Barbie

El lado fresco de la almohada Por Ramón H Sosa

Al llegar el verano, tanto en el cine como en la cama, buscamos hallar un refugio en el lado fresco de la almohada: ese al que antes, entre los agobios y sudores del calor nocturno, hemos girado y al que ahora regresamos esperando encontrar en él una renovada frescura que nos permita alcanzar el sueño. El lado fresco de la almohada es, también, la metáfora con la que Igor Stravinski se refirió a la novedad durante sus clases de poética en la Universidad de Harvard. Con esta broma, el compositor indicaba que las innovaciones en las artes contienen, casi siempre, una mirada total o parcial a elementos del pasado que, modificados por una sensibilidad contemporánea, pueden suponer una ruptura, real o aparente, con las perspectivas canónicas del presente. Lanzada en uno de los veranos más calurosos de la historia, Barbie (Greta Gerwig, 2023) es el lado fresco de la almohada de los blockbusters estivales: una película de regusto autoral que promete alcanzar un sueño de salas de cine llenas a través de una revolución que consiste en recuperar, filtrados por la sensibilidad y visión pop de su directora, ideas y elementos que creíamos abandonados. El primero de estos rescates, y quizá el más sorprendente, consiste en haber logrado movilizar, después de mucho tiempo, al público adulto para ir a ver una comedia.

Desde la cita a 2001: Una odisea en el espacio (2001: A Space Odyssey, 1968, Stanley Kubrick) con la que arranca, la película expone su voluntad de que el humor sea el vehículo a través del cual se despliegue y se pronuncie su discurso. Ni una arenga con gags intercalados ni una humorada espolvoreada de proclamas, la directora persigue y, en gran medida, consigue equilibrarlos para que ambos vayan de la mano. En esta secuencia inicial, en la que un puñado de niñas pequeñas jugando con bebés de plástico o silicona, reemplazan a los homínidos de la película de Kubrick, Barbie ocupa el lugar del monolito que simbolizaba el progreso y la evolución humana. Antes de Barbie, se nos cuenta, las niñas solo podían jugar a ser madres y, por lo tanto, solo podían proyectarse a sí mismas como tales. La aparición de la muñeca supuso que pudieran visualizarse como mujeres independientes con un trabajo y un salario propios. Hasta donde saben las barbies que habitan Barbieland, ese fue el inicio del matriarcado en el que viven, felices y empoderadas, las niñas y mujeres de la Tierra. Recurriendo a la tendencia posmoderna en la que se normaliza el uso de la cita, Gerwig emplea el inicio de 2001 para hermanar, por medio de la comedia, el producto que va a promocionar durante las siguientes dos horas con el concepto de progreso e informarnos, al mismo tiempo, que estamos a punto de ver una historia de evolución, la de la propia Barbie. Humor y discurso sumados a través de la cita entendida como un referente histórico, es decir, una mirada al pasado.

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Fotografiados por Rodrigo Prieto —director de fotografía habitual de la última etapa de Scorsese—, los decorados plásticos, saturados de rosa y demás colores fosforescentes, de Barbieland transportan al espectador a un mundo de juguete en el que barbies de carne y hueso disfrutan, uno tras otro, de días perfectos e iguales. De la mano de la Barbie Estereotípica (Margot Robbie) nos adentramos en una cotidianidad de fiestas, canciones y gofres en la que las mujeres concentran tanto el prestigio como el poder mientras los Ken solo existen por y para la mirada de las barbies. Una burbuja fuera del tiempo que nos recuerda, siguiendo la tradición de Thomas More, que las utopías son posibles solo en reductos cerrados, aislados y fuertemente protegidos, en este caso, por la ausencia de conocimiento de las verdades del mundo humano y sus sufrimientos. Se trata, en definitiva, de la felicidad en la que vive —o en la que quisiéramos que viviera— la niña que, concentrada en sus juegos, ignora los dolores, miedos y decepciones de ser adulto. Para Barbie, la protagonista, dicha burbuja se rompe en el momento en que, a media coreografía, le surge un pensamiento sobre la muerte. Despeinada, con celulitis y un desayuno quemado, pondrá los pies, hasta ese entonces siempre de puntillas, en el suelo. Una reflexión adulta ha logrado vulnerar las defensas de su utopía y la imperfección y lo finito han penetrado en su perfecta y eterna casa de muñecas.

