Avatar: El sentido del agua

El sentido del cine Por Raúl Álvarez

Se puede establecer un inquietante paralelismo entre Jurassic World: Dominion (Colin Trevorrow, 2022) y esta segunda entrega de Avatar (James Cameron, 2009). En las dos películas prima el pastiche sobre la visión propia u original. En tanto Trevorrow propone un ‘grandes éxitos’ de la primera trilogía, Cameron practica un autohomenaje irregular a sus mejores películas, de Terminator (1984) y Aliens: El regreso (Aliens, 1986) a Abyss (1989) y Titanic (1997). Y en las dos, también, los títulos de crédito finales se acompañan de imágenes que evocan el espíritu de lo que acabamos de ver, a modo de resumen escolar. En el caso de Dominion, dinosaurios y otros animales conviviendo en paz en distintos ecosistemas de la Tierra. Y en El sentido del agua, la vida en los mares y océanos de Pandora, concluyendo con la imagen de una ‘ballena’ retozando a la hora del crepúsculo. Un atardecer extraño, por cierto, porque Pandora recibe luz de dos estrellas, y en esta película Cameron solo se acuerda de una cada vez que mira al cielo.

Dejando a un lado este tipo de detalles ­–que no son menores en una superproducción que ha tardado trece años en concretarse–, estos paralelismos vienen a confirmar el desolador panorama en que se mueve el blockbuster norteamericano desde hace años, quizá décadas. Por un lado, apenas hay propuestas que no miren al pasado con la voluntad de resucitarlo, explotarlo y/o sabotearlo, con una obsesión enfermiza por los años ochenta y noventa, y referentes que abarcan desde los universos de Amblin y Lucasfilm a los tebeos de superhéroes. Y por otro, apenas hay cineastas que no sucumban a la postal digital con mensajes propios de Mr. Wonderful y paleta de colores Apple. El MCU estableció estas coordenadas al disfrazar el viejo espíritu de la casa –los valores tradicionales americanos– con una batería de software de postproducción que abarca todo el espectro de los VFX: Nuke para composición, Maya, Modo y 3ds Max para modelado, Zbrush y Mudbox para esculpido, y Mari para texturas. A los mandos: ILM, Weta Digital, Framestore y, la más demandada, Digital Domain, la empresa de efectos visuales creada por James Cameron. Todo queda en casa y todo tiene el mismo aspecto.

Avatar El sentido del agua

Avatar: El sentido del agua no es una enmienda a la totalidad por el carácter teóricamente visionario de su director, sino un producto adocenado más, de Disney, para más señas, que carece de alma cinematográfica porque no está concebida como película sino como parque temático, y, por lo tanto, sus reglas no son narrativas, son reglas de jugabilidad. Ningún problema, desde luego, si al menos se detectara mimo por el lenguaje audiovisual y ambición por crear imágenes nuevas, a la manera de un Verbinski, un Kosinski o un Del Toro en forma. El asunto aquí es que Cameron solo ha cuidado un elemento: la tecnología por la tecnología, convirtiéndose en una suerte de Skynet del cine. En la primera Avatar aún mostraba cierto respeto por los personajes y sus conflictos. Por el drama, por la historia, por contar algo de manera clara y precisa, aunque ese algo nos lo supiéramos de memoria, pues Cameron no se preocupó demasiado por ocultar que su historia era la misma de Pocahontas o Bailando con lobos (Dances with Wolves, Kevin Costner, 1990).

Daba igual, hasta cierto punto, porque era un film meticulosamente planificado, con los tiempos bien medidos, un sentido del ritmo ejemplar y escenas que le permitían hacer lo que mejor sabe: ir de lo íntimo a la acción, y viceversa, sin transiciones ni coartadas. Cameron hacía arte de la brusquedad y la violencia. Casi nada de eso queda en El sentido del agua, y no es tanto por afán experimental como por lo que parece una desorientación artística. La tragedia es aún más grave porque ya no tiene a su lado a James Horner para disimular los agujeros dramáticos con sus melodías. Tampoco es buen síntoma que le hallan ¿ayudado? a escribir el guion Rick Jaffa y Amanda Silver (pareja en la vida real y cofirmantes), máxime cuando nunca había confiado esa tarea a nadie que no fuera él mismo. Y no funciona el cambio en la dirección de fotografía de Mauro Fiore por Russell Carpenter. Se ha pasado de una atmósfera contrastada y rica en matices, que otorgaba profundidad de campo y entendía muy bien el carácter inmersivo del 3D, a una calima aclarada, decolorada y plana que causa una efecto claustrofóbico porque achata y encoge las imágenes más de lo que ya lo hace un Cameron empeñado en rodar planos cortos hasta en las escenas de acción. Suele pasar cuando no te mueves de un estudio.

