco a poco se va abriendo el plano dejándonos ver que se encuentra en una tienda de moda en donde las dependientas le van cambiando el sombrero pensando en que es una compradora de la alta sociedad más, pero no, Írisz Leiter busca un puesto de trabajo allí y se lo hace ver a la jefa de dependientas que, al preguntarle su nombre, se queda sorprendida porque su apellido es el mismo que el de los almacenes Leiter, la sombrerería donde se encuentran. Írisz le aclara que es la hija del creador y antiguo dueño de los almacenes Leiter. Sin embargo su presencia no es muy grata, sino más bien viene a poner todo patas arriba. El nuevo dueño de los almacenes, Oszkar Brill, le hace ver que prefiere prescindir de sus servicios incluso trabajando altruistamente. Írisz ante el rechazo busca una hospedería donde pasar la noche y cuando se encuentra en su habitación durmiendo, un cochero la invade haciéndola ver que su presencia va a generar grandes crispaciones en el ambiente y que además, tiene un hermano, del cual desconocía su existencia. A partir de aquí toda la película será una búsqueda de su pasado y del hermano del que se separó. No sabemos nada de Írisz, ni del por qué de su separación de sus padres, de por qué no sabe que tiene un hermano y de por qué los almacenes fueron incendiados y lo perdieron todo teniendo ella que mudarse a Dresde cuando era pequeña. Pero László Nemes, con el mismo método identificativo que proponía en El hijo de Saúl, es decir con un continuo seguimiento de la protagonista principal, con sus primeros planos rodados en 35 mm y de su acompañamiento como si fuéramos –nunca mejor dicho- su sombra, nos hacen que nos identifiquemos con ella. La música ayuda a generar crispación y cierta distancia y desconcierto con el ambiente. Tenemos muy pocos datos y las decisiones del montaje, comiéndose adrede las explicaciones de los saltos de espacio narrativo, abandonan y meten tijera a la longitud del plano secuencia de El hijo de Saúl para jugar deliberadamente con el intercambio de planos que generen desubicación. Es difícil seguir una trama llena de tantos personajes y altercados (como es difícil de seguir los acontecimientos de la Primera Guerra Mundial y como, por cierto, ocurre a la inversa en El hijo de Saúl donde los personajes, como para la historia, eran meros números de los que no teníamos información y hacían mucho más fácil el seguimiento de la trama.
A mi modo de ver, las complicaciones del relato, la ofuscación del espectador que no entiende nada del meollo de la cuestión, zarandeado por las revueltas, asesinatos, violaciones, llevado totalmente por la masa –muy bien reflejado cinematográficamente hablando como ya hiciera en El hijo de Saúl– son el mismo embrollo que sufre la protagonista, un sujeto sin apenas voz zarandeada por la Historia que ha de ir amoldándose a su cauce narrativo para poder sobrevivir. En este sentido Saúl e Írisz se parecen enormemente, son dos personajes que lo han perdido todo, que hacen lo que les ordenan movidos por la masa –aquel concepto por cierto tan del siglo XX- intentando cambiar sin resultado los hechos (por ejemplo, Írisz está en todas las revueltas que retrata el filme pero cuando intenta ser de utilidad no le queda más remedio que huir antes que de morir). Además, considero que Atardecer es una obra de orfebrería, de alta costura si se puede decir, como ese sombrero diseñado y cosido a mano por la protagonista, que no deja un despunte suelto y desde el clasicismo de su composición nos propone una recreación de escenarios intachable, un ambiente que está al servicio de la trama y no a la inversa, y un encolado de los personajes que mantienen la tensión narrativa sin apenas mostrar el dramatismo gestual del que pecan todos los dramas de guerra. No, como pasaba con El hijo de Saúl, aquí es imposible soltar una lágrima, no es lo que quiere el director, su intención –a mi modo de ver- es la de hacernos sentir tan desorientados como las personas que vivieron su época. Por otra parte, el retrato del mundo de la moda, del universo dispuesto para la mujer de alta alcurnia, no es baladí y creo que en el trasfondo viene a proponernos cosas similares como algunos filmes recientes vienen a retratarnos –pienso en El hilo invisible (The Phantom Thread, Paul Thomas Anderson, 2017). Y es que costura, historia y fantasmas tiene mucho más que ver de lo que pensamos.
El final del filme quizá merece mucha más atención puesto que genera casi la mayor confunsión de la trama y –vuelvo a reiterar- lo hace como sucedía en El hijo de Saúl. Parece ser ya sello del director. Una serie de revueltas contra la alta burguesía por parte de las clases más bajas, el asesinato del señor Brill, de la condesa, parecen ser el término de Atardecer, pero no, tras un largo fundido en negro, se levanta de nuevo el filme, como casi una resurrección, para, en unos últimos minutos, ofrecernos un plano secuencia que vagabundea por las trincheras llenas de hombres bien uniformados en lo que parece ser ya el estallido de la Primera Guerra Mundial, para al final dejarnos ver el desafío que mantiene ante la cámara Írisz, ahora vestida de militar, observando fijamente al espectador. Desconcierto total y no sé si una respuesta en este sentido merece la pena. Por ejemplo ¿quién era el niño de la escena final de El hijo de Saúl?, parecía una especie de anunciación, de esperanza, de visión celestial del protagonista pero ¿podemos estar seguros de ello? Creo que no, aquí se levanta la tan necesaria especulación que propone siempre László Nemes, que o bien tiende a la metafísica o bien tiende a la fantasmagoría. Yo me declino por lo segundo y es que, a mi juicio, Atardecer es un relato fantasmagórico, en el que Írisz, como si de un fantasma se tratase viene a tratar de resolver los acontecimientos, como una sombra, sin poder remediarlos. Es la justicia que todo fantasma demanda. Vemos a Írisz en las escenas finales del filme deambular por los hechos sin que apenas les roce, haciéndose pasar hasta por su hermano, y lo que más puede desconcertar es ¿qué hace una mujer en una trinchera? Aquí pongo mi guinda personal a este pastel: demandar la justicia durante tantos siglos vulnerada, ser el fantasma de la historia que reclama una revisión de los hechos pasados, sobre todo para con la mujer que, durante todo el filme, es la gran castigada, la que es violada, agredida, reducida a un cuerpo, maltratada en un mundo dirigido por la masculinidad. Írisz en la trinchera me parece una brillante metáfora sobre la parte femenina que viene a reclamar justicia en la Guerra, que abandona la mera costura invisible de la historia, para ahora ponerse manos a la obra y cambiar su cauce. Un final de inteligencia, sabiduría y compromiso que, a pesar de que muchos se queden zarandeados por el caos de la trama, ofrece un rayo de clarividencia sobre nuestra historia. Solo hay que sumergirse un poco para ver en ella.