Atlantis
Instantáneas del post-apocalipsis Por Samuel Lagunas
Es difícil no quedar aturdido —¡y agobiado!— después de los primeros diez minutos de Atlantis (2019), el debut como director del también cinefotógrafo y productor ucraniano Valentyn Vasyanovych. En la primera secuencia una cámara térmica nos confiesa un hecho: un hombre es molido a golpes, y luego es asesinado y sepultado. En la segunda, dos hombres practican tiro en un páramo montañoso y despoblado. En cada ronda se someten a un estrés mayor hasta llegar a insultarse entre ellos. El objetivo es que acierten el mayor número de disparos a pesar de cualquier presión a la que estén sometidos. Son soldados: es su trabajo. La tercera secuencia es un diálogo de esta misma pareja de hombres alrededor de una fogata. Hablan sobre la guerra. Sobre sus huellas. Uno de ellos admite que su vida ha perdido el rumbo. No encuentra sentido a lo que hace ahora. El campo de batalla le daba una emoción, un propósito. Ahora sólo quedan huecos y ganas de desaparecer. Acto seguido, veremos a este hombre llegar a su trabajo en una fundidora y arrojarse al hervor del fuego. El otro, Sergiy (Andriy Rymaruk), le sobrevive. No tiene otra opción. Siempre ha sido un sobreviviente.

Atlantis se construye en su mayoría sobre planos generales fijos. La cámara nos conmina al rango de testigos de escenarios inclementes y grises. Monótonos. No hay belleza en la fotografía, también de Vasyanovych, pero sí una sólida consistencia. La atmósfera tosca y hostil repele una y otra vez al espectador de los personajes: los ubica en esferas diferentes y aisladas. El año es 2025. El lugar, Crimea. Vasyanovych no teme anticipar el futuro de Donbás, la zona este de Ucrania. La guerra ha terminado aparentemente. Sólo quedan minas dispersas por todo el territorio, cuerpos de un bando y otro sin identificar y una crisis económica que ahoga la viabilidad de la vida en ese lugar. Pero personajes como Sergiy siguen allí y han aprendido a encontrar en los desechos del mundo pequeños placeres como darse un baño en una carcasa de tractor. O recordarse que está vivo a través del doloroso ritual de quemarse con una plancha en la pierna. Atlantis puede semejar, para quienes desconocemos el conflicto ucraniano, una distopía de Tarkovsky por el carácter ruin y frágil de los personajes frente a un vasto escenario de desasosiego. Sin embargo, porta un trágico realismo. Vasyanovych lo ha dicho en entrevistas: en Donbás ya casi no hay agua y la que queda está fuertemente contaminada. Lo que sobreabunda son las minas sin explotar y la incertidumbre. Por ello, la austeridad en la producción de Atlantis juega a su favor. Más que una puesta en escena, la mirada adquiere atributos de documental: frente a la cámara se registran por igual vehículos descompuestos que autopsias de cadáveres. La muerte se eleva a reina del mundo desolador que es Atlantis. Por momentos, las máquinas adquieren mayor vitalidad que las personas que las manejan (lo que puede remitirnos al estilo monumental de Yuri Ancarani), de allí el dolor que causa que se queden paradas en medio del camino. O que exploten. De allí también su estatuto de refugio, de hogar.
Tras el suicidio de su amigo, Sergiy es notificado en una reunión masiva que la empresa donde trabaja tendrá que cerrar, por lo que decide unirse a un grupo que se dedica a identificar cuerpos enterrados en fosas comunes: registrarlos, describirlos, identificarlos. Allí conoce a una mujer, Katya. No es que su vida vaya a cambiar gracias a la relación que establece con ella (no sabemos si durará mucho o poco); se trata, más bien, de un recordatorio en la vida de ambos de cómo la pasión y la esperanza pueden abrirse paso en la adversidad. Atlantis no teme abrazar la esperanza y romper su estilo con excepciones donde la cámara atraviesa los muros de las casuchas abandonadas para ofrecernos una poderosa imagen del desierto interior y derruido de Sergiy, o como cuando se detiene impúdica frente a la camioneta donde Segiy y Katya se besan para dar paso a una de las escenas de sexo más emotivas del cine de ciencia ficción reciente (con una iluminación, dicho sea de paso, muy similar a otra escena de sexo poderosa y conmovedora: la de un hombre y una mujer embarazada en Buey neón [Gabriel Mascaro, 2016]). O acaso del cine reciente. En medio de cuerpos muertos, olvidados, rotos, dos cuerpos muy parecidos, sólo que vivos, logran confiarse el uno al otro. Este erotismo de los restos resulta abrumador y, a la vez, un consuelo. Todavía es posible que el amor oponga resistencia ante la muerte.
Atlantis posee rasgos de una distopía clásica: hay escasez de recursos naturales, las corporaciones y los gobiernos poseen una dimensión tiránica que dispone de sus recursos humanos sin piedad, los desechos industriales pueblan el paisaje, personajes acosados por sus traumas y muestras de deshumanización por doquier. No obstante, Atlantis es también un canto de cisne: una ópera prima con tono de testamento, un epitafio de la era posindustrial que de pronto se convierte en una reivindicación de los esfuerzos anónimos y colectivos (como la búsqueda de desaparecidos y desaparecidas), los únicos capaces de rehacer nuestras ruinas y convertirlas en pequeños bunkers de esperanza y de sentido.
