Babylon
La orquesta del Titanic Por Christian Franco
"Oh, let me see your beauty when the witnesses are gone
Let me feel you moving like they do in Babylon
Show me slowly what I only know the limits of".
Leonard Cohen, 'Dance me to the end of love'.
Anoche me arrolló un tren de sombras. Con la velocidad de un expreso y la contundencia de un mercancías. Avanzaba bordeando un abismo, amenazando siempre con descarrilar y perdiendo, de hecho, vagones por el camino, pero sin aflojar la velocidad ni un solo instante. A los mandos iba una mujer con uñas sucias y vestido rojo, acaso la bíblica ramera de Babilonia, que no dejaba de alimentar la máquina al grito de «¡Más madera!».
Babylon, lo nuevo de Damien Chazelle, comienza con una gran cagada. De elefante, de hecho. Es una provocación y un aviso para navegantes: no hay límites, ni siquiera escatológicos, que no se pretendan cruzar a lo largo de un metraje no apto para puritanos e incompatible con el consumo de nachos con guacamole. Así están las cosas. Lo que sigue es una auténtica bacanal para los sentidos, en un arranque tan vertiginoso y audaz como el zarpado cinematográfico-operístico de Y la nave va (E la nave va, Federico Fellini, 1983), con el rinoceronte apestoso tornado aquí en diarreico elefante que acabará sirviendo de señuelo al escamoteo del cuerpo de una dama (el de una émula de Virginia Rappe, para ser más exactos) y que, al igual que el dinosaurio de Monterroso, seguirá allí en el resacoso despertar.
Con el exceso por bandera, fiando su suerte a un ritmo endiablado y negando aquello de «don’t look back in anger» (aunque en este caso no es la ira de lo que hablamos), Chazelle pergeña un gran fresco de Hollywoodland en ese convulso y vitalista momento de transición entre el mudo y el sonoro, justo antes de que el fervor censor y el código Hays vinieran a aguar la fiesta. Se recrea demasiado, es cierto, en los chascarrillos rescatados por Kenneth Anger en su controvertido libro Hollywood Babilonia, y pasa por alto la calidad extrema que había alcanzado el cine (al menos cierto cine) en aquellos años finales del silente. Esto hace que Babylon invite por momentos a jugar a los parecidos, a ensayar una suerte de «quién es quién» entre la multitud de estrellas y aspirantes, cineastas, productores, celebridades y arribistas que pueblan la película. Pero todo se justifica porque la intención de Chazelle no es (o no es sólo) plasmar la evolución de la industria cinematográfica, sino mostrar sus consecuencias para una sociedad y una ciudad dominadas por un hedonismo y una alegría que serán laminadas por la vía de la domesticación. El fin del salvaje Oeste, otra vez.
Es evidente que esa nueva urbe encorsetada no será mejor. Queda claro en la visita de Manny Torres (Diego Calva) y El Conde (Rory Scovel) al mafioso McKay (Tobey Maguire), inesperado Virgilio que les guiará a través de los diferentes círculos de ese infierno de Dante que es «el ano de Los Ángeles», una tenebrosa sucesión de vicios y perversiones. La hipnótica bacanal del arranque ha transmutado en una clandestina sucesión de horrores, con caimanes en lugar de elefantes y un mastodonte que come ratas como cabeza de cartel, en sustitución de la diva asiática Lady Fay (Li Jun Li), heredera de Anna May Wong de sugerente presencia y gustos sexuales omnívoros. La canción persiste («My Girl’s Pussy»), aunque distorsionada, pervertida. La sexualidad desatada y la relajación moral del inicio se ha convertido, código Hays mediante, en una violencia latente y cruel que se oculta tras una fachada de distinción y respetabilidad, y que contamina toda la ciudad. Estamos ya en los años 30, década de gánsters y monstruos, el preámbulo del «film noir».
En esa gran orquesta que es Babylon, Margot Robbie marca el ritmo y Brad Pitt el tono. Salvaje, voluptuosa y visceral, la Nellie LaRoy de Robbie nace de Clara Bow, pero en manos de la actriz australiana se ve como una Harley Quinn 2.0 y puesta de cocaína, presta a sacar el mazo y reventar la escena a la mínima oportunidad, hipnótica incluso cuando emula a la niña de El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973) en pleno cóctel con Marion Davies y sus amigos de la «alta suciedad». Una fuerza de la naturaleza que encuentra un adecuado contrapunto en el persistente Diego Calva, fascinado (cómo evitarlo) con su arrolladora partenaire, empeñado en bailar con ella no se sabe si hasta el final del amor o hacia la página de sucesos. El Jack Conrad de Brad Pitt, a medio camino entre John Gilbert y Douglas Fairbanks, inicia el viaje igualmente desaforado, pero su evolución le llevará a una inconsolable melancolía. Su tragedia es clave en el devenir del filme: será el primero en comprender las implicaciones del sonoro, este «todo va a cambiar» que Manny le grita al teléfono tras las primera proyección de El cantor de jazz (The Jazz Singer, Alan Crosland, 1927), pero ni siquiera así podrá adaptarse a la nueva era. Su tiempo ha pasado, como le soltará Elinor St. John (Jean Smart), columnista sin escrúpulos en clave Hedda Hopper, cuando su declive sea ya imparable. Chazelle le reserva, eso sí un vibrante monólogo en el que reivindica la condición artística del cine, y una hermosa propina en forma de secuencia que culmina con un plano digno de Jacques-Louis David.
Babylon es un tren que circula siempre al filo del abismo. No es que amenace con descarrillar: es que lo hace un par de veces, incluyendo la onanística coda final en la que Chazelle rinde pleitesía a sus directores fetiche en plena proyección de Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Genne Kelly y Stanley Donen, 1952), filme que funciona como una suerte de reverso luminoso de éste. Pero Babylon reserva también imágenes de innegable poderío, de genuino virtuosismo en la puesta en escena, auténtica rabia contra la luz que se esconde. Tanto en sus momentos de esplendor como en sus eventuales desplomes, Babylon destila grandeza. La banda de Chazelle es, ciertamente, la orquesta del Titanic, empeñada en ofrecer un soberbio concierto en pleno naufragio. Y un viaje así siempre merece la pena.