Bernie
Cuentos de pueblo Por Matias Colantti
When nothing else, could help
Love lifted me, Love lifted me…
Richard Linklater es un contador de vidas. En su cine existe la capacidad mágica de construir relatos que surgen de lo común, de lo cotidiano, que surgen del universo de lo familiar y lo cercano. El cine de Linklater está presente en el espíritu de las leyendas contadas junto al calor de una fogata o en las reuniones juveniles en donde se cuentan historias de terror con una linterna debajo de la pera. Su filmografía es como un mapa: una obra completa que traza rutas, puentes, atajos, paisajes y recorridos enmarcados en los límites geográficos de la cotidianeidad de la existencia humana. Relatos que se desenvuelven en las fronteras de la vida misma.
En Bernie, las fronteras narrativas de la vida misma están más próximas a las fronteras conceptuales de aquello que entendemos por comunidad. En este film se respira ese aroma a pueblo que vive materializado en sus vecinos de siempre y que se encarna en las miles de anécdotas contadas y pasadas de generación en generación.
Linklater profundiza el microcosmos de las sociedades, pero esta vez no lo hace desde la perspectiva del tiempo, en donde la crítica de cine pudo reconocer y analizar su obsesión por manipular el paso del tiempo con maestrías cinematográficas como Momentos de una Vida (Boyhood, 2014) o La Trilogía del Antes, sino que lo hace desde la perspectiva del espacio y la construcción de los lugares y no-lugares como un mundillo de enigmas universales, historias fantásticas y la simplicidad de retratos de la vida mundana.
La película, interpretada por el gran Jack Black, gira entorno a la convivencia humana afectada por los sucesos biográficos de Bernie Tiede, un director funerario que pasa los días de su vida sirviendo a la comunidad de Carthage, un pequeño pueblo al Oeste de Texas. Ese pequeño pueblo es la escena central de la vida de un idolatrado personaje, que de repente se ve envuelto en algunos hechos trágicos: la problemática del film se desencadena cuando nuestro entrañable protagonista es acusado por el asesinato de una de las mujeres más odiadas del pueblo, Marjorie Nugent.
Quisiera arrancar este análisis, retomando la idea central de comunidad que ya he mencionado en el inicio, y trasladarla a la representación concreta de Carthage como una expresión directa de esta nueva exploración microcósmica de Richard Linklater. El director, oriundo de Texas (más precisamente de Houston), reconoce en sus raíces artísticas esa impronta del cine de autor y a partir de ello pretende levantar un estilo único que lo convierte en uno de los realizadores más virtuosos del siglo XXI. La esencia más pura de su estilo se puede visibilizar en la configuración sensible de las atmósferas que rodean sus historias, utilizando recursos transgresores y vanguardistas que lo definen como un cineasta preocupado por la innovación estética y narrativa del cine indie americano. Teniendo en cuenta este contexto artístico, podemos comprender como Linklater institucionaliza la idea de “espacio” rompiendo los clásicos esquemas: La descripción de lugares por los que transita este film no se centra en el recorrido de monumentos emblemáticos (como la Quinta Avenida de Nueva York o la Torre Eiffel de Paris), ni tampoco en figuras celebradas por el sistema mediático o biografías estelares que enorgullecen a sus pueblos y agradecen haberse criado en ellos. Para Linklater, los lugares son lugares por su gente.
Carthage, más allá de que es explicitado a través de un pequeño mapa de Texas, es un mundo construido por el testimonio de sus habitantes que dialogan con una estructura de costumbres y tradiciones que definen su identidad más allá de cualquier icono artístico o político.
