Bajo la arena

El Otro Cuerpo Amado Por Aarón Rodríguez

“There’s a ghost on the horizon/When I go to bed/How can I fall asleep at night/How will I rest my head”(Antony & The Johnsons, Hope there´s someone)

1.

Charlotte Rampling, amada. Interminable. La sórdida bella durmiente que acabó encamándose con el nazismo y retornando hacia nosotros de puntillas como ese rostro total europeo del siglo XX. La Rampling trenza como nadie los mil gestos de la amargura y es capaz de hacer equilibrismos entre todas las mujeres que odiamos y todos los rostros de los verdugos. En Bajo la arena, contra todo pronóstico, no es el animal brutal del dolor que crearía von Trier en la carne de la Gainsbourg a propósito del duelo en Anticristo (Antichrist, 2009), y tampoco la frágil pero valiente viuda sugerida por la Binoche en Azul (Trois couleurs: Bleu, Krzysztof Kieslowski, 1993). Antes bien, la Rampling es una pobre mujer de deseos cruzados y brújulas rotas atravesada por la ausencia del marido.

El duelo –algo hablamos en nuestro último artículo por estas páginas al hilo de Wes Anderson- le sienta muy bien a los últimos cines de auteur. Se puede manejar con la potencia melodramática de Moretti o de la Hansen-Love, pero también puede servir para incubar extrañas y complejas perversiones a lo von Trier –que no es, en cierto sentido, sino el heredero mayor de ese gran especialista en el duelo perverso que resultó ser Ingmar Bergman.

En Bajo la arena, Ozon plantea una mirada contenida y sin grandes aspavientos formales focalizada casi en exclusiva sobre el cuerpo de la Rampling, cuerpo hermoso y desgajado en su madurez rebelde, cuerpo para un dolor en sordina.

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2.

Pero pensemos por un momento en cómo Bajo la arena genera su discurso sobre el duelo. El cuerpo, de entrada, sabe de la ausencia de otro cuerpo. Sabemos del cuerpo que nos falta porque se convierte en malestar, en síntoma o en huella fantasmática. Coleccionamos cuerpos que nos faltan porque cada instante nos aleja de los cuerpos amados en el pasado y esa, y no otra, es la cruz del neurótico. En el cuerpo vivo que se ha perdido siempre se puede enterrar una estúpida esperanza que retorna con las mandíbulas afiladas cada vez que cae la tarde. Ella volverá porque, después de todo, está viva y en cualquier momento puede darse cuenta de que se ha equivocado, dejará la televisión encendida y atravesará la ciudad a toda velocidad hasta llamar a esta puerta que franqueamos juntos. El cuerpo vivo es susceptible de sufrir la revolución de la nostalgia.

El cuerpo muerto –y esto es lo que parece interesar a Ozon- no puede encerrar ningún arrepentimiento, ninguna pasión. El cuerpo muerto no vuelve sino como cadáver –habría que pensar la tan manida moda zombie en términos de amor perdido/podrido-, y comete el imperdonable error, el gesto maleducado de dejarnos a solas con nuestras pequeñas esperanzas… y para siempre. El duelo quizá no sea otra cosa más que el movimiento que un sujeto desesperado intenta realizar para disimular la elocuente insatisfacción de la ausencia. Ya no podré convertirte en aquello que quiero, ya que lo único que me queda de este deseo estúpido es un cadáver hinchado y putrefacto.

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Aquí Ozon utiliza una estrategia profundamente perturbadora: utilizar a la Rampling como una especie de iluminada, una mística loca atravesada por el deseo que bascula entre la creencia y la no-creencia. De hecho, si tuviéramos que realizar una única pega a la construcción del guión, sería esa. La Rampling se empeña en confundir(nos) de manera intermitente a propósito de la presencia/ausencia de su marido muerto. La enunciación quiere jugar con ella, junto a ella, sugiriendo extrañas pistas falsas: ¿Está muerto el marido? ¿No lo está? ¿Aparecerá de entre bambalinas con extraños propósitos económicos o existenciales? Huele demasiado a guión de principiante, y en ocasiones es imposible no clavar las uñas en la butaca esperando un punto de giro descabellado y efectista, un más difícil todavía para asustar a las abuelas y epatar a las audiencias del fin de semana.

El punto de giro, deo gratias, no llega nunca, y así el relato queda suspendido como en el mar pringoso de la duda, un mar en el que es fácil ahogarse pero en el que, con las mismas, es prácticamente imposible sacar una respuesta clara. Ya se sabe: algunas cintas no terminan de formular las preguntas correctas, y entonces pueden parecer muy intelectuales o muy zafias, según la firma, la moda y el opinante.

Utilizando un juego unamuniano, si la creencia de la Rampling fuera total, Ozon no hubiera tenido más remedio que resucitar a su personaje muerto, utilizar un Deus ex machina, ser comido por su propia historia. Sin embargo, ella cree/no-cree, y en la dualidad se pierde quizá lo más interesante de la película, la capacidad de amar no sólo hasta la locura, sino hasta mucho más allá, amar contra la evidencia del cuerpo muerto –sueño, por lo demás, que se atrevieron a poner en escena el Buñuel de Abismos de pasión (1954) o el Bergman de La hora del lobo (Vargtimmen, 1968). Dicho con otras palabras: la Rampling no ama demasiado, quizá porque nunca ha recibido del cuerpo ausente el gesto de amor definitivo. Esa es la lógica sobre la que se levanta el éxito del Drácula romántico, ese momento total que se resume en la máxima He cruzado océanos de tiempo para encontrarte.

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 Sin duda, Ozon no puede tomarse en serio esta formulación –al igual que le pasaba al primer Almodóvar, hay algo en su cine que parece desdecirse en el momento en el que se le exige la afirmación de lo realmente importante-, y por eso hace que el relato naufrague entre la infidelidad puntual y la postal burguesa obligada a pagar los habituales peajes culturales, Virginia Woolf mediante. Llegar al corazón del duelo hubiera obligado a destruir completamente a la Rampling, arrojarla contra la creencia –ay, Dreyer- de que el milagro de la resurrección era posible.

La resurrección, sin embargo, es imposible. No una vez que ya se han roto las coordenadas del duelo y lo que queda debajo es una especie de fango pantanoso, un magma de ideas confusas en las que no cabe el nombre de ninguna liturgia ni de ningún Dios, o si se prefiere –no vayamos a herir conciencias innecesariamente- donde no hay ningún orden simbólico más o menos sagrado. La escena que lo demuestra con toda claridad es ese gesto aterrorizado de la protagonista al descubrir que al otro lado de la ventana tras la que pensaba cobijarse no hay sino una ola sagrada de viejos mármoles con forma de cementerio.

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