Avatar: El sentido del agua no transmite la sensación de libertad y maravilla que se asocia al océano, y que el mismo Cameron había vendido desde que anunció que la historia transcurriría en los océanos de Pandora. La experiencia se parece más bien a la visita a un exótico acuario; uno va de pecera en pecera observando vidas encerradas tras un cristal. Ni el 3D ni el HFR ni el HCR desactivan esa impresión por una razón: Cameron no está debajo del agua sino enfrente, detrás de una pantalla. Compárense sus imágenes con las de El gran azul (Le grand bleu, Luc Besson, 1988), por ejemplo, o con las de cualquier documental marino producido por National Geographic o similares. Pienso en concreto, por su impacto popular, en Océanos (Océans, Jacques Perrin y Jacques Cluzaut, 2009), producido por Disneynature el mismo año del estreno de Avatar. Incluso en Abyss, en la que Cameron neutralizó lo que podríamos denominar ‘efecto tanque’ –buena parte de la película se rodó en un gigantesco tanque de agua– mediante un maravilloso uso de los espacios situados en la superficie y bajo el mar para contraponer lo tecnológico-humano y lo natural-marino.

Avatar El sentido del agua

En El sentido del agua, por el contrario, no hay espacios significativos que oponer o que complementen al de ese océano digital que carece de línea del horizonte sobre el agua y de lateralidad y verticalidad bajo esta. La escena del ataque del ‘tiburón’ es representativa al respecto. La sensación de encierro y artificiosidad que desprende la película la refuerza además una trampa evidente. Cameron imagina un fondo marino de estilo tropical, es decir, poco profundo, cuando le interesa exhibir peces de colores y pulsiones adolescentes –corramos un tupido velo sobre esa juventud alienígena salida de cualquier calle de Nueva York o Los Ángeles–, y se marcha a las profundidades cuando le apetece cazar ‘ballenas’ o montar set-pieces de acción clonadas de Waterworld (Kevin Reynolds, 1995). En ninguno de los dos casos se convoca el sentido de la maravilla o de la sci-fi utópica que Cameron leía en su juventud porque la tecnología de motion-capture submarina y el trabajo de VFX desarrollados por Digital Domain están sometidos a un tour para turistas que se asoman al cine dos veces al año. El logro técnico es indiscutible, pero los resultados no ofrecen imágenes tan sugerentes, en términos de composición y goce visual, como los logrados, sin salir del universo Disney, en Vaiana (Moana, Ron Clements y John Musker, 2016) o Buscando a Nemo (Finding Nemo, Andrew Stanton y Lee Unkrich, 2003).

Del mismo modo que los fotógrafos pictorialistas se empeñaron en imitar los temas y esquemas compositivos de la pintura del XIX, Cameron emplea su arsenal tecnológico en duplicar el imaginario visual de los documentales de naturaleza marina y otras piezas de ficción cinematográfica. Cuando el cineasta se decide a salir de esa zona abisal que raya la obsesión contumaz, en particular en los últimos 45 minutos de metraje, lo único que le sale es una sopa autorreferencial de estereotipos, lugares comunes y escenas previsibles (y mal encuadradas) en las que la amputación de un brazo –en plano general, no vaya a ser que salpique a los niños– se celebra como si hubiera vuelto el Cameron de Aliens o Terminator 2 (Terminator 2: Judgment Day, 1990). Lo del villano clonado se comenta por sí solo, igual que esos primeros treinta minutos que resumen Avatar a modo de previously on para despistados.

Pues no, ni ha vuelto ni puede volver mientras se gaste centenares de millones de dólares con la vista puesta en producir una franquicia familiar de cinco películas para Disney. El estatismo de las escenas a bordo de las lanchas motoras –se nota incluso la luz lateral de los focos de estudio– deprime al fan más predispuesto. O el manoseo del recurso, repetido hasta en siete ocasiones, de las flechas que se clavan en la visión subjetiva de pilotos, navegantes y marines. Esta saga es, de momento, un diorama alrededor del cual se nos pide que demos vueltas y más vueltas para apreciar la genialidad de los pequeños detalles. Se nos pide que esperemos sentados delante del acuario de los delfines. Yo no veo ideas nuevas, y, como lo dramático se da por perdido desde la primera Avatar, lo que queda es la misma borrachera de tecnología que extravió en su día al Lucas de las precuelas y al Jackson de la trilogía de El Hobbit. El problema no es la tecnología per se, por supuesto, porque eso es el cine desde Méliès; es para lo que que esta se emplea y lo que se cuenta con ella.

Leo Stein solía contar a sus allegados que, cada vez que Degas se presentaba en su casa para comer, tenía que esconder los lienzos del pintor porque a este le entraba la neura de retocarlos con nuevos colores. Incluso llegó a darse la cómica circunstancia de impedirle que huyera con algunas tablas escondidas bajo el abrigo. Cameron está instalado en esa miopía de amanuense desde hace demasiado tiempo, concentrado tan solo en una suerte de hiperrealismo que, precisamente por su grado de atención al detalle (superficial), causa una sensación de desapego y cansancio. Lo entendió muy bien Nolan en El truco final (The Prestige, 2006): el encanto de la magia, del cine, es el misterio que rodea lo que vemos dentro y fuera de nosotros mismos. Puede que Cameron haya encontrado el sentido del agua, pero su cine lo ha perdido por completo.

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