“Tienes a los snobs de Dallas con sus Mercedes, los de Houston con su costa cancerígena, la Republica de Austin con sus mujeres liberales y luego esta Carthage, que es la vida detrás de la cortina de pinos”
¿Cómo lo logra Richard? A través de un recurso particular del género documental, la película se va moviendo entre los abismos de la disputa discursiva y genérica de siempre: ficción y documental. Bernie Tiede es un personaje salido de las estructuras que llamamos realidad y podemos dar cuenta de ello, cuando leemos al principio de la película: “Esta es una historia real”. Es aquí, en donde lejos de situarse en la afamada triquiñuela que hicieron los hermanos Coen con Fargo (Joel Coen, 1996), identificamos un punto de inflexión con respecto a la forma de desarticular los convencionalismos de los géneros cinematográficos y rediseñar formas de relato: Linklater nos predispone a una biopic, comúnmente conocida como una historia de vida contada desde licencias ficcionales que no son precisamente las licencias de un film documental. Y es en esa tensión bipolar de jugar entre las fronteras del documental, como discurso verdadero extraído de la realidad, y la ficción, como discurso reconstruido o inventado en las afueras de la realidad, es en donde se identifica la maestría del cineasta. Un relato dividido en dos: por un lado, entrevistas realizadas a vecinos de la comunidad de Carthage, a través de la invisibilizacion del documentalista, y por el otro el desarrollo de la vida de Bernie, puntualizando diferentes momentos que van desde su llegada al pueblo hasta los conflictos judiciales de su polémico crimen.
Los testimonios de la comunidad parecieran ser la subtrama o los compases complementarios del relato biográfico de Bernie, ya que aparentan ser los comentaristas superficiales de la vida del protagonista, pero en realidad son los que marcan el ritmo narrativo de la obra cuando logramos entender el mensaje que quiere expresar Linklater. La vida de Bernie parece especial en cierto modo: un buen samaritano que llega a un pueblo escondido y a lo único que se dedica es a servir a la comunidad por la simple vocación social de amar sin recibir recompensas ni aparente objetivo lucrativo (aunque ello se ponga en tela de juicio en algún momento). Además, de que su vida profesional como asistente en un funeraria lo conecta con la vida espiritual de aquellos que pierden sus seres queridos, convirtiéndose en un testigo autentico de sus penas y ofreciéndose como un real servidor de Dios en la Tierra. Su amabilidad y sensibilidad humana es tan grande que llega a contraer un vínculo muy fuerte con Marjorie Nugent, la mujer más repudiada y despreciable del pueblo. Con este último acto de bondad superlativa, Bernie se convierte prácticamente en la materialización concreta de un ángel, porque ademas no solo es un fiel servidor de la Iglesia del pueblo, sino que también esta despojado de los intereses políticos o empresariales que siempre oscurecen las actividades de estos llamados “pastores de pueblo”. Sin embargo, su acusación criminal y aparente acumulación de mentiras para sostener su afamado status social reconstruye un nuevo relato que es trascendente a su vida: la opinión social como motor de legitimidades y crucifixiones.
Los vecinos del lugar son el sostén de la vida de Bernie, ya que a lo largo de sus intervenciones en cámara no abandonan la devoción hacia su héroe y el agradecimiento alabador hacia su obra, más allá de que su problema judicial se vaya complejizando hasta llegar a una posible condena carcelaria. En ese marco de amor incondicional o fanatismos exacerbado de un pueblo, es en donde subyace el tema central del film y que tiene que ver con ese intento de sumergirse en los pensamientos y sentimientos contradictorios de la condición humana ante un hecho que moviliza sus vidas: la posible sentencia penal de Bernie Tiede y el profundo resentimiento hacia sus antagonistas de turno (Marjorie Nugent y Danny Buck, el fiscal a cargo de comprobar su culpabilidad criminal) desata una cadena de comportamientos sociales que exhiben la reproducción inevitable del escenario de los prejuicios, las estructuras culturales de la tradición y los debates intensos sobre la justicia divina, social y penal. Hay que prestarle mucha atención a esta última discusión centralizada en el ideal de justicia que se pone en cuestión: una suerte de fundamentos orientados a reconciliar delitos a través del autoconvencimiento del perdón religioso y los atenuantes judiciales que pretenden invertir los roles, victimizando al actor del hecho criminal justificando su accionar por su buen corazón y la maldad congénita de la asesinada.
