Austerlitz

La dificultad como herramienta de trabajo cinematográfico Por Aarón Rodríguez

La dificultad de ver una película. Dificultad no únicamente física, cognitiva, tener que someterse a esos planos largos, morosos, planos en los que la sugerencia de la acción queda más bien opacada por una especie general de “fluir del tiempo”. Dificultad ética, de rebelión con el gesto que muestra –no únicamente contra lo mostrado. Las películas difíciles no son aquellas que engolan un cierto discurso filosófico, sino aquellas que imponen normas estrictas, férreas, durante su propio visionado. Difícil, es necesario recordarlo, no es necesariamente un sinónimo de bueno.

Que Austerlitz es una película difícil es algo que cualquier espectador puede confirmar sin demasiada polémica. El problema se plantea exactamente en la delimitación sobre la naturaleza de su dificultad: en el momento en el que la cinta arranca con tres planos fijos de varios minutos de duración en los que no ocurre aparentemente nada que no sea el vagabundeo –el ir y venir, el ruido ambiente, el movimiento plomizo de una masa de gente- uno ya sabe que la experiencia fílmica resultará, como poco, exigente. Segunda pregunta: ¿recompensa la película al esfuerzo cognitivo, ofrece algo que no hubiera podido ser contado de otra manera? ¿Es necesario cada plano, la duración y escala del mismo, para que la idea principal de la película se desvele?

Austerlitz

El principal problema de Austerlitz es, precisamente, la mirada. Sergei Loznitsa no es un director sutil y su película es, en cierta medida, una comedia macabra. Invierte noventa minutos en levantar un juicio sumarísimo contra una especie de categoría general (los “turistas” que acuden a contemplar lo que queda de Sachsenhausen) pero en ningún momento siente el menor interés por ellos. Le interesa la colectividad como un todo despreciable del que él, por supuesto, se separa al documentar, topografiar, clasificar y apartar de su mirada. Los planos, exquisitamente construidos, convierten el espacio concentracionario en una especie de “granja de hormigas” por la que su cámara, siempre estática, escrutará. Los demás son vulgares: ríen, se hacen selfies, llevan perros y carritos de bebés, beben agua, no saben guardar el reposo sagrado que impone la tragedia histórica. Los demás, de hecho, son la prueba de que la Historia no funciona.

Emerge la paradoja: si Loznitsa no establece ninguna categoría que permita salvar a nadie (los turistas son despreciables, los guías son infantiles y excesivamente divulgativos…), ¿qué habría que objetar al proceso de exterminio? Si no hay nada que merezca la pena salvar en la humanidad entendida como totalidad, como masa, ¿qué sentido tiene rodar una película que denuncie –no hace otra cosa- la falta de respeto con los espacios de memoria? ¿Para qué habríamos de conservarlos, transmitirlos, incluso visitarlos, si no hay nada en nosotros que merezca ser salvado?

Ahí es donde Austerlitz se derrumba como un castillo de cartas. Ciertamente, el experimento es visualmente impecable y tiene un muy preciso programa narrativo escrito en su interior: los espacios que se recorren, plano a plano, los límites por los que corta el encuadre y la manera en la que lo hace… todo es extraordinariamente preciso y merece la pena recorrer la cinta únicamente por el puro placer de la mirada que se encarna en el montaje. El problema es que esa mirada –al contrario, por ejemplo, que la de Rithy Panh o incluso la del último Lanzmann- no quiere sino regodearse en su propio desprecio hacia sus semejantes, justificando así la falta de sentido de cualquier tipo de ética, de cualquier tipo de acción que pueda levantarse hacia el Otro. La lógica que guía siempre la tortura –la lógica en la que los demás, inferiores, merecen de alguna manera sufrir una humillación física o psíquica ya que ellos están en el error y yo no- es la misma que vertebra todo el dispositivo fílmico y acaba convirtiendo toda la empresa en una fascinante galería visual de los horrores que juega a buscar los peores instintos del espectador.

Austerlitz 2017

En 2007, Robert Thalheim rodó una interesante pero fallida película sobre las industrias comerciales que estaban creciendo en los márgenes de Auschwitz: Llegaron los turistas (Am ende kommen touristen). La cinta puede ser considerada el reverso perfecto de la que ahora nos ocupa: demasiado simple en su planteamiento, lacrimógena y sensiblona en sus peores momentos, narrativamente clásica hasta el aburrimiento. Lo de Loznitsa es, a la contra, el ejercicio de hacer de la vanguardia una dificultad extra que no desemboca en ninguna idea concreta, interesante. Es hacer una película difícil cuando lo difícil hubiera sido no tanto mantener la cámara fija para mostrar, con una aparente distancia documental, el profundo asco que nos proponen esas masas de seres humanos que van a un campo de concentración como una parada de sus vacaciones o una excursión dominguera. Lo difícil hubiera sido ahondar en por qué lo hacen, en quiénes son, es decir, preguntarse si ellos también son seres humanos a los que no aplastar bajo un arquetipo.

Eso es, por cierto, lo que hacen todos los sistemas totalitaristas: aplastan a un grupo de ciudadanos bajo los contornos de un arquetipo.

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