Berberian Sound Studio

Homenaje incompleto Por Enrique Campos

A Peter Strickland se le sale la mitomanía por las orejas. Lo cual no es garantía de casi nada, excepto, de pasión y compromiso, y en un mundo cada vez más impostado y epidérmico en el que se echan tanto a faltar a buenísimos malos directores, a los nuevos Jess Franco, Ted V. Mikels, Ed Wood Jr., el director de Berberian Sound Studio es el manantial que fluye paralelo al río de plástico.

Su película es un viaje a las tripas del cine de otros tiempos, a la artesanía, a Hitchcock apuñalando sandías para encontrar la textura sonora adecuada de la piel acuchillada de Janet Leigh. A la serie B como microcosmos al margen de la sociedad o del propio cine, con sus propios códigos, su propio star system –de baratillo, pero star system al fin y al cabo-, y una cierta bohemia (bien o mal entendida). Ya lo exponía Legs McNeil en El otro Hollywood (Es Pop Ediciobes, 2008) aquella fabulosa crónica oral de los albores de la pornografía: en los 70 hasta los hacedores de hardcore creían que manufacturaban arte. Y tal vez no haya ni una pizca de arte, al menos del “oficialista”, ni en el hardcore “con argumento” ni en el tipo de productos que los protagonistas de Berberian Sound Studio se esmeran en parir, pero sí que hay arte en el proceso, en el pre-parto. Siempre hay arte en lo manual. El arte de dar vida a partir de la nada.

Berberian Sound Studio

Strickland rinde homenaje a aquellos creadores, demuestra un conocimiento profundo y carente de pedantería del oficio del giallo, la sangre de tomate, las reinas del grito; también a misoginia y a los directores presa de delirantes ínfulas de grandeza. Mientras se mueve en ese cuadrilátero casi documental Berberian Sound Studio es un regalo para otros mitómanos como Strickland que gozan siendo testigos de lo que sucede detrás la pantalla, o mejor dicho, de cómo lo que vemos en pantalla llega a ser posible. Es una exquisita y certera dramatización del making of, lo que por regla general el making of nunca te cuenta.

Pero Strickland es consciente de que tiene que contar una historia y es en la deriva que toma su protagonista, un Toby Jones “arrebatado” por su oficio, de donde la película no sale tan triunfal. Los ecos pueden ser muchos, Zulueta, Lynch, Polanski; del cine como droga vampira a un “quimérico inquilino” que termina travestido de locura. La media hora final de Berberian Sound Studio se vuelve pantanosa, y no por arbitraria, lo arbitrario puede inquietar tanto o más que el guión cortado a cuchillo y los giros maestros premeditados, sino por abandonar el espíritu original de la cinta. De repente nos encontramos inmersos en otra película, en otro ritmo, con otras claves, y es una película peligrosamente parecida a las malas películas que Strickland trata de evocar. Terror “psicológico”, que le llaman y que tantas tardes/noches de sopor nos ha proporcionado. Pareciera que Strickland tiene más prisa por finiquitar el rollo y mandar “¡a positivar!” que sus personajes. A mismas estrategias, idénticos resultados. Meter la directa no era una opción en 1972 y sigue sin serlo. El fetiche para muy cafeteros muta en revisitación. De la filmoteca a la sesión doble en un parpadeo. Quizá era la única manera coherente de cerrar el círculo, aunque defraude.

 Berberian Sound Studio Strickland

 

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