Bajo el sol (The High Sun)
Los otros Por Bea González
No debe ser fácil, aun con el reconocimiento del Premio Especial del Jurado a su paso por la última edición de Cannes (Un Certain Regard), llegar con la responsabilidad de abrir la sección competitiva aquí en Sarajevo ante un público y una crítica local que presuponemos más que saturados de películas que revisitan de una u otra manera la complicada historia reciente de la zona. Recordando el recibimiento del director y equipo a su llegada a la sala para el Q&A tras la proyección para prensa (y público madrugador), así como a sabiendas del temprano sold-out del pase de tarde en el Teatro Nacional, diría que el croata ha superado con creces la prueba.
Conocido director y guionista, Dalibor Matanic tiene en su haber ocho largometrajes previos, entre ellos Fine Dead Girls (2002), que ya le valió el reconocimiento en su país, a pesar o sobre todo debido a su controvertida temática, y que utilizando el escenario natural de una comunidad de vecinos ya retrataba la difícil situación de la sociedad civil croata tras el conflicto bélico. Si bien en aquel film, que tuve la fortuna de recuperar hace bien poco, Matanic ya se mostraba como un autor con potencial a seguir, es Bajo el sol quién le ha terminado de situar en el mapa a nivel internacional.
Tres mujeres (Jelena, Natasha y Marija), tres hombres (Ivan, Ante y Luka), tres momentos temporales (1991, 2001 y 2011), un mismo escenario natural, una zona rural fronteriza entre Croacia y Serbia (quizás en la Krajina), como muchas repleta de pueblecitos donde predominan los unos y los otros en precoz, permanente, y aún hoy, latente tensión; un camino de tierra que comunica dos pueblos cercanos, un lago donde niños y jóvenes buscan el alivio del sol, el omnipresente high sun que asiste imparcial a los acontecimientos que bajo él discurren, y todo ello en una jugada brillante, utilizando los mismos actores, tanto para los roles principales (Goran Markovic y Tihana Lazovic) como para los secundarios, algo que ayuda a transmitir lo inevitable de la repetición.
Tres historias de amor que, si no fuera por el desenlace de la primera de ellas y la ausencia de las marcas del tiempo en los rostros de los protagonistas, bien podría ser una única historia que se desarrolla a lo largo de tres décadas. Y es que el espectador, al igual que los habitantes de ambos pueblos cargan con sus ausencias y la presencia de los otros, lleva ya encima el peso del metraje previo y del encuentro con los protagonistas de la historia anterior, siendo además numerosos los pequeños detalles que el director nos va dejando para afianzar esa sensación.
Solo en la última de estas historias accede Matanic a identificar la procedencia de los personajes principales: Marija es serbia. Hasta entonces pocas o ninguna pista para quién, como yo, hubiera caído en la trampa de asumir que era necesario identificar al croata y por tanto a la serbia o al revés para comprenderlos. El director y los actores protagonistas confesarían más tarde que ni ellos mismos sabían a quién o qué correspondía cada uno de los roles que tendrían que interpretar. Personajes que en la primera historia asisten sorprendidos ante un conflicto que inevitablemente estalla en sus narices, que en la segunda son protagonistas en primera persona del dolor de la pérdida atribuido al otro, y que en la tercera heredan las consecuencias de un odio que no han conocido personalmente, pero que ha permanecido de alguna manera latente. Por debajo la emoción, universal, que supone tomar conciencia de que enfrente de uno mismo se sitúa los otros, los culpables.
Todo el metraje, la propia concepción del film, está llena de aciertos: la fotografía, las escenas bajo el agua, el uso de la música para acompañar las transiciones entre épocas, la capacidad para provocar la identificación del observador con los protagonistas principales y secundarios de la tercera historia (que contrasta con la permanencia de un conflicto que suena arcaico), el uso de la presencia de los animales (seres irracionales, en principio) durante todo el film que con su, suponemos sorprendida mirada, asisten estáticos a los acontecimientos que protagonizan los humanos, las fabulosas interpretaciones de los actores principales dotando de mil matices diferentes a sus tres personajes que espero queden reconocidos en el palmarés…
Hace unos meses me topé en una librería, y devoré en la semanas siguientes, con un libro de título “1941, el año que retorna” del croata Slavko Goldstein; en él a través de su propia vivencia personal, la de un niño judío que asiste al alzamiento del gobierno ustacha en Croacia tras la entrada de las tropas alemanas en Zagreb, indaga en las raíces del conflicto que desintegró Yugoslavia en los 90’s sobre la idea de la repetición del ciclo de odio y rencor entre serbios y croatas. En uno de los capítulos del libro, que mezcla recuerdos biográficos con un impresionante trabajo de documentación, Goldstein explica la historia de dos pueblos que conoció de niño, uno croata y otro serbio, separados por un río, y como las relaciones de sus habitantes se van modificando a medida que los acontecimientos históricos identificaban de forma alternante a los del otro lado como los otros, los culpables.
Matanic explicó en el post-screening partir de una idea similar, el inevitable ciclo de repetición, el retorno del odio, del que la naturaleza, el lago y las casas de ambos pueblos son testigos, de un conflicto heredado, pero actualizado en cada generación y de las responsabilidad de la ficción de escribir un punto final en algún momento, una puerta abierta en un plano final antes de los créditos que sea la varilla con capacidad para parar la rueda. Dejar el contador a cero y permitir que una región repleta aún de recordatorios de su historia reciente deje de identificar a los otros.