El festival de los prejuicios es asombroso y la opinologia es feroz: los entrevistados pueden hablar de temas que van desde la orientación sexual hasta la justificación de actos de asesinato.
“¿Qué hace una mujer de su edad mostrando los pechos?”. “Era un poco afeminado y también un soltero de 40 años que iba a musicales con ancianas”
“Bernie, debería haber agarrado el cadáver, subirlo a un avión y echarlo al mar. Sin cadáver, no hay arresto”
“Si lo hizo, ella era tan mala que se lo merecía”. “Él solo le disparo cuatro veces, no cinco”
Las expresiones sociales hablan por sí solas. La radiografía de un pueblo a través de sus palabras son el eje central en esta nueva exploración fílmica del cineasta.
Hay otra interesante dinámica narrativa que se puede mencionar en este análisis y que mantiene una vinculación directa con esa inquieta necesidad de jugar con los géneros estructurales del cine. En ese ejercicio de experimentación y cierta libertad de autor, Richard Linklater se toma el atrevimiento de atravesar diferentes géneros a lo largo del film: comienza siendo una biopic tradicional que se cruza con las herramientas más comunes del documental o el informe periodístico, añadiendo elementos de cierto drama agridulce combinado con la comedia negra americana y que luego de su punto de giro irrumpe con un relato que pareciera ser un policial o thriller político con un crimen de por medio, protagonizado principalmente por la estupenda aparición de Mathew McConaughey como un reconocido Fiscal que se personifica como la visión de “La Ley” y nuevo antagonista de la historia. Con este experimento narrativo, Linklater desafía los dispositivos más comunes a la hora de contar historias y dispara algunos interrogantes interesantes ¿Quién es el protagonista? ¿Cuál es el género? ¿Cuántos y quiénes son los antagonistas? Ante estas preguntas, sabemos que la respuesta verdadera es que existe un cineasta distinto al que no le tiembla el pulso a la hora de enfrentar proyectos que se tengan propuestas divergentes de los productos industriales de Hollywood.
No puedo dejar afuera el tratamiento de ciertas temáticas reflexivas a la hora de hacer una lectura más completa sobre la diégesis del film: en el trasfondo o subtexto, hay un cierto cuestionamiento a las institución tradicional de la Iglesia anclada en esa imagen estereotipada de los pueblos, donde es presentada como el centro de unión comunitaria, financiada por sus propios feligreses y lugar de profundo respeto como otorgador de capital social. Hay un cierto acercamiento analítico al poder eclesiástico como una industria que administra las emociones incontrolables del ser humano que se enfrenta al permanente vaivén de la vida y la muerte. Bernie se posiciona bajo este funcionamiento necesario de naturalizar la muerte y construir un monopolio rentable con ello, convirtiéndose en un verdadero especialista de la venta de las mercancías que van a darnos cierto nivel de confort a la hora de morir. Podría decirse, que la Iglesia como institución y Bernie como héroe (institucionalizado) son dos fuerzas que pregonan en el corazón de una comunidad que necesita aferrarse a ciertos dogmatismos, más allá de cualquier juicio que pueda hacerse. Forma parte de una realidad social y política que diviniza figuras e instituciones que se hacen lugar en la condición humana y a veces son tan contradictorias que nos cuesta entenderlo.
Por eso la historia de Bernie no es sobre Bernie, es en realidad una pequeña historia que trasciende la biografía de un individuo y se posiciona sobre lo que puede contar la compleja condición humana. Richard Linklater no pretende que entendamos nada sobre los enigmas de la vida, solo le interesa contarlos desde el cine, uno de los lugares más grandiosos para narrar la condición humana.