¿A quién acudir para solucionar el problema? Apartada, con la cara pintada y el pelo cortado a mechones irregulares, la Barbie Rara (Kate McKinnon) es una muñeca con la que alguna niña jugó sin miramientos y que ahora sirve de gurú al resto de las habitantes de Barbieland: el ser imperfecto que ayuda a las demás a mantener su aura de perfección. En el cuento Los que se alejan de Omelas (The Ones Who Walk Away from Omelas, 1973), Ursula K. Le Guin describía una sociedad ideal, sin hambre, injusticia ni violencia, que para mantener su equilibrio necesitaba, no obstante, que hubiera un niño encadenado, a oscuras y miserable, en el sótano de una de las casas de la ciudad. La autora confronta los principios del utilitarismo y nos interroga sobre si seríamos capaces de sostener nuestros privilegios sobre su malestar. La Barbie Rara es quien conoce el camino hacia el mundo humano y la que informa a Barbie de que, para tratar de curarse, debe encontrar a la niña que está jugando con ella e introduciéndole esos pensamientos adultos. La Barbie Rara es, en cierto sentido, el niño esclavizado sobre el que se sostiene la utopía de Barbieland, quien acumula el conocimiento en una sociedad que se mantiene feliz gracias a la ignorancia. Ella es quien nos aproxima a una relación que recorrerá y se desarrollará a lo largo de la cinta: aquella que enlaza la sabiduría con el sufrimiento.

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Ken (Ryan Gosling) acompañará a Barbie en su viaje contra la expresa voluntad de esta. Desobediencia inicial que anuncia la deriva que seguirá el personaje a partir de ese entonces. Una vez en el mundo humano, lejos del alegre matriarcado que esperaban encontrar, se dan de bruces con un entorno en el que los hombres ostentan las posiciones de poder y en el que las mujeres sufren, desde una posición subordinada y tanto activa como pasivamente, la presión de una violencia sexual constante. Un mundo en el que las preadolescentes ya no juegan con barbies dado que, como le explica a esta Sasha (Ariana Greenblatt), la niña a la que Barbie buscaba, a sus ojos solo son un ejemplo de exaltación consumista que cosifica a las mujeres. Si la de las barbies es una celebración perpetua de una fantasía según la cual su simple existencia había hecho de la Tierra un paraíso, esta se deshilacha en el momento en el que Barbie se topa con la realidad. El conocimiento es causa de dolor tal y como el dolor aviva el conocimiento. Ese dolor del que, además, ella ha sido en parte causante al constituir un símbolo del sistema que lo propaga, es un equivalente de aquel que el niño encerrado en el sótano custodia y sobre el que las barbies han sostenido su privilegio. ¿Es posible recuperar el estado de inocencia y volver a su rutina de fiesta permanente ahora que ha entrado en contacto son el saber y su sufrimiento?

Pedro Almodóvar estrenaba este mismo año en Cannes su Extraña forma de vida (Strange Way of Life, 2023) con la que la firma de ropa Saint Laurent inicia, de la mano de directores consagrados, su relación con las salas de cine. Un aviso de que las marcas aspiran a ganarse a la crítica además de al público. Impulsando esta nueva tendencia, y si bien el que las empresas deseen usar la gran pantalla como escaparate de sus productos no es novedoso, quizá no haya surgido hasta el momento ningún proyecto tan ambicioso a nivel discursivo como el de Barbie. La muñeca es uno de los mayores iconos de la cultura pop y, en tanto que ocupa una posición destacada en el imaginario colectivo, su reposicionamiento ideológico debía de revestirse de fenómeno social. Para lograrlo, Mattel ha realizado una carísima campaña de publicidad y escogido a una cineasta de creciente prestigio para dirigir una operación que solo funcionaría si se le permitía adoptar ciertos aires subversivos. Y esa es, de hecho, la función que los directivos de Mattel capitaneados por Will Ferrell ocupan en la película. La suya es una trama sin demasiado peso, resuelta con un Deus ex machina, que se diría que solo existe para que el espectador sienta el grado de libertad del que dispone la cinta. Trama menor pero necesaria ya que sobre ella se sustenta la pose de rebeldía sin la que la evolución ideológica de la muñeca/personaje no sería creíble.

