Ayer no termina nunca
¿Qué nosotros? ¿Dónde hay un nosotros? ¿Qué mierda somos nosotros? Por Fernando Solla
“No lo sé… Sólo quiero que sepas cómo me siento.
Y no te creas que quiero volver a intentarlo.
Simplemente, no quiero que tú siguas tu vida sin saber
cómo me siento. Creo que no lo soporto”.
Año 2017. El Banco Central Europeo deniega a España su tercer rescate económico. Siete millones de parados. Los lugares emblemáticos de la crisis son víctimas de actos violentos. Población rabiosa, humillada, harta. Terreno árido en contraposición a los pocos espacios donde la naturaleza aún puede desarrollarse y respirar: un cementerio, cuyas tumbas serán reubicadas en cualquier otro lugar, ya que se va a proceder a la construcción de un oasis de ocio al más puro estilo Las Vegas. Un hombre y una mujer se reúnen en una especie de bunker colindante a dicho cementerio, donde reposan los restos de su hijo fallecido. Potente alegoría del futuro que nos/les espera a la población más joven de nuestro país: la muerte, y ni aún entonces poder descansar con tranquilidad. Ya no nos expropian de nuestra casa, sino de nuestra tumba. ¿O es lo mismo? Intentar mantener una vivienda es costosamente imposible. ¿No es pagar el valor atribuido a un inmueble lo mismo que cavarse la propia tumba o buscarse la ruina? Y aun pagando nadie nos asegura que ese espacio minúsculo será nuestro. Casino encima de lo que antes fue un cementerio. Bienvenidos a Wonderland.
Último largometraje de Isabel Coixet. Largo, muy largo. Demasiado. Y lento, muy lento. Extenuante. Es Ayer no termina nunca una película atiborrada de ideas e imágenes que buscan ser evocadoras y que salvo momentos muy aislados y puntuales no consiguen invitarnos a la reflexión, sino más bien a una especie de adormecimiento que, sin llegar al sopor o aburrimiento, se acerca demasiado a la indiferencia ante lo que estamos escuchando, no viendo. Diálogo, diálogo y más diálogo. Monólogos aislados de dos personajes que parecen vivir una misma situación de maneras totalmente opuestas. Oímos lo que dicen sin que nuestra escucha llegue a ser demasiado activa en ningún momento. No vemos el dolor, el sufrimiento, del que tanto hablan esos dos seres en prácticamente ningún momento. Dos personajes, interpretados por dos actores habitualmente excelentes que, aquí, no consiguen un trabajo a la altura de anteriores trabajos. Javier Cámara se muestra expresivo pero no espontáneo, poco adecuado al registro falsamente documental que propone Coixet. Demasiada declamación en su texto. Candela Peña, en cambio, sí que consigue esa espontaneidad, esa frescura y credibilidad prácticamente perenne a todas sus interpretaciones. A pesar de esos destellos de emotividad, de los momentos enfáticos, del tono siempre adecuado, no consigue que nuestra empatía se ponga de su lado como sería deseable. Una interpretación que, si el personaje lo fuera, resultaría excelente. No es el caso. Mérito de ambos no caer en el ridículo más estrepitoso, ya que algunas de sus réplicas son de una impostura efectista, edulcorada, artificiosa, vergonzante, absurda y extravagante, cuyo impacto resulta, en contraposición, escaso, minúsculo e insignificante. Una lástima, sí, pero también un esfuerzo mayúsculo el que se ve obligado a soportar el espectador.
Coixet tiene muchas ideas sobre el momento presente en que vivimos, que en la película se convierte en nuestro pasado inmediato. Ese distanciamiento parece, en un principio, un buen recurso narrativo para enfatizar el mensaje de la realizadora/guionista pero, a la práctica no aporta demasiado. Ni la buscada verosimilitud que suele adquirirse con el acercamiento al formato propio de un documental ni las catastrofistas ínfulas apocalípticas diluidas entre tanta verborrea suicida consiguen llegar a un punto de encuentro y, al igual que los personajes, no se dan una tregua, chocando bruscamente a lo largo (larguísimo) del largometraje. Lo mismo ocurre con la imposible comunión entre la historia ficticia de la paraje protagonista (la pérdida de su hijo) como consecuencia inmediata y directa de nuestra historia política y socioeconómica actual (los recortes en varios ámbitos, en este caso la sanidad pública). Infructuoso, igualmente, ese intento de golpe de efecto casi final, en el que la inverosimilitud se apodera de todo y la contradicción más ridícula niega todo lo contado anteriormente. La nebulosa en que suele convertir Coixet el romanticismo imperante en la mayoría de sus largometrajes se convierte aquí en una cápsula de gas, condensado y asfixiante, tanto para los personajes como para los espectadores.
Volviendo a las ideas expuestas por Coixet en Ayer no termina nunca. Realmente, me parecen todas muy válidas, compartidas por la mayoría de nosotros, espectadores cinematográficos e integrantes del espectro social actual. Si es así, ¿por qué las imágenes nos provocan rechazo? ¿Por qué las sentencias y frases lapidarias puestas en boca de los personajes no consiguen generar el más mínimo debate? ¿Por qué en lugar de vernos reflejados y sentirnos identificados escarnecemos a los protagonistas y nos situamos mentalmente a años luz de esa realidad que no nos parece la nuestra? Porque Coixet no se ha preocupado lo más mínimo por traducir al lenguaje cinematográfico ninguna de sus premisas. Ideas, ideas e ideas planteadas a través de la lengua, instrumento del habla, que en este caso no han encontrado un canal adecuado para vehicular ya no su significado, sino su existencia. La única reflexión sobre el lenguaje, resulta ser sobre el literario, cuando el personaje de Cámara intenta escribir una novela para explicar lo que quizá es incapaz de transmitir de palabra. ¿A estas alturas ficción como mejor método para trasmitir o explicar la realidad? Eso ya está muy visto y, además, en esta ocasión se muestra de manera muy ortopédica. Lo dicho, una lástima. Pero también un alivio cuando llega el último de ciento ocho minutos de metraje.
Finalmente, auguramos propuestas más estimulantes de la realizadora en un futuro próximo. Nos parece Isabel Coixet una cineasta que ha sabido construir, largometraje tras largometraje un lenguaje propio y ha mostrado una gracia particular para recrearse en el dolor más melodramático sin caer casi nunca en el ridículo. Quizá y sólo quizá, ha llegado el momento de buscar nuevas vías para expresar y canalizar sus inquietudes cinematográficas, ya que aquella frescura que percibimos un ya lejano 1989 con Demasiado viejo para morir joven y confirmamos con Cosas que nunca te dije (Things I Never Told You, 1996), diecisiete años, siete largometrajes y aportaciones varias después, empieza a saturar por acumulación. Las historias suelen ser las mismas, pero las vías de expresión cinematográficas van evolucionando y Coixet parece (al igual que sus actuales protagonistas) haberse quedado atrapada en un pasado, reciente, sí, pero pasado al fin y al cabo.