Barbie debe cortar con la visión popular que la ha identificado como uno de los mayores iconos de un sistema de consumo ilimitado y que le acusa, no sin razón, de proyectar un ideal físico imposible de asumir. El objetivo de la película no es, en ningún caso, que la muñeca acabe revestida por un nuevo conjunto de valores que le permita conectar con los propios del siglo XXI, sino informar al espectador de que sus valores originarios siguen estando vigentes. Así, la diversidad, tanto física o racial como sexual, ocupa su lugar como cita de fondo en una historia que no es capaz de integrarla como discurso. Mientras tanto, Gerwig nos recuerda que Barbie promovió la entrada de la mujer en el mundo laboral. Es decir, la directora y guionista le da la vuelta a la almohada para indicarnos que el otro lado, aquel que había quedado inservible al calor de las reivindicaciones feministas y anticapitalistas, vuelve a estar fresco. Con el humor como coartada, Barbie emprenderá un viaje hacia la madurez según el cual, todo posible error que se le pueda haber achacado, no se debe a la maldad intrínseca de un sistema perverso sino al estado de inocencia en el que vivía la muñeca. Camino de emancipación en el que descubrirá que las ideas que ahora pululan por su mente no son las de una adolescente Sasha sino las de su madre, Gloria (America Ferrera).

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Dolida por un sistema masculino que no la reconoce y le obliga a realizar inverosímiles equilibrios mientras tiene que soportar la distancia marcada por su hija adolescente, Gloria es una mujer que vuelve a jugar con las barbies de su hija buscando un eco de esa conexión y de esa infancia perdidas. Es ahí, al usar a la muñeca como un mecanismo para regresar emocionalmente al pasado, que acabará por introducir en esta una idea de tiempo: la muerte. Si el niño que estaba encadenado saliera del sótano, se liberarían a Omelas todas las desgracias que estaban junto a él encerradas. En tanto que madre, Gloria es el equivalente de ese niño y guarda en sí todo el sufrimiento para poder evitárselo a su hija. Por ello, al regresar al lugar feliz, lleva hasta Barbieland todos los males que estaba sujetando. ¿Y no es esa la razón por la que Barbie escapa de la caja en la que los directivos de Mattel trataban de encerrarla? ¿Por qué huye si sus objetivos y los de los directivos coincidían apenas unos segundos antes? Quizá sea que, tras su recuerdo proustiano, Barbie ha aceptado que todo retorno a un estado de inocencia es imposible pues, tras contactar con la realidad y su sufrimiento, ya no es posible volver atrás sin mácula. Al escoger 2001: Una odisea en el espacio como apertura de la película se ha establecido una relación entre el uso de citas y el pasado. Se da el mensaje, quizá involuntario, de que es imposible mirar atrás sin un distanciamiento paródico; sin llevar con nosotros una capa de cinismo que, lo mismo que nos protege, cambia y daña lo observado.

Ni Barbie ni Barbieland pueden, pues, regresar a su condición original o, en todo caso, no sin mancha. Dicho de otra forma, no es posible borrar de un plumazo las décadas en las que la muñeca ha abanderado el consumismo como uno de sus iconos y durante las cuales ha ejemplificado un ideal de belleza opresivo. Mientras Barbie estaba fuera, Barbieland ha caído en mano de los Ken y del patriarcado. Sirviéndose, una vez más, del humor como conductor del texto político, se nos presentará a un Ken que, tras su breve incursión en nuestro mundo, ha extendido por la isla de las muñecas la dominación masculina como si de un virus contagioso se tratara. ¿Cómo salvar a las isleñas de este mal que las ha subordinado a la voluntad y los deseos de los hombres? La encargada de devolver los males al sótano del que han escapado será, por supuesto, Gloria. Como ocurría con la Barbie Rara —que se ha mantenido inmune a los efectos del patriarcado—, Gloria otorga, al convertir su sufrimiento en discurso, el conocimiento necesario para articular la liberación de las muñecas. Ahora bien, para recuperar su territorio las barbies han tenido que pagar un precio: introducir en él el saber de que el dolor existe. Así, Barbieland, que era una casa de muñecas de la que estas disfrutaban gratuitamente quedará transformada en una que poseen, pero habiéndola pagado con su esfuerzo y sufrimiento. Gerwig ha escenificado para nosotros el momento en el que una sociedad inconsciente pierde su inocencia. Todo un brinco a la vida adulta.

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Aunque Barbieland haya sido recuperada y su statu quo reestablecido, Barbie, que ha conocido el sufrimiento, no puede permanecer en ella. Como si se tratara de Ethan Edwards en Centauros del desierto (The Searchers, 1956, John Ford) —que a su vez replica el destino de Moisés—, Barbie es un personaje que, a causa de los demonios que ha ido acumulando durante el camino, no puede adentrarse en el paraíso que ha reconquistado para los suyos. Cumpliendo con el destino que aquel pensamiento inicial sobre la muerte anunciaba, Barbie morirá como muñeca y renacerá como humana. Asumirá, así, en su propia carne los males que acompañan a la condición de mujer adulta e independiente que ella misma promovía como si de una utopía se tratara. Si la única culpa que realmente se ha llegado a aceptar durante la cinta es la de no haber entendido, a causa de su inocencia, la complejidad que esconde el mundo adulto, Barbie renunciará en este punto a su inocencia y se convertirá en mujer para lograr, de un salto, la identificación y el perdón. Siguiendo los pasos de Gloria, su único referente, Barbie personificará para Barbieland y sus habitantes, vuelto en sororidad, el mismo rol maternal que aquella cumple para Sasha: la de quien guarda en sí el dolor para que la otra no lo sufra; la de quien paga, a fin de que la otra la pueda disfrutar, por una casa de muñecas con la que no jugará. ¿Y no es ese el gran retorno y, también, la gran paradoja que la película describe y nos arroja? ¿Que aquella muñeca que se caracterizó por permitir a las niñas proyectarse como algo más que madres tenga que tornarse simbólicamente en una para redimir aquellos mismos valores que, en su día, ella suscitara?

Mi sobrina pequeña y yo, vestidos de rosa y sosteniendo palomitas también rosas, entramos en una de esas cajas de Barbie a tamaño humano mientras su madre nos inmortalizaba en una decena de poses a cada cuál más ridícula. La misma caja que, después, durante el visionado, representaba el estado de inocencia al que los directivos de Mattel trataban de devolver a la muñeca. Una revolución —dirían las malas lenguas confundiendo revolución social con superficie de revolución— es una línea que, girando alrededor de un eje, describe un círculo. Es decir, que acaba exactamente donde empezó. Al final de la película, Barbie cierra un viaje que la ha devuelto al origen: su sufrimiento ha servido para que un público empático le perdone unas culpas por las que no ha llegado a disculparse. Ni el consumismo ha sido criticado, ni las diversidades físicas, raciales o sexuales reivindicadas. Barbie enarbola los mismos valores que sostiene desde hace décadas, pero pidiéndonos que los veamos como si fueran nuevos. El lado fresco de la almohada. La protagonista no podía regresar a la caja ya que debía de comprar, a costa de la suya, nuestra inocencia. La verdadera evolución descrita por la película no es la de la muñeca sino la de un público al que se le pide que olvide, que perdone y que compre tanto el discurso como el producto que se le están brindando. Incapaces de devolverle su ingenuidad a la muñeca, nos piden a nosotros que recobremos la nuestra; que nos introduzcamos, felices y por nuestro propio pie, en la caja rosa fosforescente que nos ofrecen.

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